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La Salita, de Equipo Crónica (1970)

El Pop Art fue el último gran «ismo» del siglo XX que no impuso una penitencia a los fieles del arte. Eso no significa que careciese de credo, o de clero, ni que sus componentes más conspicuos fueran unos descreídos. Se trata sólo de una de las paradojas, entre otras muchas, de un movimiento que se asocia instintivamente con Estados Unidos y que nació, sin embargo, en Gran Bretaña. En el Londres de 1952, aún apenas swinging, se juntaron, llegando algunos de lejanas provincias, gentes jóvenes dispuestas a agitar y combinar las múltiples disciplinas que les interesaban, sin saber en qué dirección ni con qué alcance. Se reunían en el Institute of Contemporary Art (ICA), situado de modo casi insolente en el vértice de Downing Street, Lancaster House (residencia de la Reina Madre) y Buckingham Palace, y se llamaron a sí mismos The Independent Group, formando el grupo, entre otros, un pintor –Richard Hamilton–, dos escultores –Eduardo Paolozzi y William Turnbull–, un crítico de arte –Lawrence Alloway–, un matrimonio de arquitectos –Alison y Peter Smithson– y un teórico de la arquitectura –Reyner Banham–, a quien tuve de profesor un semestre en la Universidad de Londres, dos décadas más tarde, y recuerdo por su erudición infinita y su talento histriónico al ponderar con igual entusiasmo la carrocería de un automóvil de alta gama y los edificios sociales de Josep Lluís Sert en su etapa del GATEPAC. Dos de aquellos iniciadores, Alloway y Hamilton, estuvieron en el origen de ese primer Pop Art.

El Grupo Independiente se pasó cuatro años debatiendo asuntos tan variados como la cibernética, el urbanismo, la moda y la violencia en el cine, sin estarse por lo demás con las manos quietas. Richard Hamilton, que empezó a dar clases de pintura en 1953, mantuvo, sin descuidar su obra plástica, una labor de activismo artístico, que le llevó a organizar en 1955 la exposición Man, Machine & Motion (en las salas del propio ICA), como preludio a la que, el año siguiente, constituyó sin duda el acta de nacimiento y la carta de presentación del pop británico, This is Tomorrow (Esto es el mañana), amplia muestra interdisciplinar celebrada en la Whitechapel Gallery del entonces recóndito Este de Londres. Definida por Lawrence Alloway como una mirada a la gran ciudad en tanto que «escenario lleno de símbolos, entrecruzado por los caminos de la actividad humana», This is Tomorrow es memorable sobre todo por la presencia de la que se tiene por pieza fundacional del Pop Art, el collage de Hamilton Just What is it that Makes Today’s Homes so Different, so Appealing. A esa obra seminal seguiría pocos meses después la publicitada carta del artista al matrimonio Smithson, en la que, a modo de manifiesto personal, proclamaba, no sin sarcasmo, la supremacía de un arte «popular, transitorio, desechable, barato, hecho en serie, joven, ingenioso, sexy, efectista, glamuroso y buen negocio». Pasados sesenta años, emociona ver esas dos exposiciones reconstruidas este verano espectacularmente en la tercera planta del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, dentro de la inmensa y ejemplar retrospectiva dedicada a Richard Hamilton.

En esos mismos años, otros signos de semejanza o de coincidencia se vieron por el centro de la capital inglesa. Una joven de familia obrera, Mary Quant, casada con Alexander Plunkett Greene, aristócrata sagaz y algo «dandy» al que había conocido en las clases de arte del Goldsmith College, abrió en 1955 su tienda Bazaar en la calle central de Chelsea, King’s Road, planificando él las ventas y diseñando ella una ropa que –en palabras de George Melly imposibles de traducir con justicia– trataba de cambiar lo «chic» por lo «cheek» («lo descarado»). Bazaar y las tiendas para los jóvenes «mods» creadas poco después por John Stephen cristalizaron en la apoteosis de Carnaby Street, un paisaje efímero acompañado por su propia música, la de los Beatles, los Rolling Stones y otras bandas de rhythm & blues menos duraderas, como los Animals, los Kinks o los Moody Blues. Todos esos creadores de la prodigiosa década 1955-1966 eran británicos, pero se inspiraban en la iconografía y el desplante gestual de los norteamericanos, quienes, mientras tanto, y volvemos aquí al terreno acotado de las artes plásticas, hacían su propia revolución pop.

Una de las virtudes de la exposición Mitos del Pop es el mantenimiento a lo largo de sus salas del diálogo en paralelo entre Gran Bretaña y Estados Unidos, un contrapunto que dio forma y expansión al nuevo arte. Se trata de una exposición amplia (más de cien obras) y bien pensada, con préstamos valiosos que a veces sorprenden muy agradablemente, aunque, como es natural, no alcanza la dimensión y el rango de la que quizá sea (y para mí, como visitante, lo fue) la mayor recopilación jamás montada, la del Centro Pompidou en 2001, que bajo el título de Les Années Pop abarcó de manera grandiosa y percutiente todas las artes, las premisas, los sueños, dejando incluso un hueco a los contestatarios de esa tendencia. Mitos del Pop, complementada por la simultánea y ya referida retrospectiva de Richard Hamilton en el Reina Sofía, constituye sin duda el más extenso repaso al Pop Art hecho en España en lo que va de siglo, siendo justo, sin embargo, señalar dos anteriores muestras parciales o sectoriales: la del Museo Esteban Vicente en 2004-2005, El Pop español, importante por la valiosa introducción de la fotografía y por la arriesgada y elocuente tesis del comisario, Francisco Calvo Serraller, que sólo eligió la obra de cinco pintores (algo ampliada si contamos a los componentes, tres en principio, del Grupo Crónica), y, dos años después, en 2007, El Pop Art en la colección del IVAM, que aprovechaba sus buenos fondos y realzaba el hecho incontestable de que Valencia fue la cuna de nuestro pop pictórico-crítico.

En el Thyssen, ahora, la propuesta de la comisaria Paloma Alarcó se abre con los anglosajones, como es debido, y se cierra con los españoles, redondeando así el arco internacionalista de la exposición. Es una buena decisión, casi obligatoria, que al mismo tiempo emborrona algo la profundidad de campo. Son excelentes los tempranos Sólo para hombres, de Peter Phillips, y Reflexiones sobre la violencia, de Ronald Kitaj, fascinantes los dos cuadros de la prematuramente malograda Pauline Boty, y están muy bien representados Richard Hamilton, Patrick Caulfield, David Hockney (con Hombre en un museo y Hombre en la ducha en Beverly Hills, dos de sus lienzos más importantes) y Peter Blake, que pintó en 1965 a su amigo Hockney en un interior español de Hollywood, una obra que hasta su reciente donación (por el propio modelo) a la Tate Modern se había visto muy poco. Con tres lienzos expuestos, veo sobredimensionado a alguien de la ramplonería de Allen Jones, y tampoco, a mi juicio, hace mucha falta el que representa al germano-americano Richard Lindner, un pintor irremediablemente superficial. La presencia europea da pinceladas sueltas que unas veces resultan inacabadas o, por el contrario, dejan el apetito abierto, como en el caso de Coca-Cola (Tutto), de Mario Schifano, notable artista y cineasta italiano que, aislado, resulta incongruente.

James Dean (Lucky Strike), de Ray Johnson (1957)

El contingente americano es el que más espacio ocupa y más da que pensar, si bien se echa de menos a figuras tan relevantes como Edward Kienholz o George Segal, quizá por lo costoso de hacer viajar sus aparatosas e insustituibles instalaciones escultóricas. Menos excusa hay para la ausencia de Larry Rivers y Jim Dine, que no seré el único en considerar fundamentales dentro del registro de la primera pintura pop. Pero no hay que ser demasiado mezquinos cuando la riqueza abunda, y a título personal agradezco la buenísima selección de obras de Tom Wesselmann, la mayoría de ellas dentro de la sección de «Erotismo urbano», ya que Paloma Alarcó subdivide lo expuesto en ocho apartados: «Collage, Publicidad, Cómic», «Emblema», «Mitos», «Retratos», «Paisajes interiores, Naturalezas muertas», «Erotismo urbano», «Pintura de historia» y «Arte sobre arte». Wesselmann figura con un delicioso bodegón, con paquete de Lucky Strike incluido, en el correspondiente apartado, pero sus tres grandes Desnudos americanos de comienzos de los años sesenta, y los posteriores Bedroom Collage y Mónica cruzada con las piernas cruzadas (estos dos procedentes de la colección particular de la baronesa Carmen Thyssen), magistrales los cinco, me han abierto los ojos a un artista al que, de modo imperdonable y apresurado, tenía entre los sicalípticos de menor cuantía, siendo –ahora lo veo tardíamente– de un extraordinario refinamiento y sutileza libidinal en la composición, el cromatismo y la idea.

En noviembre de 1963, el crítico Gene Swenson entrevistó en Art News a Andy Warhol, por entonces ya autor, entre otras, de las famosas series de las latas de sopa Campbell’s y las Marylin Monroe con distintos tintes. La entrevista no tiene desperdicio, en su brevedad. Se abre con lo que parece una declaración de principios del artista citando inesperadamente a Bertolt Brecht y el comunismo soviético, antes de rematar sus palabras con dos frases lapidarias, en el estilo eminentemente «warholiano» de los refranes tontos (silly sayings): «Creo que todo el mundo debería ser una máquina. Creo que a todo el mundo le debería gustar todo el mundo». Quizá algo desconcertado por el exordio, Swenson le pregunta entonces, en su primera intervención: «¿Es el Pop Art sólo eso», a lo que Warhol responde: «Sí. Es que las cosas te gusten». Swenson no se queda del todo satisfecho: «¿Y que te gusten las cosas es como ser una máquina». «Sí, porque haces lo mismo todo el tiempo. Y lo haces una y otra vez», apostilla el entrevistado.

El artista de Pittsburgh se explaya, tras la sentenciosidad anterior, dando una salida de mayor calado al sensacionalismo comprimido que tanto cultivó. En la respuesta más extensa de la entrevista con Swenson (recogida en el libro compilado por John Russell y Suzi Gablik, Pop Art Redefined, Nueva York, Praeger, 1969, de donde cito), Andy Warhol hace una defensa engañosa del eclecticismo: «¿Cómo puedes decir que un estilo es mejor que otro? Uno debería ser capaz de ser Expresionista Abstracto la semana que viene, o artista Pop, o Realista, sin sentir que ha renunciado a algo». Naturalmente, él nunca pintó un cuadro al modo de Pollock o De Kooning, ni hizo realismo literal, y a la vez su programa es su falta de renuncia a cualquier cosa, su avance ininterrumpido hasta el fin de su vida hacia un «all inclusive» de las formas y los procedimientos. Su obra plástica (y también su cine, al menos en parte) se define por la importancia de lo maquinal, por la repetición seriada, por la deslocalización del aura del artista. El conocido apotegma de Lautréamont, «La poesía debe ser hecha por todos. No por uno solo», bien oído y aplicado por el dadaísmo, con Duchamp en cabeza, también él lo adoptó, quedando claro en otro pasaje de su conversación con Gene Swenson, cuando, a su modo sofístico y sofisticado, le dice Warhol al crítico: «Creo que alguien debería ser capaz de hacer por mí todas mis pinturas […]. Creo que sería estupendo que más gente hiciese serigrafías, de modo que nadie supiera si mi cuadro es mío o de otro cualquiera».

Roy Lichtenstein, Claes Oldenburg y James Rosenquist, presentes en Mitos del Pop, fueron otros tres pintores apropiacionistas de lo ajeno, de lo encontrado. Más de una vez se muestran como rectificadores higiénicos de la catástrofe, del dolor, de lo macabro, otra especialidad de Warhol. Los cuatro, cabezas de fila del movimiento americano, han perdido quizás hoy el filo de la provocación, pero no el don de la felicidad visual, de la acumulación inventiva. Su propósito era (y me acuerdo de la temprana carta de Hamilton a los Smithson antes citada) gustar, atraer, hacer ver al comprador o al espectador de su obra que allí no había nada abstruso o penoso: la penitencia de tanto arte abstracto o minimal, con los que el Pop Art convivió. Sin embargo, Warhol, más que otros artistas de su cuerda, emplea menos tiempo –quizá– en la fabricación manual de su obra, pero nunca escatima el «concepto». Por eso su aura no se desvanece con el paso del tiempo. Detrás de sus llamativos cuadros hay una máquina que piensa, que engaña, que quiere jugar con la percepción del público, sin por ello dejar de seducir. La malicia y el trampantojo como protocolo. De ahí el apunte del filósofo Arthur Danto (La transfiguración del lugar común. Una filosofía del arte, trad. de Ángel Mollá y Aurora Mollá, Barcelona, Paidós, 2002), en su hipótesis de las tres corbatas, al recordar la sensación de injusticia implícita en el hecho de que, cuando expuso sus Cajas de Brillo en la Stable Gallery de Nueva York, los originales costaban cada uno doscientos dólares de la época (1964), y una idéntica caja Brillo manufacturada industrialmente podía comprarse por un centavo en el supermercado. Ese era el supremo castigo de Warhol.

Por ello no creo que se trate de una casualidad, ni de generosidad fortuita de los donantes, el hecho de que en la exposición del Thyssen, Warhol, con veinticuatro piezas, sea de lejos el artista mejor representado (por cierto, con un espléndido espécimen, auténtico, en contrachapado y serigrafía, de una de sus Cajas de Brillo). Esa abundancia, unida a la que se da en la retrospectiva dedicada a Hamilton por el Reina Sofía (originada en la Tate Gallery y ampliada para Madrid), no sólo realza la figura de las dos grandes cimas del Pop, sino que, siendo ambos, como queda en evidencia, tan distintos, permanecerán siempre enlazados por el potente nexo de lo conceptual. Y la visita conjunta, preferiblemente en días distintos a fin de evitar el empacho, es la mejor recomendación no sólo para conocer y entender el Pop Art, sino para gozar de un momento artístico en el que la felicidad se daba a granel.
 

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