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La última obra de David Mamet, estrenada en simultáneo en Nueva York y Madrid, allí dirigida por el autor y aquí por José Pascual, le saca máximo provecho a un mínimo de elementos: dos actrices, un espacio cerrado, una sola conversación entablada en tiempo real. El montaje se contenta con apenas unos papeles sueltos, una lámpara, dos asientos y un escritorio de ángulos rectos, cuyo mayor efecto geométrico es partir la escena en dos, como una red divide una pista de tenis. Que vamos a presenciar un enfrentamiento se presiente antes de que las actrices abran la boca, pero algunos detalles de la escenografía indican que las oponentes no están en pie de igualdad. Uno nota los asientos: de un lado, un raído sillón de ordenador, de esos que se ven en oficinas públicas; del otro, una silla rígida, en la que nadie podría estar cómodo durante más de diez minutos.

En esta última, de hecho, nadie estaría cómodo ni uno solo, pues se encuentra en el despacho de una penitenciaría. Y, allí, una funcionaria de rango indeterminado, Ann (Ana Wagener), ha mandado llamar a una condenada a cadena perpetua, Cathy (Magüi Mira), para decidir si, como último acto antes de jubilarse, la dejará salir en libertad condicional después de treinta y cinco años. El planteamiento inicial presenta nítidas separaciones de roles, pero conforme avanza la obra, la supuesta solidez de cada uno de ellos va vulnerándose y las dicotomías dan paso a deliberadas complejidades de caracterización. Ann, la ciudadana libre siempre al servicio del Estado, ha vivido encerrada en su personalidad oficial, reprimida y plagada de dudas. Cathy, en prisión, ha gozado de licencias que se asocian con la libertad, como una vida sexual desprejuiciada o el refugio de la convicción ideológica. Con esos datos, las mujeres se juzgan mutuamente durante todo el encuentro, mientras entablan una contienda de persuasión y mentiras estratégicas. Si Cathy se juega la salida, Ann se juega la dignidad.

En su juventud, Cathy perteneció a una célula anarquista y mató a dos policías. Mientras se reconstruye la historia de ese delito, la obra se divide a grandes rasgos en dos mitades o movimientos. Al principio, Cathy intenta convencer a Ann de que se ha regenerado al encontrar a Dios, como expone en el manuscrito de un libro piadoso que ha redactado recientemente. Ann tiene delante una copia del manuscrito y está dispuesta a discutir con ella los pormenores de la salvación, pero, como ella y nosotros sospechamos, el libro resulta ser una patraña. Entonces empieza el verdadero duelo, que se desarrolla en el plano de la moral y el de la retórica. Cuando Cathy le echa en cara servir «a un Estado corrupto en una institución fallida», Ann acusa a Cathy de haber perdido su vida «por una misión idiota». Cuando Ann ofrece salvar a Cathy a cambio de información, Cathy la provoca con «liberarla» (sexualmente). Pero no hay punto de contacto posible entre estos personajes. Todo se reduce a un asunto de palabras, con una salvedad importante: el poder de imponer un castigo trasciende el lenguaje.

El lenguaje, siempre acendrado en Mamet, es demasiado sutil para estos personajes y, si uno pretende juzgar la obra con criterios naturalistas, la elocuencia aforística de ambas resulta, en efecto, poco creíble; pero el autor coquetea aquí con el teatro de ideas, en el que se enfrentan no sólo personajes sino posiciones, como sucede, quizá de manera más sutil, en su magnífica pieza Oleanna, que se vio en 2011 también en el Teatro español. Aquí, cuando Ann afirma «Represento al Estado», no habla de manera puramente metafórica. La pieza es en parte una meditación sobre la autoridad, la desobediencia civil, la insurrección y las concesiones que por fuerza hacemos al elegir bandos. Pero se salva del didacticismo del puro teatro de ideas –como el de, digamos, Sartre– por las ambigüedades irresueltas que propicia Mamet. Pese a que es un autor conservador, no estoy nada seguro, por ejemplo, de que esté del lado de Ann; tampoco, para el caso, del de Cathy. Más bien, su escritura expone las manías, terquedades y cegueras de cada una las posiciones.

Y es ahí donde Mamet, que deposita tanta confianza en el texto, depende muchísimo de sus actrices para que no tuerzan el registro. Pienso, sin ir más lejos, en el relativo fracaso de la obra en Broadway, donde fue retirada de cartel a las dos semanas. ¿Hasta dónde fue responsable la poca química de las actrices, Debra Winger y Patti LuPone? Por fortuna, no tenemos que hacernos esa pregunta en relación con Ana Wagener y Magüi Mira, que hacen un magnífico trabajo de equipo: sostienen el ritmo durante setenta minutos continuos, en los que ninguna de las dos sale una sola vez de escena, sin caer en ningún momento en caricaturas fáciles de funcionaria o de fanática. Quizá porque los villanos siempre tienen las mejores líneas, Magüi Mira se luce particularmente en el papel de Cathy, al transmitir emociones tan inasibles como ese toque de altanería que es tan propio de la resignación profunda. Los gestos de ambas actrices son cautos, calculados; y sus réplicas precisas trasmiten la ilusión de que los personajes, pese a lo mucho que tienen para decir, no quieren malgastar una sola palabra.

*      *      *

El minimalismo de Mamet parece de una exuberancia barroca si se lo compara con Rumbo a peor, una performance en la que un estupendo Alberto San Juan pone voz y cuerpo a uno de los últimos textos en prosa de Samuel Beckett. Al dramatizarlo, el director Pablo Messiez  –que sin duda se ha inspirado en obras breves como Not I o Rockerby, en las que, por indicación de Beckett, los movimientos son mínimos y la iluminación se concentra en un punto fijo– deja que el texto entero hable por sí solo, sin agregar en escena más que un atril donde apoyarlo. El actor entra en la oscuridad y, después de que un foco lo ilumine de la cintura para arriba, se queda un momento en silencio, para comenzar un recitado de unos cuarenta minutos, durante los que no se moverá del lugar, ni se servirá de nada más que gestos comedidos y cambios de cadencias. San Juan, que tiene una voz templada y más bien grave, enuncia las palabras de manera clara y distinta, insuflando aire a un texto que no da respiro en la página.

Toda la obra narrativa de Beckett, de la que este parlamento es la conclusión lógica, traza el camino de la palabra hacia su negación, contraponiendo la voluntad de decir a la vanidad de decir, la imposibilidad de decir al terror de no poder decir. A partir de su última novela, El innombrable –que Messiez cita muy oportunamente en las notas del programa–, no hay más que un monólogo interminable que avanza, o no, hacia un final inalcanzable. No se afirma si el silencio último es la muerte, pero la obra invita a esa interpretación. En una línea similar, Rumbo a peor puede pensarse como una variación de unos versos de El rey Lear que, según se sabe, Beckett copió en su cuaderno de notas: «The worst is not / So long as one can say, This is the worst» (Lo peor no ha llegado / mientras pueda decirse, esto es lo peor). Una voz (se) habla en un casi vacío, al borde de la nada que aún no llega. La palabra clave es «aún»: «Aún. Di aún. Sea dicho aún. De algún modo aún». Bailando en torno al silencio, la voz balbucea una letanía antiexistencial: «Ojalá se fuera lo tenue, todo de una vez por todas […]. Dentro del cráneo todo se va […]. Nada salvo el cráneo».

Este texto a primera vista denso, entrecortado y autorreferencial oculta una notable variedad tonal, que se acentúa al ser dicho en voz alta. Si alguien se pregunta por qué adaptar a escena un fragmento en prosa, no hace falta más razón que esa; pero además, al estar marcado por una segunda persona («di aún»), Rumbo a peor se presta a ser representado como el diálogo de un sujeto consigo mismo. Actor y director han conseguido, en este sentido, realzar el nerviosismo, el miedo o el desamparo de la voz, así como la comedia de la repetición implícita en el texto. El resultado es una experiencia teatral como pocas, que combina genuina inquietud metafísica con la belleza de un texto descarnadamente poético. En Beckett, claro, uno empieza y termina por el placer el texto, pero el placer no se produciría de no ser por la excelente traducción empleada, que es casi una transmutación del original inglésLa dificultad de la tarea se trasluce en el hecho de que la versión (Rumbo a peor, Lumen, Barcelona, 2001) está firmada por nada menos que cinco traductores: Libertad Aguilera, Daniel Aguirre Oteiza, Gabriel Dols, Robert Falcó y Miguel Martínez-Lage. . En un momento, habla de «palabras que digan lo peor que puedan», pues «fracasan al decir siempre peor». Y uno responde: no siempre. En esta propuesta escénica, las palabras de Beckett se dicen de manera inmejorable.

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