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Profeta de sí mismo

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Recientes aún en la memoria los mejores momentos del Tristan und Isolde recreado escénicamente por Peter Sellars y Bill Viola, e imborrable el recuerdo musical del Parsifal historicista en versión de concierto dirigido por Thomas Hengelbrock, resulta casi extraño enfrentarse en el Teatro Real a este Lohengrin, una ópera que, de alguna manera, preparó el camino de ambas, pero en la que casi cuesta identificar al mismo compositor. Un arco simbólico la une además con Parsifal, ya que cuando, al final del tercer acto, el protagonista se ve obligado a desvelar su misteriosa identidad, descubrimos que Lohengrin es el hijo de Parsifal, cuya propia historia tardaría aún Wagner varias décadas en contar. Por otra parte, y por razones obvias, Parsifal es, por decirlo así, la ópera de Semana Santa por antonomasia, y quizás haya en la programación de Lohengrin en estas fechas uno de esos gestos transgresores que tanto gustaban, según se dice, a Gerard Mortier, a cuya memoria están dedicadas todas las representaciones (hay incluso dos libros de condolencias a disposición de los espectadores).

Cuando se comparan con creaciones como Tristan und Isolde, Parsifal o, por supuesto, esa epopeya casi sobrehumana que es Der Ring des Nibelungen, las primeras óperas de Wagner parecen palidecer a su lado. Él mismo presintió que sucedería esto antes incluso de haber compuesto sus obras maestras, como si fuera ya capaz de visualizarlas, profetizando de algún modo su yo futuro, de ahí que tratara de evitar en lo posible que estas primeras tentativas en el camino hacia la obra de arte total se revistieran casi a la fuerza de connotaciones negativas. Quería, en una palabra, que fueran vistas de atrás hacia delante, y no a la inversa, es decir, como pasos previos perfectibles aunque inevitables y no como antecedentes imperfectos y fallidos. Así, en Eine Mittheilung an meine Freunde (Una comunicación a mis amigos), un escrito prácticamente coetáneo de Lohengrin y un primer anticipo de lo que sería el posterior furor autobiográfico de Richard Wagner, este se refiere a sus «opiniones sobre la naturaleza del arte que he proclamado desde una posición que me ha costado conquistar a lo largo de años de evolución paulatina y gradual»«Ansichten, die ich über das Wesen der Kunst von einem Standpunkte aus kundgebe, den ich durch allmähliche, stufenweise Entwicklung mir erst gewonnen».. Poco después, Wagner se lamenta de que los críticos acudirían a buen seguro al recurso fácil de «echar la vista atrás hacia la naturaleza de esas obras de arte que me sirvieron de punto de partida en el camino natural de la evolución que me ha conducido hasta esta posición»«rückwärts auf das Wesen der künstlerischen Arbeiten, in welchen ich eben den natürlichen Entwickelungsgang nahm, der mich zu jenem Standpunkte führte». con el fin de formular sus juicios negativos.

En Wagner siempre hay que sortear la distancia –a veces casi insalvable– entre sus escritos y su música. Tomemos, por ejemplo, el Preludio del primer acto de Lohengrin, una música memorable y, para su tiempo, auténticamente radical y visionaria, tanto en términos de forma como de orquestación, y construida en su totalidad sobre una única idea melódica confiada a un número creciente de instrumentos. Gracias a esta progresiva incorporación de nuevos timbres se alcanza el inevitable clímax en fortissimo, punto de partida a su vez del proceso inverso, al final del cual se recuperan el intimismo y la placidez iniciales, con idénticas parejas de flautas y oboes junto a esos cuatro violines solistas de nuevo en pianissimo. Friedrich Nietzsche, en El caso Wagner, se refirió a este Preludio –setenta y cinco compases, ni uno más– como «el primer ejemplo, demasiado insidioso, demasiado bien logrado, de cómo se hipnotiza también con música»«das Lohengrin-Vorspiel gab das erste, nur zu verfängliche, nur zu gut gerathene Beispiel dafür, wie man auch mit Musik hypnotisirt».. Tras oír este Preludio, todo oyente receptivo queda en estado de trance, como apuntó también el filósofo alemán, porque, más de siglo y medio después, la música conserva intacta su carga de modernidad y su capacidad de transportarnos en unos pocos minutos a la ficción teatral o, si se quiere, a otra realidad diferente. Su trasfondo escénico y descriptivo, en cambio, ha envejecido irremediablemente, y nos quedamos atónitos cuando leemos en la explicación programática del propio Wagner las referencias al «clarísimo éter azul del cielo», a «una hueste de ángeles portadores del prodigio escoltando en el centro el sagrado cáliz», a las «fragancias encantadoras que brotan de él como nubes de oro, apoderándose de los sentidos del extasiado espectador», al momento en que «el fluido divino contenido dentro del “Grial” emite los rayos solares del amor más sublime, como el resplandor de un fuego celestial, de modo que todos los corazones en derredor se quedan estremecidos con el brillo de las llamas del fulgor eterno» o a cómo, al final, los ángeles emprenden el vuelo de regreso «dejando el “Grial” al cuidado de seres humanos puros, cuyo contenido se ha derramado con una bendición: y en la clarísima luz del éter azul del cielo desaparece la noble hueste del mismo modo que antes se había acercado desde él»«der klarste blaue Himmelsäther», «die wunderspendende Engelsschaar ab, die, in ihrer Mitte das heilige Gefäß geleitend», «entzückende Düfte wallen aus ihr wie goldenes Gewölk hernieder, und nehmen die Sinne des Erstaunten» «als der “Gral” aus seinem göttlichen Inhalte weithin die Sonnenstrahlen erhabenster Liebe, gleich dem Leuchten eines himmlischen Feuers, aussendet, so daß alle Herzen rings im Flammenglanze der ewigen Gluth erbeben», «den “Gral” ließ sie zurück in der Hut reiner Menschen, in deren Herzen sein Inhalt selbst segnend sich ergossen: und im hellsten Lichte des blauen Himmelsäthers verschwindet die hehre Schaar, wie aus ihm sie zuvor sich genaht».. ¿Conviene conocer este texto, mucho más extenso que el aquí extractado? Más allá del valor que le presta su propia historicidad, y que sea Wagner quien lo firma, ¿podría ayudarnos de algún modo a disfrutar más con la música del Preludio de Lohengrin? La respuesta, en ambos casos, sólo puede ser una.

La grandeza de Wagner –un grafómano compulsivo– radica no en sus escritos, sino en su música y, lo que tampoco debe perderse nunca de vista, en sus intuiciones. Estas crean vastas zonas de sombra que han de iluminarse posteriormente, y pocos operistas han disfrutado tras su muerte de luces tan diversas y tan cambiantes con el paso de las décadas. En este Lohengrin madrileño empezó a interpretarse el Preludio en medio de la más total oscuridad, foso incluido, hasta tal punto que el director musical, Hartmut Haenchen, entró sin ser visto y se valió de una batuta especial provista, cula luciérnaga, de un punto de luz en su extremo a fin de que la orquesta pudiera seguir sus indicaciones. En lo musical, el Preludio adoleció de cierta falta de empaste, un defecto no menor en una música, como acaba de apuntarse, que hace de la creciente superposición de timbres su principal razón de ser. Faltó un crecimiento más gradual y mejor preparado de la tensión antes del clímax, que sonó, como sería la tónica posterior en todos los pasajes fortissimo de la ópera, que son unos cuantos, en exceso vocinglero.

Tras subir el telón vimos la escenografía concebida por el escultor alemán Alexander Polzin, origen al parecer de toda la producción. Normalmente las cosas suceden a la inversa: un director de escena diseña la producción y a partir de esos presupuestos se realizan los elementos escenográficos. Gerard Mortier encargó a Polzin su escultura y la puesta en escena hubo de acomodarse a posteriori a esta suerte de cueva rugosa, con orificios aquí y allá, tanto en los laterales como en la parte superior, y que, a tenor de lo visto, trajo de cabeza a todos los cantantes –solistas y coro–, que parecían más pendientes de no resbalarse o no sucumbir ante las numerosas trampas e irregularidades del terreno que pisaban que a cualesquiera consideraciones musicales. La estética de la cueva es decididamente feísta y poco a poco descubrimos que, en el sentido más etimológico del término, la creación de Polzin es también nihilista. Acabada la ópera cuatro horas después, aún seguimos preguntándonos el porqué de la cueva como escenario único de los tres actos de este Lohengrin y qué ideas ha inspirado en el director de escena, o qué lectura del argumento ha querido transmitirnos a partir de ella el también alemán Lukas Hemleb: nihil.

Lohengrin no aparece en una barca tirada por un cisne, por supuesto, sino que emerge como una luz que empieza a inundar la cueva y que luego se materializa en una suerte de monolito –blanco primero, translúcido después– de significación y eficacia escenográfica también inciertas. El vestuario del polaco Wojciech Dziedzic es también feísta, con una distinción muy clara entre lo que se adivina como una división demasiado banal entre buenos y malos: los virtuosos –Elsa y Lohengrin– visten colores claros (verde pálido y blanco), mientras que el gris del coro y los colores oscuros con desteñidos rojizos de los malvados Ortrud y Friedrich (quizás en alusión a la sangre de sus crímenes pasados o futuros) refuerzan la atmósfera lúgubre del conjunto. El problema es que el punto de partida de lo que podría haber sido una propuesta interesante (una sociedad sin amor, sin fe, sumida en la oscuridad y en la disputa) acaba siendo también el de salida, sin que entre medias haya pasado nada acorde con lo que nos cuentan tanto el libreto como la música. En la justamente famosa dirección de escena de Peter Konwitschny, por ejemplo, que pudo verse en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona en 2000, Lohengrin se ambientaba en una escuela y los personajes se mudaban en unos adolescentes incapaces de construir una sociedad feliz y armoniosa, como la que simboliza el protagonista (de unos presupuestos similares, mutatis mutandis, partió Michael Haneke para explicar el origen sociológico del nazismo en La cinta blanca). Pero una cueva no puede transmitir sin más la idea de una sociedad triste y melancólica, o enferma y corrupta, si es que es esa la idea que subyace en esta puesta en escena subterránea. Para ello hacen falta también ideas, dirección de actores, detalles, gestos, luces, y nada de esto resulta visible en la pobrísima y muy conservadora propuesta de Lukas Hemleb, que en nada habría sorprendido de haber sido vista, tal cual, hace medio siglo. Podrá vendérsenos como moderna y transgresora (Mortier siempre lo hacía de cuanto apadrinaba), pero es profunda e inequívocamente tradicional.

Christopher Ventris, que cantó en el segundo reparto la última vez que Lohengrin recaló en el Teatro Real hace nueve años, encarna ahora al protagonista en el primero. El británico ha hecho de estos misteriosos héroes wagnerianos, sin nombre y sin pasado conocido, su especialidad y, de resultas de ello, su voz se encuentra prematuramente desgastada, aunque aún con mimbres suficientes para defender a sus personajes con dignidad. Canta con soltura, con facilidad incluso, pero sin excesiva implicación emocional, con la rutina que le da el oficio y la especialización, sin una dicción alemana especialmente bonita o clara, y tampoco le ayuda una presencia escénica casi siempre hierática, poco proclive a despertar empatía alguna en el espectador, que no acaba de creer que los sentimientos por su amada sean auténticos. A su lado, en cambio, Catherine Naglestad compone una Elsa emocionante y creíble, dulce y tierna en el primer acto, ingenua y confiada en el segundo, contumaz –primero– y abatida –después– en el tercero. Con una voz fresca y de enorme calidad tímbrica, sabe adecuarse por igual a los momentos líricos (el sueño del primer acto) y a los que demandan una voz dramática, grande y llena, en la mejor tradición de las grandes sopranos wagnerianas: el papel de Elsa debe situarse, justamente, en un resbaladizo terreno intermedio, de ahí que el reto haya sido abordado tanto por voces más declaradamente mozartianas (Elisabeth Grümmer o Gundula Janowitz) como por las grandes sopranos dramáticas wagnerianas (Birgit Nilsson o Leonie Rysanek). Su físico es también ideal para el papel y su intuición actoral hace el resto: gracias a ella se sostiene en gran medida una representación que, con sus numerosas vías de agua, habría naufragado si no en toda regla.

Ninguno de los dos malvados da la talla: al Friedrich de Thomas Johannes Mayer le falta empaque, colores más oscuros en la voz, rotundidad en los graves, aunque suple en parte las carencias con su entrega y una actuación escénica mucho más convincente y completa que su prestación musical. Deborah Polaski fue una de las grandes sopranos dramáticas wagnerianas en los años noventa del pasado siglo. Ortrud no es un papel que convenga a su voz, ni en su muy decadente estado actual, ni tampoco en sus años de esplendor, en los que hubo de fajarse con frecuencia con los inclementes papeles escritos por Wagner para su tesitura vocal. El personaje de la princesa frisia le queda demasiado grave por abajo y, ahora también, en exceso agudo por arriba, donde grita de manera ostensible. En la segunda escena del segundo acto, por ejemplo, su tesitura se mueve entre el Si grave en «auf des Todes Spur» y el La sostenido agudo en «Entweihte Götter»: dos octavas inabarcables para ella. Aunque sigue siendo una buena actriz, y tampoco cabe poner un solo pero a su entrega escénica, su voz, mate y sin brillo, no puede en ningún momento con las temibles exigencias de su parte, esencial para el desarrollo de la trama. Cual Lady Macbeth, es ella quien, en última instancia, mueve los hilos de la acción. Aunque en su extenso dúo con Elsa del segundo acto hay aún muchos resabios italianizantes (al seguirlo con la partitura resulta asombroso comprobar la profusión de grupetos, un adorno tradicional y, por aquel entonces, belcantista y, por tanto, radicalmente incompatible con la «prosa musical» a la que aspiraba Wagner), ello no obsta para que estemos ante una grandiosa creación psicológica y musical. Así lo expresa el propio compositor en una carta a Franz Liszt (el dedicatario de la obra y el encargado de estrenarla en 1850 en Weimar en ausencia de su autor, desterrado en Suiza por su participación en las revueltas del año anterior) fechada el 30 de enero de 1852: «Ortrud es una mujer que… no conoce el amor. Con esto está dicho todo, y se trata en verdad de lo más terrible. Su naturaleza es política. Un hombre político es repugnante, pero una mujer política es aterradora: este terror es lo que tenía que retratar»«Ortrud ein Weib ist, das – die Liebe nicht kennt. Hiermit ist Alles, und zwar das Furchtbarste, gesagt. Ihr Wesen ist Politik. Ein politischer Mann ist widerlich, ein politisches Weib aber grauenhaft: diese Grauenhaftigkeit hatte ich darzustellen»..

Franz Hawlata compuso un rey Heinrich canijo, sin nobleza ni entidad, fundamentalmente porque el barítono alemán es un falso bajo, o un bajo bufo en todo caso (tuvimos que padecerlo en estos menesteres en el Teatro Real en su Barón Ochs de Der Rosenkavalier  y, desgraciadamente, convirtió también al temible Doctor del Wozzeck de Alban Berg en un personaje mucho más risible que paranoico). La línea vocal está poblada de discontinuidades y su timbre, nasal y engolado en los graves, no da para infundir autoridad a los parlamentos del rey, en los que su voz se queda ostensiblemente alicorta. Fuera del ámbito cómico, su actuación fue también estática, deambulante y nada convincente. Anders Larsson fue un heraldo desvaído y de presencia vocal asimismo muy insuficiente, rayana en lo inaceptable. Correctos los cuatro caballeros brabanzones, castigados por el figurinista con unos trajes negros entallados y unas pelucas con flequillo que les daban un aspecto algo parecido a los Beatles, el único toque de humor al que aferrarse para aliviar una representación sombría y lóbrega como pocas.

Aparte de la conmovedora Elsa que nos regaló Catherine Naglestad, la puesta en escena –a la que se adivina poco recorrido futuro en otros teatros– no perdió el rumbo gracias a la excelente prestación de la orquesta, con mención especial para la flauta solista, Aniela Frey, espléndida en todo momento, desde el foso y el coro sobre el escenario. La primera tocó demasiado fuerte en varios pasajes (el primer aviso, ya señalado, fue el clímax del Preludio) y el segundo gritó más de la cuenta en otros, pero ello fue más bien simple demérito de Haenchen, un director poco amigo de las sutilezas y tendente a forzar la dinámica sin estratificar convenientemente los niveles cuando la partitura se puebla de pentagramas que han de sonar simultáneamente y abundan las indicaciones forte o fortissimo. En su debe hay que dejar también constancia de que tapó con frecuencia a algunos cantantes y planteó unos concertantes (otra vez los resabios italianizantes) llenos de desequilibrios dinámicos. Como Kapellmeister, Haenchen es eficaz, pero deja escapar detalles cruciales (esos colores oscuros en la orquestación de la primera escena del segundo acto) y raramente va mucho más allá de la pura concertación, a pesar de que la partitura es un auténtico regalo para cualquier director que quiera lucirse porque, con su confluencia de géneros, sus préstamos tomados del pasado y sus atisbos de futuro, da pie a poder exhibir un pleno dominio en todos los registros.

Escénicamente, y a pesar de la negrura circundante, al final de la ópera nos quedamos tan in albis como al principio. Tampoco hubo cisne de despedida, por supuesto, y la milagrosa aparición de Gottfried –el hermano de Elsa– se resuelve con lo que cabe imaginar que es una nueva creación artística de Alexander Polzin: donde antes estaba el monolito blanco surge una estatua deforme, y tan fea como la cueva que la acoge, que parece remitir –o no– al becerro de oro bíblico. A la derecha del escenario, apartada de todos, se supone que Elsa expira y muere abrupta y misteriosamente, al igual que otras heroínas wagnerianas (Elisabeth, Isolde, Kundry): las muertes sangrientas, como la de Friedrich en el tercer acto, abatido por la espada de Lohengrin, quedan reservadas para los hombres. Y esta referencia a Kundry nos remite de nuevo, para acabar, a Parsifal, el padre de Lohengrin: «Fue el Grial quien me envió a vosotros. Mi padre Parzival lleva su corona, y yo, su caballero… Lohengrin me llamo»«Von Gral Ward ich zu euch daher gesandt: Mein Vater Parzival trägt seine Krone,  sein Ritter ich – bin Lohengrin genannt».. Tras acusar el veneno que le inocula Ortrud, Elsa ha formulado la pregunta prohibida, obligando a Lohengrin a desvelar su nombre y su origen (en la confesión de su identidad, un momento trascendental de la ópera, al relato de Christopher Ventris le faltaron emoción, grandeza y misterio por los cuatro costados). A poco que lo pensemos, y sabiendo lo que sabemos gracias al Parsifal que Wagner ya vislumbraba al tiempo de gestar Lohengrin, aunque, para hacer buena su profecía, no lo compondría hasta treinta años después, no podemos sino sorprendernos ante semejante revelación, al igual que le sucedió a un sardónico Nietzsche: «¡Parsifal es el padre de Lohengrin! ¿Cómo ha podido hacerlo? ¿Habrá que recordar aquí que “la castidad obra milagros”? Wagnerus dixit princeps in castitate auctoritas»«Parsifal ist der Vater Lohengrin's! Wie hat er das gemacht? Muss man sich hier daran erinnern, dass “die Keuschheit Wunder thut”? Wagnerus dixit princeps in castitate auctoritas»..

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