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Supervivientes

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Hace tan solo un siglo, la viola da gamba era un instrumento muerto y enterrado. Nadie la tocaba, nadie sabía siquiera cómo hacerlo, nadie conocía cómo era el sonido que producía, y no se trataba en modo alguno de un caso excepcional. A lo largo de la historia de la música occidental, los instrumentos se han visto involucrados, sin quererlo, en una suerte de proceso de selección natural en el que sólo lograban sobrevivir los más fuertes, o los que mejor se adaptaban al nuevo entorno. Al tiempo que la música evolucionaba, surgía la necesidad de crear nuevos instrumentos, y los certificados de nacimiento corrían parejos a las partidas de defunción. Unos veían la luz y otros quedaban arrumbados, ya aparentemente inservibles. La familia del violín destronó a la de la viola, el piano relegó al clave, los oboes de llaves convirtieron a los provistos únicamente de agujeros en una reliquia, las flautas traveseras metálicas suplantaron a las de madera, la trompa de válvulas hizo que nadie quisiera padecer las penalidades que exige dominar la trompa natural: el progreso iba cobrándose, lenta e inapelablemente, sus víctimas.

En muchos de estos casos, el motivo no era otro que la música se había vuelto cada vez más pública, se interpretaba en espacios cada vez mayores, y para públicos cada vez más numerosos. Instrumentos intimistas como el laúd, el clavicordio o la propia viola da gamba eran, por tanto, especies instrumentales en vías de extinción. No tenían acomodo posible en una sociedad que demandaba sonido a raudales para llenar las nuevas salas de concierto. Con la aparición de la orquesta, los instrumentos que no lograron hacerse un hueco en su seno acabaron también desechados en el desván. El único instrumento con una historia de éxito ininterrumpida es el órgano, y no es casual. En él se subsumen de algún modo todos los instrumentos, ya que sus registros pueden emularlos a casi todos, desde cascabeles a bombardas, desde flautas a trompetas, desde clarines a tambores e, incluso, si se tercia, a delicados pajarillos. Aunque las modernas salas de concierto aspiran a tener uno –cuanto más grande y visible, mejor–, su lugar natural sigue siendo las iglesias, de todos los tamaños, y allí continúa felizmente instalado desde hace siglos. Es en estos grandes espacios altos y diáfanos donde, como dejó escrito fray Luis en su Oda a Francisco de Salinas, «traspassa el aire todo».

Ese proceso de selección natural se producía porque, durante siglos, prácticamente la única música que se interpretaba era la que estaba componiéndose en ese momento. La música del pasado no existía, no interesaba, primaba lo nuevo. Las cosas empezaron a cambiar en el siglo XIX, si bien aún con una mentalidad poco historicista: es decir, se recuperaba música pretérita, sí, pero se abordaba con los criterios y los medios en boga de ese momento. Es lo que hizo, por ejemplo, Felix Mendelssohn cuando recuperó la Pasión según san Mateo en la Sing-Akademie de Berlín en 1829: cortó la partitura, reinstrumentó pasajes e introdujo los cambios que, según él, requerían los nuevos tiempos. Y sus instrumentistas y cantantes tocaban y cantaban como si tuvieran en sus atriles una partitura del propio Mendelssohn, no de Bach. No sólo no sabían cómo se había interpretado esa música un siglo antes: es que ni siquiera se lo planteaban. El pasado lograba colarse por fin por una rendija, sí, pero tamizado por el presente.

A comienzos del siglo XX se avanzó un paso más allá y se pensó que el ideal al que había que aspirar era el de interpretar la música tal y como se había hecho –presumiblemente– en el momento de su nacimiento: con los mismos instrumentos e idénticos criterios interpretativos (por entonces se olvidaba aún que lo que no puede recuperarse de ninguna manera es el oído de entonces, en nada semejante a cualquier oído dos o tres siglos posterior, con un arsenal de novedades almacenadas en su memoria sonora). Lo primero, claro, resultaba más fácil que lo segundo. Museos, conservatorios o casas particulares atesoraban aún instrumentos históricos, algunos en su estado primigenio, por lo que podían examinarse sus características organológicas y construirse copias fidedignas. Pero, ¿cómo remedar las interpretaciones del pasado? ¿Cómo ponerse en la piel de los músicos de antaño? A falta de grabaciones, los únicos asideros proceden de tratados de la época y de las pistas brindadas por la iconografía, con todas las ventajas y los inconvenientes que ello comporta. Imaginemos, por ejemplo, una descripción precisa de la técnica pictórica de Vermeer, una relación minuciosa de las escenas que pintaba y su manera de plasmarlas. ¿Acaso bastaría para, de no haber llegado hasta nosotros, poder recrear sus cuadros? La interpretación musical es un fenómeno inasible y conjetural, que no deja huellas tangibles, como sí lo hacen la pintura o las artes que derivan en una concreción física, pero siempre es mejor aspirar a un ideal, por inalcanzable que sea, que ignorarlo.

Los grandes pioneros del historicismo interpretativo de comienzos del siglo XX eran deliciosamente ingenuos y aún nos conmueven las fotografías en que aparecen empuñando esos instrumentos que llevaban décadas, o siglos, perdidos en el limbo, condenados al silencio por mandato de la selección natural. El británico Arnold Dolmetsch fue uno de aquellos iluminados y el modélico programa de mano del último ciclo de la Fundación Juan March, titulado gráficamente Origen y esplendor de la viola da gamba, contiene dos fotografías de Dolmetsch, junto a su mujer y sus hijos, recreando –muchas décadas después– un consort inglés de los siglos XVI y XVII (violas da gamba de diversos tamaños y laúd), una de las glorias de la música británica, pues fue destinatario de algunas de las mejores composiciones de las grandes luminarias de la época, como las Lachrimæ de John Dowland. Aquellos instrumentos en muchos casos reinventados –con el terrible clave absolutamente ahistórico que tocaba Wanda Landowska a la cabeza– se encontraban con frecuencia a años luz de los originales. Pero, con el tiempo, la distancia entre pasado y presente fue acortándose cada vez más, del mismo modo que el aprendizaje de cómo restaurar de forma no invasiva pinturas antiguas fue también un proceso lento y progresivo: a veces hay que equivocarse para cobrar conciencia del error y poder acertar a continuación. Luego no bastó sólo con elegir el instrumento idóneo o históricamente fidedigno, sino que había que dar con la técnica justa: no bastaba con el qué, sino que había que enfrentarse también necesariamente al cómo.

Los pioneros de la viola da gamba fueron en su origen, indefectiblemente, violonchelistas. De ahí saltaron, por interés personal, a un instrumento de una familia diferente, de construcción diferente, de sonido diferente, que exige tocarse con una técnica de arco diferente. Es el caso del primer gran nombre, el suizo August Wenzinger, fundador en 1933 de la Schola Cantorum Basiliensis, el prestigioso centro suizo en que enseña en la actualidad Paolo Pandolfo, el violagambista que acaba de visitarnos, y que estudió a su vez con Jordi Savall, también violonchelista en sus inicios y que fue un brillante discípulo de Wenzinger en Basilea. El otro nombre ineludible en la moderna genealogía de la viola da gamba es el del belga Wieland Kuijken, autodidacta en su inevitable trasvase desde el violonchelo y que ha formado a varias generaciones de instrumentistas hoy en activo. Sería difícil encontrar a un solo violagambista actual cuyos antecedentes no remitan en última instancia a uno u otro.

Paolo Pandolfo es un caso paradigmático de la pasión que suelen sentir los violagambistas por su instrumento. El entusiasmo con que habla de él (lo hizo en la entrevista en directo que le hizo Radio Clásica antes del concierto sobre el propio escenario de la Fundación Juan March) y el arrobamiento con que lo toca no tienen nada que ver con esos músicos que transmiten la desagradable sensación de estar hastiados de su profesión, y de sus instrumentos, que a veces se antojan yugos uncidos a su destino. El italiano lleva ya muchos años en la brega, pero la rutina no parece haber hecho aún mella en él. Es también, a su manera, un iconoclasta: practica con gusto la improvisación, un arte poco frecuentado por sus congéneres, y ha llegado a ofrecer conciertos completos en solitario y sin una sola partitura ni guión previo en el atril, dejándose llevar por la inspiración del momento; ha compuesto también obras para viola da gamba, librándola así de la condena de tener que ceñirse únicamente a la literatura nacida durante sus dos siglos escasos de esplendor; y ha hecho suyas partituras nacidas originalmente para otros instrumentos, como las Suites para violonchelo solo de Bach, que remozó en 2001 para poder adecuarlas a la viola da gamba, «tout un monde lointain, absent, presque défunt» (Baudelaire).

Toda transcripción implica cambios y Bach, consumado y contumaz maestro del género, fue el primero en saberlo. La primera infidelidad de Pandolfo es, lógicamente, a las tonalidades originales, que cambian en todas las Suites excepto en la Segunda y la Sexta (no casualmente, ambas en Re –menor y mayor– en el original). La afinación por cuartas de la viola da gamba, su mayor número de cuerdas con respecto al violonchelo (siete frente a cuatro), la diferente forma de su puente (más plano y ancho), el distinto modo de empuñar del arco: todas estas diferencias invitan a modificar todo aquello que implique una mejor adecuación al nuevo instrumento, y a Bach tampoco le dolieron prendas a la hora de modificar la tonalidad de una pieza preexistente cuando el nuevo medio así lo exigía o aconsejaba. La viola es, por naturaleza, y lo era mucho más en la primera mitad del siglo XVIII, un instrumento más proclive a la escritura polifónica que el violonchelo. Pandolfo lo sabe e incorpora polifonía allí donde antes no existía (casi siempre en frases secuenciales y en puntos cadenciales, siguiendo también el ejemplo del propio Bach en sus transcripciones para teclado o laúd), porque ahora esos bajos o esa escritura a dos voces sí que tienen razón de ser. En su recital en Madrid ofreció sólo cuatro movimientos de la Suite núm. 5, que él toca en Re menor (frente al Do menor original), la única que contiene un fugato en su Preludio, que Pandolfo supo entroncar en la obertura francesa, emparentándola así con otras piezas de su programa. Aun en pianissimo, una dinámica muy del gusto del músico italiano, la articulación es siempre audible y precisa, bien sea para deslindar notas ligadas y sueltas, bien para diferenciar notas largas y breves (sin un centímetro más de arco del necesario).

Pero la Suite de Bach, tocada en solitario, fue la excepción, ya que el principal atractivo del recital consistía en escuchar a dos violas da gamba en diálogo. La réplica se la daba su antigua alumna en la Schola Cantorum, la francesa Amélie Chemin, que ha aprendido la delicadeza y las buenas maneras de su maestro, aunque no acaba de abandonar del todo su condición de discípula y tiene tendencia a autorrelegarse a un segundo plano. La personalidad de Pandolfo es arrolladora y, aunque toca muy bien, Chemin no posee su técnica ni su sonido. Tampoco su sentido del humor, o su capacidad para la descripción musical, dos elementos imprescindibles de la música de Tobias Hume, cuyas piezas inauguraron el concierto. Soldado y violagambista –una aparente contradictio in terminis–, él mismo explicó cómo vivió tal dicotomía en el comienzo del prólogo de su primera colección impresa: «No estudio Elocuencia, ni profeso Música, aunque amo el Sentimiento y siento cariño por la Armonía: por ser mi Profesión, y haber sido mi Educación, las Armas, la única parte femenina de mí ha sido la Música; que en mí ha sido siempre Generosa, por no haber sido nunca Mercenario. Alabar la Música sería como decir que el Sol brilla»«I doe not studie Eloquence, or professe Musicke, although I doe love Sense, and affect Harmony: My Profession being, as my Education hath beene, Armes, the onely effeminate part of me, hath beene Musicke; which in mee hath beene alwayes Generous, because never Mercenarie. To prayse Musicke, were to say, the Sunne is bright».. Que en esta obra, aparecida en 1605, The First Part of Ayres, encontremos como encabezamiento de todas las páginas impares la leyenda (ausente en el largo título) «Musicall Humors» da una idea aproximada de su contenido. Pandolfo y Chemin recordaron en voz alta el título de cada una de las ocho piezas antes de tocarlas, quizá para resaltar así su carácter descriptivo, humorístico y programático avant la lettre, más que evidente en las que llevan por título Touch me lightly (Tócame levemente) o Tickle me quickly (Hazme cosquillas rápidamente). También la segunda colección, Captaine Humes Poeticall Musicke, dos años posterior, estuvo presente en esta selección inicial, brindando así a los intérpretes la posibilidad de, equiparándose casi al órgano, emular con sus violas trompetas y tambores, la confusión y el tumulto de la batalla o la retirada final de los soldados.

La delicadeza innata de la viola da gamba parecía pintiparada para el Barroco musical francés, tan amante del intimismo, el suave balanceo emocional y la ornamentación casi sin fin. Bien tocada, la viola da gamba es casi lo más parecido a la voz humana que puede producir un instrumento de cuerda, especialmente en su versión más dulce y susurrante. No por casualidad, las volutas de las violas da gamba suelen llevar esculpida una cabeza femenina, algo que no encontraremos jamás en un violonchelo. Hubo momentos del recital de Pandolfo y Chemin que exigían un auténtico esfuerzo de escucha, tan leve e inasible era la dinámica que producían sus instrumentos. Esto, viviendo en medio del ruido y la furia de las grandes ciudades, es un bálsamo que no puede rechazarse, por más que estemos más acostumbrados a intentar zafarnos de incómodos y estentóreos sonidos que nos agreden y toman nuestros oídos al asalto que a afanarnos por escuchar hilos sonoros casi transparentes como los que puede llegar a producir una viola da gamba. Así sucedió en muchos momentos (con la Sarabande a la cabeza) del decimotercer concierto de Les goûts réünis, de François Couperin, «á 2 instrumens à l’unison», como reza la partitura (sin mayor especificación, por lo que son muchos los que pueden arrogarse su interpretación). Únicamente un pero puede ponerse a la interpretación, que fue un dechado de delicadeza e idiomatismo: ese solo inicial inventado, perfectamente innecesario, a modo de introducción levemente new age, como si hiciera falta preparación alguna al Re inicial escrito por Couperin.

La viola da gamba llegó por primera vez al gran público gracias a la película Touts les matins du monde, de Alain Corneau, que contaba la relación entre Monsieur de Sainte-Colombe y su discípulo Marin Marais (encarnado por Gérard Depardieu). La música del segundo sonó en el anterior concierto del ciclo (un recital para viola da gamba y clave a cargo de Vittorio Ghielmi y su hermano Lorenzo) y la del primero lo hizo de la mano de Pandolfo y Chemin, que eligieron su Tombeau «Les Regrets», en el que alternan el dolor por la muerte (la razón de ser de todo tombeau, una de las piedras de toque de la música barroca francesa), la llamada de Caronte (Appel de Charon), las lágrimas (Les Pleurs, una pieza incluida en la banda sonora de la película) y la consoladora dicha final en el Elíseo (Joye des Élizées). Comodísimos de nuevo en este diálogo impregnado de disonancias lacerantes, y recreándose de nuevo en dinámicas que rozaron lo inaudible, Pandolfo y Chemin volvieron a dar muestras de su compenetración y de su afinidad con el nada fácil lenguaje musical del Barroco francés, que exige ornamentar con tanta profusión como tino, sin perder nunca el hilo ni la tersura del discurso musical. Sus instrumentos, un original francés de Nicolas Bertrand y una copia moderna de un modelo de Michel Colichon (uno de los más grandes luthiers franceses del siglo XVII), les facilitan también no poco las cosas.

Para cerrar su recital eligieron una rareza de Christoph Schaffrath, un dúo de factura y lenguaje preclásico que, como comentó Pandolfo en la entrevista previa al concierto, remite ya a los primeros cuartetos de Haydn. Se trata quizá de una afirmación excesiva, pero la inclusión de la obra de Schaffrath tuvo la virtud de mostrar, siquiera simbólicamente, que la viola da gamba logró sobrevivir fugazmente a sus décadas de esplendor, haciendo suyos elementos de los nuevos estilos. Con él, con Carl Friedrich Abel, con Carl Philipp Emanuel Bach, vivió sus últimos momentos de gloria antes de entrar en un largo letargo para volver a resurgir a comienzos del siglo XX como un superviviente más. Fuera de programa, concluido este guiño final, Pandolfo y Chemin interpretaron, con muy buen criterio, una Sarabande de Marin Marais.

Este ciclo de la Fundación Juan March concluirá el próximo día 28 con un recital en solitario con repertorio francoalemán del más conocido y mediático de los violagambistas de las últimas décadas: el catalán Jordi Savall. Es difícil reunir en cuatro conciertos a mejores intérpretes (el primero estuvo protagonizado por Concordia, un consort de violas británico), editar un programa más atractivo (con modélicas notas de Cristina Bordas, nuestra máxima autoridad en lo que a organología se refiere) y dar, con menos pinceladas, una idea más cabal del repertorio de este instrumento único. Sólo ha faltado, quizás, un pequeño guiño al repertorio italiano (Valente, Trabaci, Storace) y otro a las recercadas de nuestro Diego Ortiz. Pero esto son minucias en comparación con el diseño y el contenido de estos cuatro conciertos dedicados a un instrumento incomparable. En 1740, Hubert le Blanc publicó su Défense de la basse de viole contre les entreprises du violon et les prétentions du violoncel, un auténtico ajuste de cuentas con el violín («un alfeñique, un pigmeo»«un avorton, un Pygmée».) y el violonchelo (un «burro miserable, un cilicio, un pobre diablo»«misérable cancre, haire, et pauvre diable».) para reivindicar la primacía imposible de la viola da gamba. Pero el panfleto nacía fuera de tiempo y nada pudo hacer contra la inercia imparable de la selección natural, que ya había empezado a desterrar a la viola da gamba a la escombrera de la Historia. Y allí siguió hasta que, hace aproximadamente un siglo, resucitó de entre los muertos. Y ahora, gracias a ciclos como este, vuelve a habitar entre nosotros.

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