Buscar

El mundo al revés

image_pdfCrear PDF de este artículo.

La terminología musical se ha caracterizado desde hace siglos por la confusión: una misma forma o género que se denomina de dos maneras diferentes, o idéntico vocablo para referirse a dos realidades absolutamente distintas. Es lo que sucede, por ejemplo, con opéra comique, un sustantivo adjetivado que parece remitirnos de inmediato a una ópera de carácter cómico, pero de cuyo verdadero significado dudamos de inmediato cuando lo vemos asociado a tragedias tan incontrovertibles como la versión original de la Medée de Luigi Cherubini o, casi un siglo después, la Carmen de Georges Bizet. ¿Qué es, entonces, una opéra comique? En su día, en Francia, bastaba un elemento para convertir una obra musical escénica en una opéra comique: la ausencia de recitativos (definitorios, en cambio, de la tragédie lyrique) y su sustitución por diálogos hablados en francés. Los compositores conocían, por supuesto, cuáles eran las reglas de juego, especialmente estrictas en París, y actuaban en consecuencia: en la Opéra (que tuvo su sede entre 1821 y 1870 en la Salle Le Peletier) podía admirarse la grand opéra, hecha con medios ostentosos, sin escatimar gastos en la parafernalia escénica, y dirigida a las capas más altas de la sociedad; en el Théâtre Italien, del que llegó a ser director Gioachino Rossini, se representaban exclusivamente los títulos en italiano, y en él se estrenaron, por ejemplo, óperas de referencia como I puritani, de Vincenzo Bellini, o Marino Faliero y Don Pasquale, una tragedia lirica y un drama buffo, ambas de Gaetano Donizetti; la Opéra-Comique (su sede más habitual era la Salle Favart), en fin, daba también su nombre, casi por ósmosis, a los títulos que se representaban en ella, dirigidos a un público abiertamente más popular, que podía disfrutar con mayor facilidad de unas obras ligeras, con argumentos más sencillos, puestas en escena menos alambicadas y sobre todo, como ya se ha señalado, con extensos diálogos en la lengua vernácula, a la manera de nuestra zarzuela o de la opereta vienesa.

Fue en la Opéra-Comique, en concreto, en esta ocasión, en la Salle de la Bourse, donde se estrenó La Fille du régiment el 11 de febrero de 1840, pero pocos meses después, el 3 de octubre, llegó ya al Teatro alla Scala de Milán. Este tipo de trasvases no eran sencillos, pues exigían no sólo, por supuesto, un nuevo texto italiano (en este caso, una traducción muy libre de Calisto Bassi) e incluso una nueva ubicación espaciotemporal (aquí, la acción pasa de desarrollarse en el Tirol de comienzos del siglo XIX a suceder «nella Svizzera sul finire del 1700»), sino también la transformación de los diálogos hablados originales en recitativos cantados, ya que la tradición italiana requería música en todo momento, no sólo en arias, concertantes y coros. Y nada más revelador de hasta qué punto la obra, una vez traspasada la frontera, tenía que transformarse en un nuevo y remozado avatar que la frase que escribe Donizetti el 15 de agosto de 1840 a Antonio Dolci, un amigo bergamasco de la infancia: «Stò aggiustando, tagliando etc. la Fille du régiment per la Scala». Aparte de los diálogos, por ejemplo, también había de desaparecer otro de los elementos conformadores de la opéra comique sin ninguna raigambre en Italia, los llamados couplets, breves solos de carácter lírico dispuestos en dos estrofas paralelas, a veces incluso con una breve participación del coro después de cada una de ellas, como sucede en los que canta Marie en el primer acto, «Chacun le sait, chacun le dit» / «Il a gagné tant de combats», separados por una breve intervención coral, «Le régiment, en tout pays». La marquesa de Berkenfield cuenta también con sus propios couplets, justo al comienzo de la ópera, «Pour une femme de mon nom» / «Les Français, chacun me l’assure», que fueron eliminados por completo de la versión italiana, al igual que los que canta Tonio cerca del final de la obra, «Pour me rapprocher de Marie» / «Tout en tremblant, je viens, Madame», y que se compensaron con la adición de un aria tomada de otra ópera de Donizetti, Gianni di Calais. Los couplets estaban muy relacionados con la forma que adoptaba la tradicional romance francesa, que se vería transformada radicalmente por Giuseppe Verdi en las dos romanze que escribió para Violetta en los actos primero y tercero de La traviata («Ah! fors’è lui» y «Addio del passato»), una ópera ambientada en París.

Hector Berlioz no fue nada generoso con Donizetti y su nueva ópera en su extensa crítica publicada en el Journal des débats politiques et littéraires el 16 de febrero de 1840, cinco días después del estreno. El cómico comienzo de su diatriba no puede ser mejor: «¡Se jura terriblemente en esta obra! Pero es el estilo de la época. Hoy nuestros soldados muestran a veces muy buenas maneras; conocen más o menos la ortografía y sólo blasfeman en las grandes ocasiones. […] Ya basta de estética militar. ¡¡Estética!! ¡Me gustaría ver fusilado al pedante que haya inventado esta palabra!»«On jure terriblement dans cette pièce! Mais c’est le style du temps. Aujourd’hui nos soldats ont parfois de très bonnes manières; ils savent à peu près l’orthographe, et ne blasphèment que dans les grandes occasions. […] Assez d’esthétique militaire. – Esthétique! Je voudrais bien voir fusiller le cuistre qui a inventé ce mot-là!» . Pero el humor da paso enseguida a la envidia y a las invectivas personales: «La música de esta obra ya se ha oído en Italia, al menos en gran parte; es la de una pequeña ópera imitada o traducida de Le chalet, del Sr. Adam, y a cuyo éxito el Sr. Donizetti no concedía probablemente más que una pequeña importancia. Es una de esas cosas como las que pueden escribirse varias docenas al año cuando se tiene la cabeza amueblada y la mano ligera. El autor de Lucia y de Anna Bolena se equivoca al dejar que se represente en el teatro de la Bolsa una producción tan pobre en un momento en el que la atención del público aficionado va a concentrarse en la que prepara sin escatimar gastos la Opéra [en referencia a Les martyrs«La musique de cette pièce a déjà été entendue en Italie, du moins en grande partie: c’est celle d’un petit opéra imité ou traduit du Chalet de M. Adam, et au succès duquel M. Donizetti n’attachait probablement qu’une très mince importance. C’est une de ces choses comme on en peut écrire deux douzaines par an, quand on a la tête meublée et la main légère. L’auteur de Lucia et d’Anna Bolena a eu tort de laisser représenter au théâtre de la Bourse une aussi faible production, au moment où l’attention du public dilettante va se concentrer sur celle que prépare à grands frais l’Opéra».. La acusación de haber plagiado Le chalet, de Adolphe Adam, carecía de todo fundamento, y así se apresuró rápidamente a aclararlo Donizetti tanto pública como privadamente: escribió al director de Débats el mismo día de la publicación de la invectiva del autor de Les Troyens que «las dos óperas que él [Berlioz] cita no tienen ninguna pieza en común entre ellas; séame permitido afirmar, por mi parte, que las piezas que integran La Fille du Régiment han sido todas escritas expresamente para el teatro de la Opéra-Comique y que ninguna de ellas ha figurado en partitura alguna»«les deux opéras qu’il cite n’ont aucuns morceaux communs entre eux; qu’il me soit permis d’affirmer, à mon tour, que les morceaux qui composent la Fille du Régiment sont tous écrits èxpres pour le théâtre de l’Opéra-Comique, et que pas un d’eux n’a figuré dans partition quelconque».; y en una carta dirigida cuatro días después a su amigo Innocenzo Giampieri le decía: «Has leído el Débats? ¿Berlioz? Pobre hombre… Ha hecho una ópera, le silbaron, escribe sinfonías y le silban, hace artículos… se ríen… y todo el mundo se ríe y le silba, yo sólo siento compasión por él… tiene razón… debe vengarse»«Leggesti il Débats? Berlioz? Pover uomo… ha fatto un’opera, fu fischiata, fa delle sinfonie e si fischia, fa degli articoli… si ride… e tutti ridono e tutti fischiano, io solo lo compiango… ha ragione… debe vendicarsi…».

Pero detrás de la crítica de Berlioz se esconden, por encima de todo, un rechazo estilístico y un anhelo nacionalista. Él preconizaba la modernidad, la ruptura con la tradición, y en Donizetti encontraba todo lo contrario: «La partitura de la Fille du Régiment es enteramente de esas que ni el autor ni el público se toman en serio. Hay armonía, melodía, efectos de ritmo, combinaciones instrumentales y vocales; es música, si se quiere, pero no música nueva. La orquesta se consume en ruidos inútiles, las reminiscencias más heterogéneas chocan entre sí en la misma escena, encontramos el estilo del Sr. Adam codo con codo con el del Sr. Meyerbeer»«La partition de la Fille du Régiment est donc tout-à-fait de celles que ni l’auteur ni le public ne prennent au sérieux. Il y a de l’harmonie, de la mélodie, des effets de rhythme, des combinaisons instrumentales et vocales; c’est de la musique, si l’on veut, mais non pas de la musique nouvelle. L’orchestre se consume en bruits inutiles, les réminiscences les plus hétérogènes se heurtent dans la mâme scène, on retrouve le style de M. Adam côté à côté avec celui de M. Meyerbeer».. Y, para colmo, un italiano había pasado a acaparar todos los ámbitos de la perfectamente compartimentada escena parisiense: «¡Vaya, dos grandes partituras a la Opéra, les Martyrs [la versión francesa de Poliuto] y le Duc d’Albe! ¡Otras dos en el [Théâtre de la] Renaissance, Lucie di Lammermoor y l’Ange de Nisida [la versión primitiva de La favorite]! ¡Dos en la Opéra-Comique, la Fille du Régiment y otra cuyo título no se conoce, y otra más aún para el Théâtre-Italien, habrían sido escritas o transcritas en un año por el mismo autor! El Sr. Donizetti parece tratarnos como un país conquistado: es una auténtica guerra de invasión. Ya no podemos hablar de los teatros líricos de París, sino únicamente de los teatros líricos del Sr. Donizetti»«Quoi, deux grandes partitions à l’Opéra, les Martyrs et le Duc d’Albe, deux autres à la Renaissance, Lucie de Lammermoor et l’ange de Nisida! deux à l’Opéra-Comique, La Fille du régiment et une autre dont le titre n’est pas connu, et encore une autre pour le Théâtre-Italien auront été écrites ou transcrites en un an par le même auteur! M. Donizetti a l’air de nous traiter en pays conquis, c’est une véritable guerre d’invasion. On ne peut plus dire: les théâtres lyriques de Paris, mais seulement: les théâtres lyriques de M. Donizetti».. Pese a los esfuerzos de Berlioz en sentido contrario, La Fille du régiment fue un gran éxito en París desde el día mismo de su estreno y se representó en nada menos que cincuenta y cinco ocasiones hasta 1841.

Los fervorosos arranques nacionalistas invaden ahora otros foros, no los teatros de ópera, y La Fille du régiment se encuentra felizmente instalada en los escenarios de todo el mundo, a pesar de su liviano argumento, de la nula evolución psicológica de sus personajes y de una música en la que conviven la mejor inspiración belcantista y la previsible chundarata militarista. En su favor juegan la comicidad de la trama y la fama de algunos de sus números: «Salut à la France», por ejemplo, se convirtió casi en el himno patriótico francés por excelencia durante la época del Segundo Imperio. Tampoco es un título muy generoso con los cantantes y tan solo los dos protagonistas, Marie y Tonio, pueden lucirse verdaderamente, aunque tienen que aprovechar muy bien las contadas oportunidades que les reserva para ello Donizetti. Con una puesta en escena poco imaginativa, la ópera difícilmente traspasará los niveles de un amable y pronto olvidable divertimento, pero Laurent Pelly, en una de las producciones más renombradas y repuestas de los últimos años (financiada al alimón por tres grandes teatros: la Royal Opera House de Londres, el Metropolitan de Nueva York y la Staatsoper de Viena), ha conseguido dar forma a un producto teatral perfecto, en el que todo encaja y cobra sentido. En una ópera en la que vemos casi constantemente en escena a militares y aristócratas, Pelly ha visto con tino la posibilidad de, manteniéndose fiel al ramal principal del argumento (el enamoramiento de Marie y Tonio), lanzar delicadas pullas, siempre envueltas en humor, contra el ejército (en cuanto colectivo que actúa siempre a una, dominado por la cadena de mando y un pozo en el que se ahoga sin remedio toda individualidad) y, sobre todo, contra la nobleza, aquí presentada como una clase ridícula, ajada, físicamente temblorosa, acartonada, despectiva de lo ajeno, apegada a convenciones seculares e instalada de lleno en la falsedad: la marquesa de Berkenfield ha ocultado durante años, por ejemplo, que Marie era su propia hija, fruto de un desliz juvenil convenientemente tapado. Pero Pelly no es nunca burdo, ni pinta su crítica con trazo grueso, sino siempre con perfiles sutiles, y estas críticas van vertiéndose en pequeños detalles, casi siempre leves apuntes visuales (la escenografía, construida enteramente a partir de mapas de aquella vieja Europa, es extraordinaria) que actúan como condimento y sazón, sin perturbarla ni retorcerla, de la insulsa trama principal.

Su planteamiento requiere, eso sí, grandes actores que sepan plasmar esa comicidad y despertar las risas del público. Aleksandra Kurzak tiene el físico perfecto para hacer de la chica-chicazo adoptada desde que era un bebé ilegítimo por el 21º regimiento: se mueve con agilidad, tiene un cuerpo dúctil y transmite entusiasmo y naturalidad en escena. Como actriz, tiene limitaciones, pero en general su Marie irradia frescura y simpatía, sin llegar a los extremos de absoluta simbiosis y empatía con el personaje que desprendía Natalie Dessay, la soprano francesa para la que Pelly ideó originalmente su visión del papel y que era la anunciada originalmente para encarnarlo también en Madrid después de haber triunfado con él en varios teatros, un proyecto truncado por su reciente decisión de retirarse de los escenarios operísticos. El tenor mexicano Javier Camarena ocupa el lugar de quien fuera el compañero habitual de Dessay en esta producción, Juan Diego Flórez, uno de los cantantes de absoluta referencia en el repertorio belcantista. Teatralmente, Camarena resulta más cercano que Flórez, siempre algo envarado sobre el escenario, pero sus aptitudes como actor son igualmente limitadas: se deja querer gracias a su aspecto bonachón y su sonrisa franca, pero su gestualidad facial y corporal no presenta demasiados registros, ni tampoco muy variados. Pietro Spagnoli es, en cambio, un barítono muy habituado al repertorio buffo y su composición del sargento Sulpice fue magnífica y a ratos casi virtuosística, con el único pero de un dejo quizás excesivamente italianizante. También la contralto polaca Ewa Podle?, a pesar del dramatismo innato de su voz y de su mayor familiaridad con otro tipo de papeles, supo imprimir a la marquesa de Berkenfield las dosis de humor, humanidad y, al final de la ópera, compasión justas, aunque la visión de Pelly admite forzar aún más el lado risible del personaje. Cuesta comprender, en fin, qué pintaba Ángela Molina en una producción así. Su papel de la duquesa de Crakentorp –tan solo hablado– es muy breve, pero bien comprendido y ejecutado (como hizo una admirable Dawn French en el Covent Garden) puede desatar la hilaridad del público, cosa que ciertamente no ha sucedido en el Teatro Real. La vis cómica de la actriz madrileña es, a tenor de lo visto, nula y la conjunción de un francés deplorable, movimientos torpes y una voz impostada sin ninguna gracia se tradujeron en un naufragio estrepitoso. Lástima que no actuara la originalmente anunciada Carmen Maura, que sí parecía, al menos sobre el papel, una elección perfecta para este papel.

Vocalmente, como ya se ha apuntado, gran parte del peso recae sobre la soprano y el tenor. Kurzak es una cantante sólida, con un hermoso timbre en el registro central que va estrangulándose progresivamente a medida que va ascendiendo hacia el agudo, donde su expresividad tiende a volverse también algo más superficial y donde tiende a incurrir en leves desafinaciones. Lo que mejor cantó fue el que es también probablemente el momento musicalmente más inspirado de la obra, la romance «Il faut partir!», con su melancólica tonalidad de Fa menor y su parte obbligato para corno inglés. En la lección de canto del inicio del segundo acto desafinó y gesticuló con gracia, y la sensación general que transmitió es que le faltan sólo dar una o dos vueltas más a su técnica y a su expresividad para situarse al nivel de las más grandes. A Javier Camarena le sucede todo lo contrario que a ella, ya que su voz va ganando en redondez y en esmalte según va escalando hasta ese Do sobreagudo que es la piedra de toque de todos los tenores, especialmente de los belcantistas. Donizetti escribió nada menos que nueve casi de corrido para el personaje de Tonio en «Pour mon âme», que el mexicano solventó con la misma facilidad que si se encontraran una octava más abajo: todo el público espera este insólito carrusel de agudos (Donizetti los escribe muy bien, utilizando el Do de la octava inferior a modo de trampolín antes del gran salto a la estratosfera) y el público lo aplaudió largamente tras su interpretación. Pero Camarena estuvo aún mejor en su romance del segundo acto, «Pour me rapprocher de Marie», donde tiene que dar un Do sostenido que volvió a emitir como si las dificultades y la extrema tensión vocal inherentes a esa nota no fueran con él.

A Ewa Podle? le bastaron su imponente timbre de verdadera contralto (la voz afronta ya su curva descendente) y sus enormes tablas para dar entidad a su papel. Aunque este no es su repertorio natural, ni por temperamento ni por voz, cantó bien sus solos y estuvo algo reservona en los concertantes, donde apenas se la oyó. A Pietro Spagnoli también le sobran tablas para sortear las dificultades no muy grandes del papel de Sulpice y los mayores peros (extensibles a casi la totalidad del reparto, exceptuada quizá Kurzak) deben dirigirse  a su dicción francesa: con tantos diálogos, y teniendo además que introducir inflexiones cómicas, los cantantes no franceses –y no había uno solo en todo el reparto– quedan terriblemente expuestos a las carencias de su pronunciación o de su falta de fluidez. Isaac Galán, por último, fue un Hortensius correcto en lo vocal y muy poco eficaz en la faceta cómica, dejando pasar por alto las oportunidades que le brinda Pelly para hacer reír al respetable. La dirección musical del conjunto corrió a cargo del veterano Bruno Campanella, perfecto conocedor de este repertorio y, muy en concreto, de esta ópera, que lleva dirigiendo regularmente (tanto la versión original francesa como la adaptación italiana) poco menos que media vida. Era ya él, por ejemplo, quien hace más de un cuarto de siglo, en 1986, dirigió a Alfredo Kraus y June Anderson en una histórica serie de representaciones de La Fille en la Opéra-Comique de París, el lugar donde todo empezó en 1840. Campanella deja cantar, lleva la obra con buen pulso teatral y, sin entrar en mayores honduras, da el protagonismo justo a la orquesta, que tuvo un comienzo muy desafortunado en la obertura, pero que luego fue entonándose y participando cada vez más del festín general. No fue el Donizetti perlado y colorista del Don Pasquale dirigido en este mismo teatro con mano maestra por Riccardo Muti, pero la partitura de La Fille du régiment da de sí lo que da de sí y Campanella, que conoce esta producción como la palma de su mano, fue también en gran medida responsable del sonoro y justísimo triunfo final.

En las últimas temporadas se ha padecido mucho en el Teatro Real, por donde han desfilado hueras y caprichosas invenciones posmodernas, como The Indian Queen;  estrenos anodinos e insignificantes, como los de The Perfect American y Brokeback Mountain; montajes demenciales, como un Alceste venático o unos Contes d’Hoffmann disparatados; obras maestras desfiguradas, como un Macbeth a ratos risible, un Don Giovanni del que resultaba imposible salvar una sola idea escénica o musical, un Wozzeck desnortado o un Lohengrin plano y oscurantista. De Donizetti se vio un L’elisir d’amore amacarrado y la presente temporada se ha abierto con unas Nozze di Figaro verdaderamente soporíferas. Es curioso que haya habido que esperar a un título muy menor como La Fille du régiment para poder disfrutar de un espectáculo en el que todas las piezas, por fin, encajasen: un reparto elegido con criterio (salvo el referido borrón, si bien en un papel irrelevante, de Ángela Molina); una dirección musical más que solvente; una dirección escénica imaginativa y plagada de destellos de ingenio y sabiduría teatral. El público tenía ganas de aplaudir y lo hizo largamente no sólo al final de la representación, sino también después de varias de las arias. Aparcado por fin el discurso monocorde de la ópera como implacable herramienta hermenéutica de la realidad actual y de los montajes «para personas inteligentes» (como advirtió Gerard Mortier que sería el Macbeth doméstico de Dmitri Tcherniakov, y que luego resultó ser un torpe experimento con gaseosa), hemos asistido por fin a una reivindicación del género como puro entretenimiento –un sofisticado entretenimiento– y como diversión de altos vuelos, lo que quedó reflejado en las caras de satisfacción de la mayoría de los espectadores al final de la representación. De las grandes obras maestras salimos en su día cabizbajos y vacíos, cuando no abiertamente enfadados. De esta amable e intrascendente comedia lo hemos hecho, en cambio, contentos y satisfechos, con un espectador exclamando audiblemente al final «¡A ver si sigue por fin la racha!» y con otro silbando la pegadiza melodía de «Salut à la France» mientras se alejaba sonriente por la calle Bailén. El mundo al revés.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

13 '
0

Compartir

También de interés.

Museos nacionales o monumentos personales

«Los museos son instituciones culturales relativamente recientes que surgen en el momento en que…