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Terra incognita

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Moritz von Schwind,

Hasta que Otto Erich Deutsch publicó su catálogo temático de las obras de Franz Schubert en 1951 no resultaba nada fácil abrirse camino entre la jungla de composiciones del músico austríaco, muchas de ellas publicadas de forma póstuma. Por inconcebible que parezca, en sus treinta y un años de vida nos dejó casi un millar de obras, en todos los géneros conocidos, de pequeños valses a grandes misas, de marchas a óperas, de canciones a sinfonías, de sonatas a octetos: nada parecía serle ajeno a un creador que nunca se arredró ni ante el escaso favor editorial (su opus 1, el Lied Erlkönig, no visitó la imprenta hasta 1821, cuando, según el catálogo de Deutsch, llevaba ya compuestas 328 obras) ni la muy reducida repercusión de su trabajo: el 26 de marzo de 1828 –el año de su muerte y el día exacto en que se conmemoraba el primer aniversario del fallecimiento de Beethoven– se celebró en la Musikverein vienesa, por ejemplo, el primer y único concierto público dedicado íntegramente a obras de Schubert en vida del músico. Tan increíbles resultan, por tanto, la magnitud de sus logros en un periplo vital tan efímero como el insólito desconocimiento que de aquéllos tuvieron sus contemporáneos. Si su conciudadano y coetáneo Ludwig van Beethoven –su ídolo, por el que sentía una admiración sin límites y un respeto reverencial– hubiera muerto a la edad de Schubert, no conoceríamos ninguna de sus sinfonías a partir de la «Heroica», sus cuartetos de cuerda se limitarían a los seis de la op. 18, no existirían la mitad de sus sonatas para piano, ni su ópera Fidelio, ni sus misas, ni la mitad de sus tríos con piano, etcétera. El joven y casi siempre preterido Schubert consiguió, en cambio, no sólo seguir la estela del mayor genio musical de su tiempo, sino equipararse a él e incluso, como hizo claramente en el ámbito del Lied, superarlo con creces.

Hojear despreocupadamente las setecientas doce páginas del extraordinario catálogo de las obras completas de Schubert compilado por Deutsch –reimpreso en 1978, tras su muerte, en una edición revisada y ampliada– sirve para darse cuenta de la proeza sin parangón de este hombre atormentado y de salud quebradiza, pero también para constatar cuántas de sus obras maestras (que deben de cifrarse, sin exageraciones, en no menos de un tercio de su producción) apenas se interpretan. El mundo musical clásico es irremediablemente conservador y su programación se ve sometida a múltiples filtros, cada uno más empequeñecedor que el anterior, como una serie de embudos encajados que redujeran progresiva y dolorosamente el inmenso caudal inicial a un fino hilillo de agua. De entrada, los conciertos suelen olvidarse, grosso modo, de las músicas anteriores a Bach y posteriores al primer Stravinsky, que suelen quedar confinadas en sus respectivos guetos más o menos especializados. De esta selección se prescinde a su vez con frecuencia de ambos extremos, con un lapso temporal que acaba extendiéndose únicamente de Haydn y Mozart a Brahms y Mahler. Y del puñado de grandes compositores nacidos en esa franja se interpretan una y otra vez, machaconamente, las mismas piezas, las mismas sinfonías, las mismas sonatas, las mismas óperas, los mismos cuartetos, desdeñando obras que, por uno u otro motivo, no se ajustan a la moderna vida concertística, o a la imagen que los programadores han ido forjando de ella. Así pues, y salvo en los festivales o series que les dan cobijo de manera casi monográfica, la música antigua y la contemporánea quedan fuera de los conciertos habituales. Y quien quiera escuchar las obras menos frecuentadas o canónicas de Bach, Haydn, Beethoven, Schubert o Brahms –sí, de los más grandes– habrá de conformarse normalmente con hacerlo en casa, escuchando un disco o conectándose a Spotify, que cuenta entre sus virtudes la de democratizar todo el repertorio. No tiene ningún sentido que un buen aficionado, a lo largo de, digamos, un par de décadas de asistencia regular a conciertos, haya escuchado en numerosas ocasiones las sinfonías de Beethoven o los conciertos para piano de Brahms y, sin embargo, no haya oído jamás probablemente en directo un motete de Guillaume Du Fay, una misa de Josquin Desprez, un madrigal de Cipriano de Rore, San Francisco Polyphony de György Ligeti o –retomemos el hilo– una sola de las obras para piano a cuatro manos de Franz Schubert.

Todo lo no convencional suele estar penalizado en el mundo de la música clásica y queda arrumbado en el olvido. Tampoco son frecuentes los experimentos, es decir, la programación de un concierto confeccionado desde un punto de vista diferente. Esto parecía ser lo que anunciaba hace unos meses el avance del ciclo de Grandes Intérpretes (que, en su caso, se circunscribe casi sin excepción a grandes pianistas) que organiza la revista Scherzo cuando, en lugar del solitario recital de piano, proponía una velada compartida por el alemán Andreas Staier al clave y Alexander Melnikov al piano. La mención de dos instrumentos –diferentes e incompatibles en una ejecución simultánea– apuntaba a que iban a ofrecer un concierto en el que convivirían, alternadamente, sendas selecciones de El clave bien temperado de Bach y los Preludios y fugas, op. 87 de Shostakóvich, dos colecciones separadas por más de dos siglos pero hermanadas por idéntico principio constructivo: una sucesión de veinticuatro preludios y fugas en todas las tonalidades mayores y menores. Andreas Staier y Alexander Melnikov son dos intérpretes señeros de una y otra obra, por lo que la velada se presentía sumamente interesante y, sobre todo, distinta. En los anuncios previos al concierto, sin embargo, el clave de Staier ya había desaparecido y, por motivos sobre los que no se informaba en el programa, el concierto pasaba a ser un recital a cuatro manos de ambos instrumentistas dedicado monográficamente a Franz Schubert. Todo hacía pensar que se trataría, eso sí, de un recital con un piano histórico contemporáneo del austríaco, ya que tanto Staier como Melnikov son dos destacadísimos adalides de tocar las obras que acometen con los instrumentos de tecla que los vieron nacer y no con los modernos artefactos actuales. La segunda sorpresa vino al ver únicamente sobre el escenario de la sala sinfónica del Auditorio Nacional un flamante Steinway. Bien es verdad que una sala de estas dimensiones se aviene mal, o muy mal, con la dinámica mucho más intimista de un piano de la década de 1820, a años luz de poseer la envergadura y la potencia sonora que puede producir un piano de cola actual, pero resultaba extraño ver justamente a estos dos intérpretes (los pianistas al uso suelen rehuir por regla general los instrumentos de época, que reclaman una pulsación muy diferente) tocando música de Schubert en un instrumento tan ahistórico como un Steinway gran cola. No obstante, su talante historicista quedó demostrado en otros muchos detalles, como su minucioso respeto por todas y cada una de las repeticiones (lo que permitió lucirse, por cierto, a la extremadamente competente pasapáginas debido al constante ir y venir de las páginas de la partitura atrás y adelante).

Por fortuna, a poco de empezar el concierto, el cambio de programa y la elección de instrumento quedaron relegados a un segundo plano. El recital se convirtió para muchos en una invitación a adentrarse en una auténtica terra incognita: música del mejor Schubert, compuesta entre sus dos grandes ciclos de Lieder, Die schöne Müllerin y Winterreise, completamente desconocida para la mayoría de los presentes en la sala, servida por dos intérpretes fuera de serie, ambos con credenciales schubertianas más que demostradas. En la primera parte, Melnikov se situó en los agudos y Staier en los graves, primo y secondo, respectivamente, en la terminología italiana utilizada habitualmente en las partituras. Después del descanso se invirtieron las posiciones y fue entonces cuando pudo constatarse que el dúo sonaba más equilibrado, más homogéneo, más creativo incluso, cuando el alemán se encargaba de los bajos y de los pedales, ejerciendo con ello de sostén de todo el conjunto. Con una gran parte de su carrera dedicada al clave y al Barroco, Staier es un músico esencialmente flexible, y eso deja también su huella en la interpretación de otros repertorios. Melnikov es un todoterreno y un dechado de talento natural, capaz de tocar Mozart a la perfección al fortepiano y deslumbrar en todos los repertorios posteriores –solo o en compañía de Isabelle Faust y Jean-Guihen Queyras, sus dos compañeros habituales en las frecuentes incursiones camerísticas del ruso–, pero tocó mejor cuando era Staier quien se encontraba al mando de la sala de máquinas: la veteranía es un grado.

El programa, confeccionado con tiralíneas, parecía haber sido también responsabilidad de Staier, que a sus buenísimos dedos une una cabeza muy bien amueblada y una cultura musical excepcional. En la primera parte, varias piezas breves, marcadamente contrastantes (dos marchas, cuatro Ländler y una polonesa), culminaban en la última de las composiciones para piano a cuatro manos de Schubert, el Rondó, D. 951, coetáneo de las tres grandes sonatas para piano que vieron también la luz en el verano de 1828. El título no debe llamar a engaño, porque su indicación de tempo (Allegretto quasi Andantino) y sus dimensiones (trescientos diez compases) hacen de él una obra de considerable envergadura y con todos los signos distintivos del Schubert testamentario. Otro tanto puede decirse de la pieza que lo precedía, el segundo de los tres movimientos (un tema con variaciones marcado, y aquí se entrevé la conexión buscada por Staier, Andantino) de un Divertissement sur des motifs originaux français publicado en 1827. Por error debía de figurar en el programa de mano como última obra de la primera parte el colosal Allegro, D. 947 (conocido con el sobrenombre de «Lebensstürme» [«Tormentas de la vida»], que le dio el editor Anton Diabelli cuando lo publicó póstumamente en 1840), pero ni se tocó ni parecía haber hueco para él después de un bloque de obras suficientemente denso por sí mismo.

En la segunda parte sonó otra de las joyas desconocidas de este repertorio: una serie de ocho variaciones sobre un tema original compuestas en el verano de 1824. Para terminar, el péndulo volvió a desplazarse por última vez hasta 1828, un annus terribilis por la muerte prematura del genio, a la vez que annus mirabilis por haber visto nacer una sucesión de obras maestras virtualmente inagotable en el plazo de unos pocos meses, un caso de concentración de creatividad y espíritu visionario probablemente sin igual en toda la cultura occidental. Y la obra elegida no podía ser otra que la Fantasía en Fa menor, D. 940, escrita bajo presupuestos similares a los de la Fantasía «Wanderer» para piano solo, es decir, una página sin cesuras que esconde en realidad cuatro movimientos interconectados que hacen las veces de Allegro inicial (aunque molto moderato, especifica Schubert), movimiento lento, scherzo y allegro final, con un importante episodio fugado. No hay, ni Fa menor parece ser una tonalidad que lo permita, el aire indómito ni se necesita para tocarla la resistencia física casi hercúlea que exige la «Wanderer», aunque ambas Fantasías son como anverso y reverso de la misma moneda, que vienen a representar al Schubert sano, antes de que contrajera la sífilis, y en la cima de sus poderes, en modo mayor, versus el hombre enfermo que se sabía cercano a la muerte y que compone quizá cada nueva obra como si pudiera ser la última, en un irremediable modo menor. Pero la Fantasía en Fa menor es también deudora de obras posteriores, como la Sinfonía en Do mayor y el ciclo de canciones Winterreise, especialmente de canciones como «Gute Nacht» y «Der Wegweiser», con ese pulso rítmico repetido regularmente al comienzo de todas ellas que les brinda su carácter procesional y, sobre todo, en el caso de la Fantasía, con el constante juego de contraposiciones entre modo mayor y modo menor. El espíritu del caminante errabundo y herido de muerte de Winterreise planea sobre toda la obra, pero lo hace muy especialmente en la coda final, donde después de uno de esos ominosos silencios schubertianos, dieciséis compases memorables parecen simbolizar como pocos el trágico final del compositor. Staier y Melnikov lo saben y el acorde conclusivo –dos redondas– se prolongó, simbólicamente, lo indecible.

Todas las obras del programa, por trascendente que nos resulte su contenido, nacieron originalmente como Hausmusik, piezas para consumo doméstico en veladas amistosas como aquellas en que sonó por primera vez buena parte de la producción instrumental y vocal schubertiana de pequeño formato. Moritz von Schwind dibujó retrospectivamente una de aquellas schubertiadas y en el cuadro que ocupa ostensiblemente el centro de la pared de la sala se encuentra retratada la condesa Karoline Esterházy, que sería precisamente la dedicataria de la edición póstuma de la Fantasía en Fa menor en marzo de 1829. De hecho, es posible que varias de las obras para piano a cuatro manos de Schubert (con seguridad, las Variations D. 813 y la Sonata D. 812, publicada como Grand Duo con una dedicatoria a otra mujer, Clara Wieck, en 1837 y no incluida en el programa de este concierto) tuvieran como primeras destinatarias a Karoline y su hermana Marie, a las que dio clases el compositor en el verano de 1824 en su residencia familiar de Zseliz.

El último Schubert se presta a los excesos, a un cierto desafuero emocional que ponga el dedo en la llaga de sus pasajes más dramáticos. Staier y Melnikov optaron, en cambio, por no cargar las tintas, por mantener en todo momento la contención expresiva, por mantener el equilibrio perfecto de sencillez y profundidad, huyendo de toda aproximación metronómica y dejando que la soberbia arquitectura de la música y su carga emocional fueran impregnando poco a poco al público, cuyo interés iba creciendo de manera ostensible según iba avanzando este recital de obras tan poco familiares. En esencia, muchos podían reconocer claramente las coordenadas del último Schubert, pero en recipientes diferentes de los habituales. En este ciclo de Grandes Intérpretes se ha programado en numerosas ocasiones, por ejemplo, la Sonata en Si bemol mayor, D. 960, pero era probablemente la primera vez después de diecinueve años que podían escucharse muchas de las piezas seleccionadas por Staier y Melnikov. Este último parecía menos acostumbrado a esta manera de hacer música al alimón y con una cercanía física extrema: bastaba verlo en la primera parte con su pie derecho literalmente enroscado en torno a una de las patas de la banqueta a fin de evitar el movimiento automatizado de todo pianista para llevarlo instintivamente al pedal (responsabilidad en esta primera parte, como ya se apuntó, de Andreas Staier). Ambos eligieron banquetas diferentes y los dos poseen también técnicas ostensiblemente diversas: uno se crió en la escuela soviética y el otro empezó su carrera, como se explicó aquí hace unos meses, en el mundo del clave como integrante del grupo Musica Antiqua Köln. Pero justamente en esta unión de cuasicontrarios radica el principal atractivo del repertorio para piano a cuatro manos: dos personalidades distintas, como las parejas formadas en su día al calor de este formidable repertorio schubertiano por Emil Gilels y su hija Elena, Benjamin Britten y Sviatoslav Richter, Murray Perahia y Radu Lupu, Evgeny Kissin y James Levine, o Daniel Barenboim y, de nuevo, Radu Lupu, compartiendo el mismo teclado, aunando técnicas y voluntades para hacer justicia a una música que trasciende con mucho su finalidad primera: en Schubert, la ontología acaba siempre desplazando a la teleología.

A tenor de lo escuchado en Madrid, la extraña pareja formada por Andreas Staier y Alexander Melnikov se merece entrar a formar parte de la lista de ilustres pianistas que han decidido no desdeñar una parcela del repertorio de Franz Schubert sumida casi siempre en el olvido. Al final, el público apludió de verdad, con ganas, y con gratitud, no por cortesía, y consiguió arañar una pieza fuera de programa. Era lógico pensar que se decantarían por otra pieza corta de Schubert, o por uno de los movimientos de la citada Sonata D. 812 o, mejor aún, del Divertissement à l’hongroise, D. 818 (una obra por la que sentía debilidad Charles Rosen), pero, también aquí, debió de imponerse el criterio de Andreas Staier, cuyo corazón musical se halla dividido al cincuenta por ciento entre Johann Sebastian Bach y Robert Schumann. Por eso tocaron otra rareza, otra incursión en territorio desconocido, en terra incognita: el cuarto de los Bilder aus Osten (Imágenes de Oriente), op. 66 de Schumann, una deliciosa miniatura que fue con seguridad, asimismo, una absoluta novedad para casi todos los congregados en el Auditorio Nacional y que dejó la agradable sensación de que, veinte años después de su muerte, la semilla de Schubert había prendido en buena tierra.

¿Dónde podría haber llegado Schubert si, con treinta y un años, era capaz de componer música como la escuchada en este concierto? Es imposible saberlo, pero seamos justos con lo que sí hizo, olvidándonos de lo que podría haber hecho, y acojamos con asiduidad en nuestra vida musical a estas obras maestras prácticamente desconocidas para el público. De nada vale admirar y comulgar con el hermoso epitafio que Franz Grillparzer ideó para la tumba de Schubert («El arte de la música enterró aquí una rica posesión, pero aún más hermosas esperanzas»«Die Tonkunst begrub hier einen reichen Besitz aber noch viel schönere Hoffnungen».) si seguimos escuchando machaconamente, una y otra vez, los mismos Lieder, las mismas sonatas, los mismos cuartetos, y desdeñamos maravillas como las que acaban de regalarnos Andreas Staier y Alexander Melnikov. La sala sinfónica del Auditorio Nacional registró una muy pobre entrada, con un aspecto mucho más desangelado de lo que es habitual en este ciclo, con centenares de butacas vacías, un síntoma inequívoco de que aún queda mucho, muchísimo por hacer.

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Ficha técnica

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