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El mensaje del médium

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En los primeros días de septiembre de 1922, André Breton, acompañado por el poeta Robert Desnos, se enfrentó a dos magnetizadores que practicaban sus artes en una de las ferias periféricas que tanto le gustaba frecuentar. Dos semanas después de haber puesto en evidencia a esos charlatanes, los profesores Donato y Bénévol, Breton se deja arrastrar por René Crevel, pese a que este escritor de veintidós años mostraba ya su adherencia a Tristan Tzara en la disputa que separaría a los dadaístas del grupo bretoniano. Crevel acababa de tener «un comienzo de iniciación espiritista» después de que una amiga de temperamento histérico lo hubiera llevado al gabinete de una cierta Madame Dante, quien, viendo en el joven indudables dotes de médium, le enseñó a desarrollarlas. Breton desconfía, pero acepta organizar una sesión de «adormecimientos provocados» en su domicilio-oficina de la rue Fontaine, a la que seguiría otra el 25 de ese mismo mes, en la que participan, junto al propio Breton y su mujer, Simona Kahn, Man Ray, acompañado de su musa y modelo Kiki de Montparnasse, Max Morise y otras figuras centrales del movimiento naciente, aunque todavía carente de manifiesto fundacional.

Aquella segunda jornada de septiembre, mientras que Éluard, Max Ernst y Breton no experimentan el efecto hipnótico, Crevel y Benjamin Péret hablan dormidos, y Desnos, que se tenía a sí mismo por el más incrédulo de todos, se revela como autómata inspirado, enunciando, escribiendo y dibujando en trance. Y fue tal la elocuencia con la que Desnos expresaba sus «sueños hablados» que hubo pronto sospecha de que el poeta simulaba esa voz delirante inducida por las corrientes del más allá. Louis Aragon, otro asiduo de las sesiones, quitaría importancia a la acusación de fraude onírico en un fragmento de su obra Une vague de rêves (Una ola de sueños), publicada en 1924, el año del primer manifiesto surrealista: «Simular una cosa, ¿es acaso otra cosa que pensarla?». Para Aragon, dicha práctica, vivida o representada, constituye sin duda «una modalidad del surrealismo, en la que la creencia en el sueño desempeña en relación con la palabra el papel de la velocidad en el surrealismo escrito. Esa creencia y, en primer lugar, la puesta en escena que la acompaña, logra abolir al igual que la velocidad el haz de censuras que ponen trabas al espíritu».

Breton proclamó con solemnidad en las páginas del número de Littérature correspondiente a noviembre de 1922 «la entrada de los médiums» en el programa literario del surrealismo, y dichas experiencias parapsicológicas, que él mismo acabaría por prohibir a sus secuaces, fueron en ese momento la confirmación de que su experiencia anterior de escritura automática reflejada en Los campos magnéticos (escrita a medias con Philippe Soupault en 1919), se podía extender y profundizar con la supresión del control racional y la vía de los sueños inducidos capaces de dar acceso a todo lo oculto o suprimido por la conciencia. A partir de 1923, en la revista que sucede a Littérature como portavoz del movimiento, La Révolution Surréaliste, la transcripción de los sueños tenidos por sus distintos colaboradores se convierte en una especie de sección fija que sólo acabará con el fin de la publicación en 1927, sin dejar nunca de subrayar la diferencia radical entre el concepto del sueño de Breton y el de Freud: para el doctor vienés, una manifestación psicótica «de corta duración» y «dotada de una función útil», para el poeta francés un instrumento más al servicio de la liberación moral.

José Jiménez, comisario de la excelente exposición El surrealismo y el sueño, señala en la nota de introducción a su extenso y bien trabado texto del catálogo que es el sueño y no los sueños la materia de su selección, con lo que, al evitar la mera catalogación de «pinturas soñadas» al socaire del credo de Breton, quiere favorecer, por el contrario, una mirada amplia al sueño como «ámbito unitario de experiencia humana». Es precisamente ese a priori establecido por Jiménez lo que diferencia las dos exposiciones surrealistas que coinciden en Madrid este invierno, ya que la de la Fundación Juan March, muy rica en contenidos también, y con un catálogo que incita a la lectura en casa, presenta más bien una galería de maravillas excéntricas: algo así como la genealogía del nonsense y el capricho.

Aduanero, Rousseau. Una tarde de Carnaval, 1886En el Thyssen, la primera sala depara la sorpresa de dos cuadros del Aduanero Rousseau. Ninguno de los dos es la obra maestra más apropiada al contexto, la monumental pintura propiedad del MoMA de Nueva York, Le rêve (El sueño), que representa a una mujer desnuda recostada en medio de una selva, figura inspirada por una polaca, de nombre Yadwigha, a la que Rousseau habría amado en su juventud. La selva de El sueño es la habitual naturaleza frondosa y deletérea que brota en sus paisajes vegetales, y no falta la fauna perpleja y los músicos seductores tan queridos por el Aduanero; en este caso, la heroína Yadwhiga «oía los sones de una cornamusa / que tocaba un encantador bien pensante», según los versos, traducidos por Jiménez, con los que el pintor trataba de explicar la obra. En Madrid puede verse otro nocturno selvático, Le charme (El encanto), un óleo más pequeño y de menos calidad procedente de Alemania, con el desnudo femenino, esta vez de espaldas y acabado con desmaña, en un claro del bosque con prominentes presencias fálicas. Es el otro y bellísimo cuadro de Rousseau incluido en la muestra, Une soirée au carnaval (Una tarde de carnaval), que viene del Museo de Filadelfia, el que más sugestivamente da el tono de lo que después va a verse en las salas propiamente surrealistas. Pintado con la alegría un punto amarga del gran artista naïf, la pareja arlequinada que posa en el crepúsculo ante una fila de árboles deshojados por el otoño nos sugiere, en su figuración nítida pero inusitada y su colorido feliz, la voluntad de los mejores pintores del surrealismo en lo que yo llamaría el verismo de lo irracional, nunca afectado por la distorsión de la imagen ni el automatismo de la pincelada.

Junto a esas dos telas del Aduanero, el comisario ha situado a otros antecesores involuntarios, Odilon Redon o Giorgio De Chirico, y también al ilustrador fantasista J. J. Grandville, en un dudoso conato de ampliar la resonancia surrealista; Grandville sólo cuajaría, creo, dentro de la prodigiosa cueva de los tesoros del arte fantástico que cuelga de las paredes de la Fundación Juan March. Pero volvamos al Thyssen, donde la segunda sala, bajo el epígrafe de «Yo es otro», contiene, entre otras representaciones de la identidad desdoblada pintadas ya en plena vena surreal por Brauner, Ernst, Dalí, Domínguez y Granell, una de las cimas del conjunto expuesto, cinco fotografías de hombres dormidos hechas por Brassaï en los primeros años treinta. Vistas en secuencia, y en esta exposición, donde pueden causar estupor inicial, las imágenes, sobre todo las tituladas Hombre dormido al borde del Sena, Durmiente, Montmartre y El durmiente del sombrero de paja, nos plantean de raíz una pregunta: ¿qué sueñan, si es que están soñando, estos hombres dormidos al borde del abismo, literal o figurado, en el que les toma el fotógrafo? Una hipótesis que yo me hice en la visita es que los durmientes de aspecto burgués o working class tan astutamente situados en el discurso expositivo son el negativo recóndito de la vida diurna. Algo así como si, al elegir a estos solitarios traspuestos de Brassaï, quisiera adelantarse que lo que nos espera en el resto de la exposición –entregada a continuación al frenesí del capricho, las metamorfosis, el desarreglo y la convulsión– es el contenido de los sueños que esos individuos, tan «normales» como nosotros mismos, visitantes curiosos de la muestra, pueden, podemos disfrutar, desde el momento en que nos dejemos inducir a la ensoñación sin necesidad de mediaciones sobrenaturales ni conjuros.

Es un acierto que ya en esta segunda sala de la planta superior del museo haya una proyección fílmica, otra gozosa coincidencia de los dos seleccionadores, aunque la original disposición en la March, con los fragmentos de películas proyectados en el suelo en torno a unas sillas de cocina, bien podría constar como uno de los encuentros fortuitos más intrínsecamente superrealistas de la historia de la museística. El cine es, como diría años después Lévi-Strauss, la substancia de los sueños, por su propia dinámica deslizante e intangible, incluso cuando las películas son descriptivas o naturalistas. Pero tanta virtualidad en el ilusionismo y la magia (la pantalla provoca una hipnosis colectiva como la de los fakires de la India, sentenció Cocteau, escritor y cineasta de gran relieve, mucho más que pintor) no podía ser desaprovechada por los componentes de aquellos excitables grupos de vanguardia. La nómina de poetas, pintores y fotógrafos cercanos al surrealismo que hicieron cine es muy amplia, y aún es mayor si se incluyen los guiones no realizados, algunos piezas maestras de la literatura imaginaria, con la firma de García Lorca, Magritte, Péret, Picabia, Moholy-Nagy, Bataille, Benjamin Fondane (recopilados por Christian Janicot en su monumental e impagable Anthologie du cinéma invisible, París, Jean-Michel Place, 1995).

El primer fragmento fílmico proyectado en el Thyssen es el sketch de Max Ernst incluido en el filme colectivo organizado por Hans Richter, Sueños que el dinero puede comprar (1948). Ernst aparece brevemente con su cabellera en forma de aletas de murciélago, y si bien no se trata de un gran trabajo cinematográfico, es bueno quedarse a verlo completo porque la música, compuesta ex profeso, y excelente, es de Paul Bowles. En las dos programaciones hay, junto a lo esperable y más recomendable (Buñuel, Dalí, Dulac, Man Ray, Painlevé, Duchamp), hallazgos inesperados; en la Fundación Juan March, Even – as You and I (1937), homenaje buñueliano del norteamericano Roger Barlow, que nunca había visto, y en el museo, tres ejemplos de la muy substancial filmografía del artista Joseph Cornell, entre ellos su apropiación de un film trouvé, Rose Hobart (1936) y dos –aunque no esté su obra maestra Children Trilogy– de los que hizo en colaboración con el fascinante Larry Jordan.

Pierre Boucher: La chute des corps, 1936.En el joyero de unas exposiciones tan preciosas hay piezas que brillan intensamente y otras que no pasan de la bisutería, resultando vistosas. Las artes aplicadas que cierran el recorrido en la March, esa nutrida colección privada de memorabilia surrealista, es de lo más interesante y entretenido. En cuanto a la impresionante colección de cuadros lograda por el Thyssen, quiero señalar lo que me produjo mayor impacto, a veces conociéndolo de antemano, pero no así agrupado. De Magritte, un pintor de extraordinarias ideas inauditas y torpe mano académica, se cuenta con una pieza maestra, El cabo de las tempestades (1964), de enorme poder plástico y elocuente significado. El juego manual de Breton Sueño-objeto (1935) es delicioso, y realmente magníficos los dos óleos de Leonora Carrington, que me hacen reconsiderar mi impresión anterior de que era mejor escritora que pintora. A Kay Sage la veo como una revelación, profundamente inquietantes los fotomontajes de Dora Maar (de la que Circe acaba de publicar un estupendo estudio biográfico escrito por Victoria Combalía), y muy sugerente situar dos maravillosos dibujos de Artaud en el apartado, ya en la planta sótano del museo, en que se exploran las «Turbaciones irresistibles». Para mi gusto, se le da demasiada pared a Hans Bellmer, hombre de una sola ocurrencia, y empachan, como siempre, los cromos «voyeuristas» de Paul Delvaux, y más que nunca, por la cantidad desmesurada (cinco telas), Leonor Fini, estilista antes que surrealista.

Uno de los encantos del surrealismo es su franquicia internacional, regida con mano dura por André Breton hasta su muerte; el reinado no tuvo descendencia a su altura. Pero, entre el fin de la década de 1920 y los últimos años cincuenta, al menos se abrieron sucursales por medio mundo, y en las exposiciones madrileñas figuran practicantes checos, polacos, ingleses, alemanes, de México, de Chile, de Minnesota, unos más obedientes al dogma que otros. En España hubo pronto varias delegaciones de renombre, destacando plásticamente la tinerfeña y la catalana; poetas surrealistas se dieron en la mayoría de las provincias. No querría pecar de mezquindad con los organizadores de estas dos importantes y generosas muestras, pero me sorprende que en el terreno del surrealismo español, menos representado de lo que podría esperarse, falte en ambas una de las figuras más atractivas: la de Alfonso Buñuel, hermano menor (con quince años de diferencia) del cineasta de Calanda. Sus collages de antes y después de la Guerra Civil, no muy numerosos, aunque de notable calidad, cabrían por igual en cualquiera de las exposiciones, pero El surrealismo y el sueño se habría enriquecido con las construcciones oníricas de alguien que se tomó en serio la hipnosis y el espiritismo. Arquitecto de profesión y hombre de muchos talentos, Alfonso Buñuel fue un genio y un maestro de genios, y fue, sobre todo, un soñador sin límites. Dormido y despierto.

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Ficha técnica

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