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Tramoyas

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Dice un personaje de Ionesco que «todas las obras teatrales que se han escrito desde la antigüedad hasta nuestros días no han sido sino historias policíacas», refiriéndose al mecanismo tradicional de plantear una intriga, complicarla y resolverla al final. Y una noción similar esboza Michel Foucault en su análisis de Edipo rey, cuando señala que la obra siembra pistas dispersas, para luego reunirlas como si él mismo fuese un detective. ¿Sófocles, precursor de Agatha Christie? Puede ser. Pero, ¿qué hay de una pura historia de misterio? ¿Alcanza con un enigma para tener un drama?

La pregunta no es sólo teórica. Entre quienes se la hicieron en la práctica figura precisamente Agatha Christie, quien, faltaría más, la respondió de manera afirmativa, aunque no sin introducir matices importantes. Christie escribió The Mousetrap (1953), una pieza cuyo pulso dramático ha quedado probado por los sesenta años que lleva en cartel, pero los matices aparecieron ya a principio de la década de los cuarenta, cuando decidió adaptar al teatro su no menos popular novela Diez negritos. La novela narra los asesinatos que –calcando el esquema de una truculenta canción de cuna, acerca de diez negritos que salen de paseo y mueren uno a uno– se suceden en una casa incomunicada de un isla de Devon, con un final famosamente negro. En lenguaje teatral, se diría que muere hasta el apuntador. Intuyendo que pocos acudirían al teatro para presenciar semejante escabechina, Christie, según cuenta en sus memorias, decidió modificar el desenlace e incorporar un elemento romántico. Dicho de otro modo, cambió el argumento a fin de incorporar personajes más humanos con los que se identificara el público. La obra fue bien recibida en Londres y Broadway en su momento, pero la historia de los cambios, como las novelas de la autora, tiene giros subsiguientes. Una nueva adaptación de 2005, firmada por Kevin Elyot y dirigida por Steven Pimlott en el Gielgud Theatre, regresó al final original y fue celebrada como «emocionante, sangrienta y llena de humor negro».

No puedo entrar en detalles sin revelar el argumento, pero la entretenida adaptación que actualmente se ve en el Teatro Muñoz Seca, la misma que firmó Richard Reguant hace quince años, está más cerca de la de Pimlott que la de la propia autora: elige el mayor número de cadáveres, aunque sin seguir exactamente a la novela. Es una elección acertada. A estas alturas, cualquier adaptación de Agatha Christie es casi una parodia de Agatha Christie, de manera que de poco valdría andarse con remilgos en cuanto a la moraleja de la historia. Estoy seguro de que ningún espectador «se identificará» con personaje alguno. Un muerto, en este tipo de pieza, no tiene más entidad que un resorte dentro de un reloj. Y si los negritos de la canción fuesen veinte, y otros tantos los cuerpos que cayeran redondos sobre las tablas, nadie se inmutaría. Las únicas limitaciones son las relativas al tiempo y al espacio: diez actores parecen ya bastantes para pasearse durante dos horas en el escenario.

Por fuerza argumental, sin embargo, pocos lo hacen más de una, mientras que los secundarios no pasan del primer acto. La gracia está en hacernos creer al principio que cada uno tiene la misma posibilidad de llegar al final. En este sentido, aunque no sólo en este, la escena mejor concebida es la primera, en la que los diez personajes van llegando a la casa del señor Owen, que ha invitado a unos a pasar un fin de semana en la isla, y ha contratado a otros para que atiendan a los primeros. Ricard Reguant, que también dirige, orquesta la escena de manera clásica, aunque no por ello menos eficaz, con entradas de izquierda a derecha y un constante circular de actores en torno a la mesa de centro y al bar que se halla a la derecha. La escritura de Christie, rápida y económica, hace el resto: los personajes no se conocen unos a otros, de manera que las sucesivas presentaciones, aunque repetitivas, nos permiten identificarlos.

Al desvelarse que ninguno conoce personalmente al señor Owen, saltan las alarmas. Diez extraños, una mansión, cero contacto con el mundo exterior. ¿Adivinan qué viene luego? No un muerto, o no aún, sino una proyección –en el original se trata de una grabación en disco de gramófono– en la que el supuesto señor Owen acusa a cada invitado de un crimen pasado por el que no ha recibido condena, pero que le valdrá la muerte. Dichos crímenes conforman un catálogo de tópicos de misterio: dos criados que mataron a su señora para quedarse con una herencia, una institutriz cuyo descuido produjo que un niño se ahogara, un capitán que abandonó a sus hombres a la muerte, un coronel que acabó con la vida del amante de su esposa, etc. Y los personajes, concebidos en la novela al filo de la Segunda Guerra Mundial, son todos arquetipos del Imperio, incluido el imprecindible mayordomo, en los que Christie desliza una sutil crítica social.

La presente producción, que recuerda series como Mad Men por su espléndido vestuario, así como por el protagonismo circunstancial que se da al alcohol, traslada la ambientación a finales de los años cincuenta o principios de los sesenta, pero los arquetipos de Christie siguen funcionando de maravilla, y algunos ajustes caracterológicos son muy acertados. Un personaje originalmente melindroso como Emily Brent está muy bien plasmado por Lara Dibildos como una comehombres que se comería crudas a las jovencitas que le hacen sombra, mientras que la chispa que surge entre Vera Claythorne (Lydia Miranda) y Philip Lombard (Quim Capdevilla) enciende el escenario gracias a la fresca ironía de la primera y al sesgo cómico del segundo. Comparando estas actuaciones con las de una versión canónica, como la adaptación cinematográfica que rodó en 1945 René Clair, veo más picardía, más espíritu lúdico, mucho más ritmo. Por contrapartida, hay también más excesos, algo de lo que difícilmente se acusaría a un grupo de actores británicos de mediados del siglo XX. El Dr. Armstrong (Antonio Albella), un especialista en neurosis completamente neurótico, podría pegar menos respingos sin menoscabo para el papel que le toca. Y el juez Wargrave (Paco Churruca), que representa precisamente a la justicia, podría mostrarse menos erguido y autosatisfecho, sobre todo por cómo acaban la cosas.

Pero lo anterior es, en cierta medida, esperable, pues la dirección se escora voluntariamente hacia el vodevil, con resultados eficaces. El público, de hecho, parecía encantado, y más de una vez oí a mi alrededor hipótesis susurradas sobre quién había matado a tal, o a cuál le tocaba luego, prueba de que el suspense surtía efecto en la imaginación. Y es que, aunque casi todos los personajes hacen las veces de detectives antes de morir, el verdadero lugar del detective se confía al público, como en tantas novelas policíacas. Como miembro de este colectivo, doy fe de que la trama tiene el número necesario de giros y contragiros para mantenernos en vilo un buen rato. Es más: si alguien adivina quién es el asesino antes de que queden tres personajes, lo felicito desde ahora. Al final, siguiendo una vieja tradición de The Mousetrap, uno de los actores nos pide que no revelemos el desenlace. Por mi parte, soy una tumba.

Si Sófocles puede considerarse un lejano precursor de Christie, como anotaba medio en broma al principio, suele decirse más en serio que pocas novelas policíacas aventajan en ingenio, intriga, caracterización y brío narrativo a los casos de Freud, en los que el analista procede reuniendo pistas como un detective hasta desvelar las misteriosas causas de un trauma. El «Caso Dora», en este sentido, no tiene nada que envidiarle a El sabueso de los Baskerville. Y más de un novelista consciente de ello –pienso en Jed Rubenfield o Frank Tallis– ha imaginado al padre del psicoanálisis convertido en una especie de Sherlock Holmes vienés, que pone sus habilidades hermenéuticas al servicio de verdaderos casos policíacos.

El dramaturgo norteamericano Mark St. Germain, de manera bastante menos divertida, lo imagina apenas como un anciano sabio. Para colmo, un anciano sabio al que un día le cae en la consulta nada menos que C. S. Lewis. Yo tenía la esperanza de que el gran erudito irlandés –que no inglés, como se dice imperdonable y repetidamente en la obra– fuese a verlo oprimido por la culpa de haber perpetrado, en los ratos libres que le dejaron libros fabulosos como The Allegory of Love o English Literature in the Sixteenth-Century, esa empalagosa propaganda cristiana que son Las crónicas de Narnia. Pero no. Y tampoco quiere consultarlo por la agitación que debe de haberle producido la llegada a su lecho nupcial de una norteamericana liberada, que en la película Shadowlands tenía la chispeante sensualidad de Debra Winger. No, ese papel le tocó a Anthony Hopkins, un Lewis ya en su edad madura. Por fechas, el que podría haberse entrevistado con Freud –el encuentro es imaginario– es un hombre joven dado a la contemplación y los problemas de la fe. Y la fecha es significativa: en la fantasía de St. Germain, Lewis realiza la visita en Londres «justo cuando se producían los primeros bombardeos de lo que luego se conoció como la Batalla de Inglaterra», como nos recuerda en sus notas el traductor, Ignacio García May.

¿Hay un misterio? Sí y no. Sí, por cuanto los dos hombres discuten largo y tendido, desde posiciones casi antagónicas, sobre el máximo misterio ontológico (¿existe Dios?), así como sobre las repercusiones morales que eso comporta en una Europa que se viene abajo. No, por cuanto la obra consiste en esa conversación, por cierto bien llevada, con citas de los escritos de ambos, algunos movimientos oportunos por el despacho de Freud y ocasionales irrupciones del mundo exterior (teléfono, radio), pero carente de arco dramático o nada parecido a una intriga. Hasta García May parece pedir perdón en sus notas por la falta de acción, que es –advierte– «mínima desde el punto de vista físico». Para el traductor, la quietud constituye, con todo, «el marco necesario para contar limpiamente un formidable combate de inteligencias», pero yo no estoy tan seguro. El problema es que las inteligencias presentes no son las de Lewis y Freud, sin duda formidables, sino la del dramaturgo, que se hace pasar por cada uno de ellos, con resultados desparejos. Es obvia su simpatía por Freud, a quien le da las mejores líneas, pero un escritor de la talla de C. S. Lewis merecería más que las gozosas perogrulladas que pronuncia, como si en todo momento fuera un hombre, por citar el título de uno de sus libros autobiográficos, «sorprendido por la dicha». Y la simpatía por el ateísmo de Freud tampoco le impide introducir una nota de fe en lo irracional, quizás inspirada por Lewis.

Desde luego, por algún lado tienen que encontrar el conflicto los dramaturgos, pero el sustrato ideológico me parece muy característico de cierto drama norteamericano, y de muchos guiones norteamericanos, que huyen sistemáticamente de la razón para refugiarse en los castillos aéreos de la esperanza, o algún otro cliché resultón. Es extraño que, bajo la dirección de una inglesa como Tamzin Townsend, precisamente sea esta la veta que más se note al final. Como contrapartida, la directora hace un buen trabajo con los actores. Eleazar Ortiz, como Lewis, está correcto y dice el texto con precisión, incluso si se presenta como el «Profesor Luis»; pero el texto no tiene mucho que decir. La escena le pertenece a Helio Pedregal, cuyo Freud es increíblemente creíble: lo interpreta encorvado, con aire cansino, dolorido por el cáncer de boca y, si vale la contradicción, resignado pero aguerrido. Muy exigente en lo físico, su trabajo se completa con una insistente concentración en la zona bucal: Freud tose, carraspea, se atraganta, se toca la prótesis de la mandíbula carcomida, y hasta hace un chiste sobre el hecho de haber vuelto a la «etapa oral». Esa interpretación hace que merezca la pena ver la obra, pero, así como el personaje dice que «ha sido una locura pensar que podíamos resolver el mayor de los misterios en una mañana», sería exagerado pensar que aquí se transmite algo importante sobre Freud o, para el caso, sobre C. S. Lewis.

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