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El azar y la necesidad

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Chica conoce a chico, chica y chico se enamoran, forman pareja, se separan un tiempo, vuelven a juntarse y viven felices y comen perdices. En el universo tal como lo conocemos, la estructura de la comedia romántica depende en esencia de dos variables: el chispazo azaroso del comienzo, generalmente producido por un encuentro que ninguno de los dos tenía previsto, y el necesario paso del tiempo, que, aun con el revés central, avanza siempre en la misma dirección. Pero todo cambia en un multiverso. Chica conoce a chico, o no lo conoce, a veces se forma pareja y otras no, la relación funciona o no funciona, y así sucesivamente. Dado un número infinito de universos, cada una de las posibilidades de la historia –y de todas las historias– ocurriría por derecho propio. De ahí al consuelo de lo múltiple hay un paso, sobre todo cuando alguien acaba abandonado, pero entretanto no queda mucho espacio para el drama. 

O eso creía yo hasta ver Constelaciones, una brillante comedia dramática en la que el inglés Nick Payne, basándose en la idea del multiverso cuántico (no me pidan detalles, ni para el caso los esperen de Payne), examina las incontables posibilidades de una pareja, o de dos individuos que no llegan a emparejarse. Los personajes son reconocibles arquetipos contemporáneos, sin más señas particulares que las que aportan sus simbólicas profesiones: Marianne (una soberbia Inma Cuevas) es física en una universidad; Ronald (un impecable Fran Calvo) es apicultor. Naturalmente, recae en Marianne la responsabilidad de contarnos, en una escena de seducción alcoholizada, que «en cualquier momento dado, varios resultados pueden coexistir». Y a Roland le corresponde entusiasmarse, más o menos como al público, con una idea que contiene al menos un resultado favorable a sus deseos: «Esto me está poniendo muy cachondo». Quién hubiera dicho que la física teórica podía ser tan sexy. 

Pero el concepto central no sólo sirve para multiplicar las posibilidades dramáticas del que-sí-que-no: sirve para multiplicar todas las posibilidades dramáticas. La obra se estructura en escenas breves y veloces, que se repiten sucesivamente con ligeras variaciones, no sólo anecdóticas, sino de tono e interpretación. Por ejemplo: Marianne y Roland se conocen en una barbacoa de amigos comunes; en el primer pase, uno de ellos está felizmente casado; al siguiente, sólo casado y es más bien propenso a la distracción erótica; en un tercero, los dos están solteros, etc. Hasta que nos habituamos a la música del azar, las repeticiones hacen pensar en un ensayo en el que el director marcara a los actores distintos énfasis (imaginen lo difíciles que habrán sido los ensayos), pero, gracias a los soberbios intérpretes, así como a la atentísima dirección de Fernando Soto, acaban siendo una clase magistral de actuación. Desde luego, son también una de las claves de la comedia. Como señaló Bergson, los gestos y actitudes humanas resultan cómicas cuando «el cuerpo humano nos hace pensar en una máquina» o, al menos, en un mecanismo. Y, por mucho que se amparen en un concepto científico, hay algo gratamente vodevilesco en las escenas que empiezan una y otra vez. 

En todo momento, Cuevas y Calvo son actores magnánimos, que se apoyan el uno en el otro para sacar el mejor partido al texto. El compás cómico que dan desde el comienzo es contagioso, y la sala responde. Cuevas, en particular, sabe regular de manera impecable el ritmo de las réplicas y maridarlas con gestos exactos: actúa con desparpajo, con sensualidad, pero, sobre todo, con la ligereza que sólo logra un intérprete inteligente. Calvo es un actor de un talante más serio, y su lado cómico suele aflorar cuando aguanta el tipo en situaciones que juegan en su contra. Aquí lo hace de maravilla, pero también aporta las necesarias dosis de inquietud o gravedad. Presten atención a la escena en que Roland propone matrimonio a Marianne, para lo que no tiene mejor idea que soltarle una larga metáfora sobre la vida de las abejas, incluidas las funciones de los zánganos, las trabajadoras y la reina. Tres veces seguidas Calvo repite el texto, y cada una transmite la incomodidad de las circunstancias de un modo revelador. Atentos también a la última escena, cuando en su cara se refleja por poco el vacío del uni- o multiverso.

Aparte de mezclar dimensiones, la obra mezcla la cronología, y desde el principio aparecen preavisos de una circunstancia traumática (que no revelaremos). Cabe señalar que, más allá de la repetición cómica y la actuación bufa que fomenta, esta no es una obra que prescinda del conflicto. Enseguida emerge una estructura que, sin dejar de ser múltiple, divide la historia de la pareja en dos o tres momentos críticos, más una desdicha final. Infinitas posibilidades espaciotemporales, como decía al principio, no componen un drama, porque la idea del drama depende del tiempo y el espacio. De hecho, caemos en la cuenta de que Payne ha encontrado, en realidad, un concepto poco convencional que le permite hablar de cuestiones sumamente universales. ¿Quién no quiere corregir una escena fallida? ¿Y a quién no le gustaría tener la oportunidad, sea donde y como sea, de vivir en el mejor de los mundos posibles? Al cabo van aflorando las ansiedades corrientes de nuestro mundo lineal: las consecuencias imprevistas de elegir, los errores de cálculo, la vergüenza retrospectiva, la intermitencia emocional, la mengua de vitalidad, la bruta sucesión de hechos a los que exageradamente se llama destino.

Es cierto que, en este sentido, la obra está en exceso «armada» para resultar mucho más que una fábula: la vida palpita en ella, se tiene la sensación, de manera intermitente. Y hay cierta inmadurez de concepción en el hecho de que las biografías de los personajes formen parte del concepto: para hablar de inestabilidad, se nos presenta a una física cuántica engolosinada con el multiverso; y para hablar del orden, se pone a un apicultor dado a teorizar sobre los roles inamovibles de las abejas. ¿No es esto demasiado oportuno? Tampoco se escapa cierta pátina de divulgación en las ideas que se manejan. Como obra sobre física y físicos, Constelaciones no tiene punto de comparación con una maravilla especulativa como Copenhague, de Michael Frayn, que se centra en un mítico encuentro entre Niels Bohr y Werner Heisenberg en 1941, en plena ocupación nazi. Pero Payne es aún un dramaturgo muy joven, y sus obras irán refinando sin duda la proporción entre ideas y emociones, y acaso complejizando su relación. A manera de referencia, pienso en el joven Tom Stoppard (que haría un uso brillante de conceptos científicos en Arcadia), con el cual Payne comparte un gran espíritu lúdico, un oído impecable para el diálogo, la capacidad de convertir metáforas en propuestas escénicas y una gran sensibilidad para los cambios de tono de la vida cotidiana. Payne demuestra también, en el mejor sentido, gran ambición: su pieza aspira a ser muchas cosas a la vez y, en su mayoría, lo consigue.

Otro tanto podría decirse de las del dramaturgo que se halla en la raíz de Payne, Stoppard y hasta Frayn: Shakespeare, claro. Hay buenas razones para que Boileau, o más tarde Wittgenstein, no le dieran el visto bueno: toda esa abundancia, esa promiscuidad de ideas, ese desconcertante fárrago, nunca se avino con los cánones clásicos de la obra «bien construida». Y cuando menos lo hizo fue en Un cuento de invierno, su penúltima obra antes de La tempestad. Para entonces, Shakespeare había dejado atrás la época de las comedias (más fáciles y numerosas) y las grandes tragedias (más rentables en taquilla), para ensayar una forma mixta, que se expresa en los llamados «romances tardíos» (Pericles y Cimbelino completan el cuarteto de esta tipificación). Más allá de la nomenclatura, lo evidente es que, a esas alturas, el bardo era capaz de tomar cualquier dirección que se le ocurriera. En este caso, se le ocurrió tomar en simultáneo dos que rara vez coincidían, prefigurando el formato que, según el escritor norteamericano William Dean Howells, querría el público de Estados Unidos: una tragedia con un final feliz. 

Aunque quizá sería mejor decir, dado el énfasis dramático, una comedia con un comienzo triste. No hay más que ver cómo cobran vida el verso, la acción, las escenas en su totalidad, a partir del tercer acto, cuando la comedia viene a agitar un planteamiento inicial algo apático y hasta estereotípico (para Shakespeare). Sin resumir la trama, digamos que hay un rey celoso, Leontes, una reina fiel pero de la que el rey desconfía, Hermione, y una princesa que, nada más nacer, es condenada por el rey a que se la abandone a la intemperie, como Edipo. Hay también un oráculo, que previene al rey de su injusticia, pero los oráculos están para desobedecerlos, y así, por enredos que se desprenden de la condena, la niña acaba en un reino de ultramar, donde un pastor la bautiza como Perdita y la cría como suya. En este punto, la obra hace algo único en Shakespeare, e impensable en el teatro clásico: avanza dieciséis años, hasta que Perdita ha crecido y puede vivir un romance campestre, acompañada de un elenco de pícaros, memos de buen corazón, muchachas enamoradizas y verbeneros varios. Para entendernos, es como si Otelo conectara con el universo paralelo de Sueño de una noche de verano.

Es, sin duda, un gran desafío representar la variedad anterior, y lo cierto es que la obra se representa poco en comparación con las comedias o las tragedias famosas. Una doble felicitación merece, pues, la compañía Siosi por la imaginativa puesta en escena que ofrece en Nave 73 –un teatro independiente con otras piezas bien elegidas, como, por ejemplo, La isla de los esclavos–, después de haberla presentado en el pasado Festival de Almagro. El montaje se vale de pocos medios, pero en casi todas las áreas hace de la necesidad virtud. Empezando por los actores, hay sólo ocho para una veintena de personajes, lo que redunda en interpretaciones inspiradas y una fina sintonía de tonos. Casi todos dan en la tecla al decir el texto, con claridad, sin prisas y pocos aspavientos (la excepción es el Leontes de Carlos Lorenzo Villoria, que interpreta al rey como si fuera Jack Sparrow). Y algunos demuestran un considerable carisma. Paula Ruiz y Luis Heras Ortega están encantadores, y resultan muy convincentes, como la pareja de enamorados jóvenes (lo son). Carlos Giménez Alfaro sale airoso del triple desafío de interpretar a un bufón, dar voz al Tiempo y meterse en un papel imposible como el de Mamilio, un niño que Shakespeare parece haber creado con el solo propósito de matarlo. Quien se lleva la palma, con todo, es Rocío Marín, factótum de la compañía Siosi, con la que ya montó la magnífica Barrocamiento.  Se le nota la experiencia clásica: en la voz, en la postura, en la ductilidad de sus gestos. Cuando interpreta a Paulina, es la delicadeza en persona; y, en el papel del hermano adoptivo de Perdita (en una obra de Shakespeare no puede faltar el travestismo), hace reír con su calculada rusticidad.

También hay logradas ideas de montaje: unas espadas luminosas formadas con nada más que un bastón y una linterna, un tormenta en mar abierto creada con un simple manto de nailon digno de Philippe Genty, una cárcel formada con los mismos bastones que antes. Me quedaron dudas, sin embargo, sobre la idoneidad de la sala para albergar tantas ideas. La ambientación de las escenas en la corte, como puede verse en algunas fotos del montaje, depende en gran medida de una atmósfera cerrada sobre sí misma, y la iluminación no permitía el debido aislamiento: mucha fuerza visual, en consecuencia, se perdía. También me pregunto si, en un teatro de estas características, no sería conveniente acortar algunas escenas. Pero, puestos a pedir, este Un cuento de invierno merecería también una producción de mayor calado. Entretanto, merece algo mucho más necesario: verse.

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Ficha técnica

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