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Artísticos furores

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Como para desmentir el exangüe escenario económico en que nos venimos bañando desde hace ya demasiado tiempo, la cartelera artística madrileña resplandece con lujos y oropeles en este inicio de curso. Ahí es nada: desde Gauguin, María Blanchard, Jean-Paul Gaultier, Imogen Cunningham, Saul Bass o Louise Bourgeois, entre otras estrellas del imprescindible who’s who cultural (alto, bajo y mediopensionista), hasta colectivas misceláneas de relumbrón y cola en la puerta, como la muestra de arte británico (siglos XVI-XXI) La isla del tesoro (Fundación March) o la de Retratos (siglos XIX-XXI) del Centro Pompidou (Fundación Mapfre), por sólo citar algunas de las más aventadas últimamente por los medios.

Desde que, al amparo de la prolongada luna de miel de los primeros gobiernos socialistas con la alta cultura, los españolitos regresamos en masa y sin complejos a los museos, pocos inicios de temporada han mostrado tantas y tan brillantes credenciales artísticas, al menos sobre el papel. Y ahora el peregrinaje se percibe de modo especial, porque las exposiciones, a menudo gratuitas, constituyen (además de todo lo demás) un excelente entretenimiento (como diría el señor Montoro) en momentos de bolsillos exhaustos y hoy no tengo qué ponerme culturalmente hablando. De modo que su asequibilidad supone un aliciente añadido para quienes acuden a visitarlas: en primer lugar, por sí mismas, pero a menudo también como rito de paso imprescindible para posteriormente, ante amigos y conocidos, alardear de algo parecido a lo que denota la vieja fórmula et in Arcadia ego, en su acepción de «también yo estuve allí y vi y sentí lo que hay que ver y sentir». Y, en el caso de algunas de esas exposiciones, los espectadores son tantos y tan variados (incluyendo hordas de turistas más o menos culturales, niños de colegio con su esforzada maestra, grupos de estudiantes con su cuaderno de arte, japoneses con su guía gritón y abanderado) que tienen que abrirse paso con la inestimable ayuda de pequeños (pero molestos) empujones y codazos, confirmando una vez más aquel «hecho de la aglomeración» propio de la modernidad que tanto llamaba la atención del olfato aprensivo de Ortega, sin duda el más elitista de nuestros filósofos de estar (a la vez) por casa y por la Academia.

Los británicos, que suelen definir los nuevos fenómenos desde sus mismos primales vagidos, han acuñado el termino gallery rage, que podría traducirse como «rabia o furia museística», para designar la mezcla de ira y frustración que sobreviene al visitante de exposiciones cuando, a veces tras una larga espera, se encuentra con que la «muchedumbre» (de nuevo Ortega) se apalanca de tal manera buscando sitio ante las obras de arte que le resulta difícil contemplarlas, cuando no imposible. La frustración aumenta, evidentemente, si el sujeto ha tenido que pagar una entrada, lo que teóricamente debería darle derecho a contemplar con suficiente holgura y comodidad lo que venía a ver. En Gran Bretaña, donde abundan las exposiciones «del año» –e incluso «de la década»– se han ensayado diversos procedimientos para aliviar el descontento de los gallery-goers: desde ampliar las horas de visita hasta establecer un riguroso control horario de las entradas. Todos con escasos resultados.

El asunto ha adquirido tales proporciones que, cada vez que se anuncia uno de esos highlights o blockbusters (expresiones que provienen de la industria del entretenimiento, al que en cierto modo también pertenecen esas exposiciones espectaculares), los medios suministran una curiosa batería de consejos para combatir la frustración. Algunos son evidentes: acudir los días de climatología adversa (menos gente) o a horas punta de día laborable (mejor si hay huelga de transportes o manifestaciones en las calles cercanas); no seguir la secuencia (el «relato», diríamos ahora) propuesta por el comisario, sino empezar por las salas menos pobladas; rechazar el audio suministrado por el museo (entretiene y causa aglomeraciones); evitar las piezas más publicitadas y los carteles didácticos a la entrada de cada sala. Pero otras lo son menos: tomarse una benzodiacepina para no calentarse demasiado; utilizar la cámara del móvil como periscopio para «mirar» la obra por encima de las cabezas de los que están primero; vestir ropas o uniforme que le den a uno aspecto «oficial» o funcionario (lo que, al parecer, logra allí resultados parecidos a los codazos y empujoncillos) e, incluso, sustituir la visita por la compra del catálogo, para hojearlo con calma en el cómodo y privadísimo saloncito de casa (my home, my castle), mientras se degusta tranquilamente un gin and tonic y se escucha música relacionada con la temática de la muestra (ejemplos: Scarlatti para los barrocos, Satie para postimpresionistas, bebop para Jackson Pollock).

La primera vez que oí hablar de gallery rage fue precisamente a propósito de la muy mediática y mediatizada muestra Gauguin: Maker of Myth, que albergó, durante el otoño de 2010, la Tate Modern, una institución que recibe más de cinco millones de visitantes al año. Acudí dos veces a verla, ambas con reserva previa y a la hora que se me asignó: en la primera acabé en el bar, hojeando el catálogo y bañando mi frustración con un gin tonic, como mandan los cánones, mientras allí abajo fluía el sweet Thames. En la segunda agarré, a cuenta de los violentos escorzos que tenía que adoptar para contemplar los cuadros, una contractura en los hombros que tuve que tratarme en el hotel con una pomada rica en capsaicina, cuyo ingrediente farmacológico principal se extrae de los pimientos picantes. La cosa no habría tenido más importancia si, en un descuido, no me hubiera llevado a los ojos la misma mano con la que me la había aplicado, ocasionándome una tremenda sensación de quemazón y una ceguera pasajera que interpreté como un castigo de los dioses a mi empeño voyeur.

Recordé la anécdota hace unos días, mientras visitaba la exposición Gauguin y el viaje a lo exótico (comisaria: Paloma Alarcó), programada por el Thyssen (que así conmemora sus primeros veinte años) hasta el próximo 13 de enero. Miren: mentiría si les dijera que las condiciones en que la recorrí fueron semejantes a las de la Tate, pero, si desean contemplarla con tranquilidad, procuren evitar el fin de semana y las últimas horas de la tarde. Y si lo hacen y se enfadan, no olviden llevarse a casa el catálogo. Al fin y al cabo, hoy día la soledad voluntaria es la forma más acabada (y sofisticada) de exotismo: todo un grand tour al alcance de todos los bolsillos. Por lo demás, y si quieren ver gente junta de verdad fuera de un estadio de fútbol o de una parada independentista, esperen a la retrospectiva Dalí programada por el Reina Sofía para la primavera del año próximo. Ya pueden ir haciendo cola.

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