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Sonrisas y lágrimas

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Si quieren hacerse una idea rápida de André y Dorine, imaginen la película Amour, de Michael Haneke, recreada en un escenario por los teleñecos. Soy consciente de que es bastante inimaginable. Temas como la decrepitud, la pérdida de facultades y las fatigas del querer –por los que se mueve la primera– no se asocian fácilmente con la gomaespuma ni la ironía cándida, que son esenciales en los sketches de los segundos. Y, sin embargo, la compañía teatral Kulunka, que utiliza enormes máscaras inmóviles, dando a los actores la apariencia de muñecos, se ha atrevido a combinar esos ingredientes en una obra tan personal como efectiva, que ha encantado al público en China, Japón, Francia y, tras dos años de gira, en Madrid, donde ahora se interpreta a sala llena. Por una vez, el éxito de taquilla indica otro éxito más interesante: con su lenguaje dramático capciosamente sencillo, que excluye la palabra y acentúa lo gestual, la obra saca a relucir emociones universales.

Joseph Conrad escribió una vez que la historia de la humanidad podía resumirse en «nacieron, sufrieron, murieron». Aunque suene un poco tremendo, no cabe duda de que las tres cosas le pasan a todo el mundo. En André y Dorine, el arco narrativo es igual de básico: los personajes del título se enamoran, tienen un hijo, envejecen, mueren. Pero lo interesante está en los detalles que pululan en los intersticios de esos verbos. Siendo en parte una reflexión sobre la memoria, la obra adopta el punto de vista de André, que empieza a recordar su juventud, y cuyos recuerdos no son aleatorios, sino modos de compensar con la evocación un presente cada vez más invivible. El comienzo, interpretado en tono ligero, se sitúa poco antes de la disminución vital irrevocable. Vemos a una pareja de ancianos en un pequeño salón, él escribiendo a máquina a la derecha, y ella sentada a la izquierda, un poco más adelante, con un violonchelo. Cada uno está en su mundo (el salón podría encontrarse en cualquier ciudad occidental, de Buenos Aires a Berlín), y los mundos se rozan sólo para chirriar: la máquina interfiere con el violonchelo, el violonchelo con la concentración, y todo es irritación. 

Más allá de brindar una oportunidad para la gracia, con ruidos y gestos bruscos, la situación sienta las bases de dos ideas que la obra desarrolla con gran sutileza: una relación de pareja es un conjunto de hábitos compartidos; y, por adorables que nos parezcan en un principio los del otro, con el tiempo pueden volverse exasperantes. Lo cual no invalida el amor, sino que tiene todo que ver con él: ¿a quién más le aguantaríamos tales idiosincrasias? ¿Y quién más aguantaría las nuestras? En los flashbacks en los que André recuerda el comienzo de la relación, son justamente la música y la escritura, que ahora los aísla y los distancia, aquello que más atrae a uno del otro. El montaje está muy atento a estos ecos temáticos, pero los saltos temporales sirven también para introducir cambios de ritmo y alivios cómicos (a veces, algo exagerados).

Conforme avanza la obra, hace falta tanto alivio como sea posible. Y es que, mientras André recuerda, Dorine empieza a olvidar. Las notas del programa explican que el personaje sufre de alzheimer, una aclaración innecesaria; los actos sin palabras de los actores exponen con mucha mayor elocuencia la desintegración progresiva de una mente, primero en su relación con los objetos, luego con respecto a la identidades y, al final, en lo que atañe a su propio cuerpo. En este punto, la comparación con Amour, donde la mujer sufre un accidente cerebrovascular que la deja incapacitada, no es exacta, aunque tampoco caprichosa, pues a partir de ahí la pieza y la película se centran en cómo el matrimonio sobrelleva la adversidad. Al igual que en Amour, los ancianos cierran filas contra un hijo (en la película una hija), que llega en mitad de la obra a poner orden, pero que no tiene ni idea del grado de intimidad, casi se diría de simbiosis, que han alcanzado sus padres. Una observación muy fina por parte de los escritores es que Dorine, en el estadio avanzado de su enfermedad, reconoce instintiva, físicamente, a su marido, pero no al hijo. Otra es que, mientras deambula de un lado para otro, lleva siempre el arco de su violonchelo, que, por supuesto, ha olvidado cómo tocar. La personalidad, decía exageradamente Jarry, es un tic; aquí vemos los tics sin la coherencia de la personalidad, y eso realza el eclipse de la persona.

Pese a lo anterior, no hay que pensar que la obra cae en la amargura de, digamos, La última cinta de Krapp, de Beckett, donde un anciano repasa su triste pasado escuchando su propia voz, grabada hace años. André y Dorine es incomparablemente más ligera, y tiene una veta sentimental que a Beckett le provocaría dolor de tripa, y que se opone a su dura metafísica. Una frase famosa de Esperando a Godot reza que las mujeres «paren a horcajadas de tumbas abiertas», lo que viene a decir que nadie se salva de la nada. Esta obra, en cambio, presenta un universo simbólico donde la existencia se resuelve en ecuaciones redentoras: cuando el matrimonio se extingue, la nueva generación, en la persona del hijo, descubre el amor; y cuando muere un personaje, resulta que hay un niño en camino, continuando el ciclo de la vida. Mi tolerancia a este tipo de cursilería es baja, y, en una obra que le saca tanto provecho a la adversidad, hubiera preferido un poco más de crudeza pero, aun así, no me quedé fuera de la historia. Anecdóticamente, puedo decir que, en la función que vi, el público no sólo entró de lleno, sino que en su respuesta hubo tantas risas como moqueos. Más importante, estamos ante un sentimentalismo perspicaz, consciente de los mecanismos narrativos, y con mucho de clásico en su reparto de castigos y recompensas.

Clásico en su sentido más puro es el trabajo con las máscaras, que se emplean casi como en la tragedia griega: son el foco de una identidad, pero ocultan al actor, que se convierte en un puro vehículo del personaje. Al igual que en la tragedia, además, nunca hay más de tres personas en escena (ni en escena muere nadie), lo que permite que los tres intérpretes, Edu Cárcamo, Garbiñe Insausti y José Dault (todos fabulosos en su gestualidad, y personalmente invisibles), se repartan varios roles secundarios. Por añadidura, las entradas y salidas exigen que los papeles roten, de manera que, por ejemplo, quien hace de hijo se convierte en padre y viceversa. Si no fuese por la diferencia de altura entre los actores, uno ni se daría cuenta, y el vestuario sencillo y polivalente de Ikerne Gimenez facilita la continuidad. Con estas restricciones, la dirección tiene que ser milimétrica para funcionar; y aquí lo logra estupendamente. El director y los actores se reparten el mérito de la sorpresa final: cuando estos últimos se quitan las máscaras, descubrimos que quienes se han metido en la piel de los ancianos son tres jóvenes. Claro, estábamos en el teatro.

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El teatro es el tema de Locos por el té, una obra de Patrick Haudecoeur y Danielle Navarro que ha tenido un éxito arrollador en Francia (más de setecientas representaciones desde 1990 a 1993 y otras mil de 2010 hasta hoy) y que se monta por primera vez en castellano, en una diestra versión de Julián Quintanilla, que traslada la acción a España y juega con los estereotipos locales. La pieza tiene todos los ingredientes de lo que suele llamarse «alta comedia», una frase que más o menos quiere decir «comedia ligera lo bastante ingeniosa como para que el público se ría sin complejos de estar viendo una soberana tontería». Se usa «alta comedia» para abreviar, claro. No voy a negar que me reí bastante y que otro tanto hizo la sala, hasta el punto de que en muchas ocasiones las risas tapaban el diálogo. Pero eso no debería impedirnos notar dos obviedades: que la obra es una soberana tontería; y que si no plagia descaradamente la de Michael Frayn Qué desastre de función (Noises Off, 1982; hasta hace poco en el Calderón), le pasa raspando. Ya que estamos, tres obviedades: Locos por el té es mucho menos fina, menos graciosa y menos inteligente que esta última, entre otras cosas porque Frayn, que en su juventud se entrenó traduciendo el teatro completo de Chéjov, realmente sabe escribir diálogos ágiles, y, empapado en la tradición inglesa, prefiere la ironía a la sátira fácil. 

Recordarán que el primer acto de Qué desastre de función sucede tras las bambalinas, mientras al otro lado se interpreta una obra; en el segundo, vemos la obra, que sale espantosamente mal por influencia de todo lo está ocurriendo detrás. Locos por el té ensaya algo similar, pero reemplazando la simultaneidad (la muestra más patente del virtuosismo de Frayn) por la sucesión. Primero asistimos al disparatado ensayo de una comedia y luego a la función, que es, en efecto, un desastre. Curiosamente, la obra dentro de la obra es un «vodevil inglés», con mucho té, una señora victoriana y un señorón con sombrero de copa, un mayordomo y un ladrón de joyas. La trama en sí importa poco. Lo importante es que ese esquema básico sirve para introducir bufonadas, caídas, escarceos amorosos, identidades que se confunden, problemas con la escenografía, etc. Desde un punto de vista técnico, y hasta coreográfico, todas estas acciones están bien llevadas, aunque para todo hay un límite, y aquí se sobrepasa cómodamente.

Si el tono general tiende a lo burlesco, en la obra dentro de la obra el estilo es doblemente histriónico, una parodia de interpretaciones ineptas. Por supuesto, para hacer bien de mal actor se requieren actores de los buenos. Aquí hay varios, empezando por la cabeza del elenco, María Luisa Merlo, que puede hacer una obra así con los ojos cerrados, pero haría bien en abrir más la boca para enunciar; y siguiendo por José Luis Santos, que está óptimo en su doble rol de señor victoriano y actor completamente perezoso. Rocío Calvo, como en cada obra que aparece en papeles secundarios (aquí interpreta a una encargada de vestuario con pocas pulgas), hace de su parte una de las mejores partes. Y Esperanza Elipe, aunque algo floja en el primer acto en su papel de directora, en el segundo se luce como desorientada ama de llaves. Pero lo más sobresaliente, los momentos cuando más ríe el público y mejor fluye el disparate, dependen de Juan Antonio Lumbreras, un gran actor cómico, con una fresca manera camp y un sentido impecable del ritmo. El año pasado lo vimos interpretando a un Vladimir farsesco en Esperando a Godot; aquí acerca la farsa al teatro del absurdo, no sólo con su voz sino con su lenguaje físico. La dirección de Quino Falero es ágil y precisa, pero, lamentablemente, el texto se quede en un fuego fatuo, que no ilumina a los personajes ni utiliza la comedia, como sí lo hace André y Dorine, para tratar esas cuestiones serias que en una tragedia pueden resultar involuntariamente cómicas. «Traigan sus pañuelos: no podrán parar de llorar… de risa», dice la publicidad de Locos. Yo no vi ningún pañuelo, pero sí miré unas cuantas veces el reloj.

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