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Enemigos íntimos     

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August Strindberg no inventó el «teatro de cámara», pero, de los grandes dramaturgos modernistas (Ibsen, Chéjov, Maeterlinck), fue sin duda quien más provecho sacó a las representaciones intimistas en pequeños teatros, delante de un público reducido. El formato, relacionado con el teatro de vanguardia y los comienzos del expresionismo, venía de Austria y Alemania, con los ejemplos señeros del Kleine Theater y la Kammerspiele del director Max Reinhardt. Pero, siguiendo ese modelo, Strindberg fundó en 1907 su propio teatro de cámara en Estocolmo, el Intima Teater (que sigue en pie, renovado), con el propósito de montar un repertorio de teatro internacional y, desde luego, su propia producción. Cuenta Francisco J. Uriz, traductor de buena parte de teatro de Strindberg al español, que ya se había montado con notable éxito, en el Intimes Theater de Viena, la que se convertiría en la pieza más famosa del autor, La señorita Julia. Strindberg, con todo, no buscaba reponer taquillazos, sino maridar la exigüidad de medios con una búsqueda estética. El resultado, además de montajes renovadores, fueron sus cuatro «obras de cámara»: La tormenta, La casa incendiada, La sonata de los espectros y El pelícano, todas ellas estrenadas durante el primer año del Intima.

Puede sorprender que algunas de esas obras voluntariamente «pequeñas» tengan una docena de personajes, pero a menudo los mismos actores interpretaban varios papeles, muchos de los cuales eran, en realidad, partes secundarias con poca más función que dar la réplica a tres o cuatro protagonistas. Las cuatro obras de cámara, en cualquier caso, son breves y abordan conflictos puntuales. Y la forma compacta se asocia con una de las obsesiones habituales de Strindberg: acercarse implacablemente a las vidas de los personajes para revelar las duras realidades que subyacen a las apariencias. El estudio de la intimidad acaba siendo un desvelamiento de patologías, como si el autor se adelantara al aforismo del psicoanalista Alfred Adler –quien se hubiera dado una panzada con Strindberg en el diván– de que «la única gente normal es la que no conocemos muy bien». La última de las piezas de cámara que escribió Strindberg es la más compacta de todas: El pelícano. La última frase del texto, «Ahora empiezan las vacaciones», sirve de título a la excelente versión libre de Pablo Bezerra que puede verse en La Casa de la Portera.

Por cierto, qué gran idea montar este Strindberg en La Casa de la Portera, donde todo pasa por la cercanía del público con los actores. En esta sala, la intimidad y la parquedad de efectos, es decir, el trabajo propiamente actoral, se lleva a extremos que ni Strindberg imaginaba cuando escribió, en el prólogo a La señorita Julia, que «si lográsemos tener un escenario pequeño y un salón pequeño, quizás entonces surgiría un nuevo teatro dramático». ¿Cuán pequeño es aquí el espacio? Como el salón del apartamento donde funciona el teatro: a ojo de buen cubero, unos veinte metros cuadrados, en los que se sitúa no sólo el lugar propio de la representación, sino, además, las sillas en que nos sentamos los espectadores, contra las cuatro paredes de la sala. Puede que la representación en sí, a estas alturas, no sea estrictamente novedosa, pero sin duda es una experiencia muy distinta de la que se tiene en los teatros tradicionales. Hay, de entrada, una realineamiento de la perspectiva. (Y la perspectiva importa en el teatro: no por nada las mejores localidades suelen ser las de la cuarta o quinta fila hacia el centro.) Cuando los actores se hallan a centímetros del público, se ven sus gestos más ínfimos y sus expresiones faciales, tal como quería Reinhardt. La voz resuena en un volumen más bajo, o, si se alza, crea una impresión física que rara vez se percibe desde un patio de butacas. Y, en un sentido también físico, está la presencia ineludible de los intérpretes, difíciles de reducir a meros personajes. 

Como para realzar la inmediatez, el montaje de Luis Luque ha optado por un estricto naturalismo, que empieza por una escenografía hecha de objetos cotidianos: una mesa, dos sillas, un aparador y una vieja estufa de gas. Las luces, una araña mortecina y apliques vetustos, son las del apartamento. En los dos momentos en que se oye música –Elvis Presley cantando The Impossible Dream, cuya letra es un agrio contrapunto a las penurias que se representan–, el sonido proviene de un reproductor de discos portátil, operado por uno de los actores. Y el vestuario parece no existir, como si cada uno de estos entrara a escena con la ropa de calle que trae puesta. La falta de artificio va en contra de la estilización que, según  sabemos, buscaba Strindberg en sus montajes, pero también reviste una cualidad genérica (pocas marcas de época, estatus, etc.) que orienta la situación hacia una universalidad bastante strindberguiana. Por esto, no me convence la presentación de esta adaptación como un texto que acerca el original a «nuestro crítico, convulso y corrupto presente». De hecho, la puesta en escena da la impresión de ocurrir un lugar y un tiempo inciertos, que con seguridad no es la Suecia de principios del siglo XX, pero tampoco se parece mucho a la España de principios del XXI. Se diría que ocurre en una especie de eternidad infernal, como las tragedias. 

No le va mal, por lo demás, la definición de tragedia doméstica, aunque no haya un solo héroe. Todo queda en familia: una madre (Lola Casamayor) ha criado a sus dos hijos en medio de grandes privaciones para darse la gran vida ella misma. Tras muchos años, los hijos la desenmascaran gracias a una carta que les deja su padre al morir; pero, para entonces, las heridas son tan hondas que no hay esperanza para nadie, y las deudas y la miseria se encargan del resto. La historia es una inversión de una leyenda acerca del pelícano (de ahí el título de Strindberg), que de ser necesario se rasga el pecho para alimentar a sus crías con su sangre. Aquí, la madre vampiriza a las crías, y no sólo en el sentido de que les quita la comida de la boca, hasta el punto de causarles carencias alimenticias; a la hija le quita también al marido. Detrás del argumento, están la ideas medio patológicas de Strindberg sobre el infierno que es la familia y su no menos rabioso antifeminismo (la mujer, escribe en el prólogo citado, es «esa forma raquítica del ser humano que está entre el niño y el hombre»); pero el diálogo es una maravilla de insinuaciones y contrapuntos.

La versión de Bezerra elimina el personaje algo superfluo de una criada que aparece al comienzo, reordena algunas escenas y agrega otras de su propia cosecha, haciendo hincapié en el conflicto puramente familiar. Por ello, resulta un poco menos inquietante que el original, pero es fluida y tiene momentos plenamente logrados. El diálogo entre los dos hermanos, una vez que descubren todo, es perfecto en su economía y ejecución: cifra lo terrible en tono de comedia, de un modo doblemente efectivo. También funciona muy bien la inclusión, hacia el final, de una historia sobre una imaginaria tierra de Cucaña que se hace eco de la canción entonada por Elvis. Y en todo momento las réplicas suenan naturales, lo que refuerza el naturalismo de los actores. En este sentido, Lola Casamayor es temiblemente convincente como la madre-vampiro. Raúl Tejón, un actor muy enérgico que alguna vez me dejó con dudas en su interpretación de Ivanov, está impecable en el papel de Axel, un canalla seductor. Pero quienes más se lucen, quizá porque tienen los papeles con mayor número de matices, son Juan Codina y Raquel Pérez como los hijos. Ninguno de los dos, hay que decirlo, tiene ya edad para interpretar a un hijo que vive bajo la férula materna, y los ajustes del texto para justificar esta anomalía cronológica, como convertir al hijo en un parado en vez de un estudiante, no son muy persuasivos; pero importa poco. Codina y Pérez poseen algo mucho más importante: la habilidad de vehiculizar una personalidad verosímil. Actores sólidos, nos convencen de que sus personajes son realmente posibles.

* * *

En frío, siempre me ha parecido que la señorita Julia era un personaje bastante imposible. ¿Una muchachita de alcurnia del siglo XIX que, una noche de fiesta, se entrega a su criado, para después suicidarse por la deshonra? ¿En qué cabeza cabe? Obviamente, en la de Strindberg, que se jactaba de haber planteado una «multiplicidad de motivos» para explicar el «trágico destino» de la chica, enumerándolos así: «el carácter de la madre; la equivocada educación que le da su padre; su propia manera de ser y la influencia del novio en un cerebro débil y degenerado […]; el ambiente festivo de la noche de San Juan; la ausencia del padre; su indisposición mensual; sus ocupaciones con los animales; la excitación del baile; el crepúsculo vespertino; la fuerte influencia afrodisíaca de las flores, y, finalmente, la casualidad que lleva a la pareja a una habitación solitaria, amén del atrevimiento del hombre excitado». Strindberg tenía talento para las enumeraciones: la anterior no sólo es casi borgiana en sus saltos cognitivos, sino que describe al dedillo los momentos centrales de la obra. También resume, sin querer, los problemas a que se enfrentará al montarla un director menos misógino que el autor. Usted disculpe, don August, con eso de cerebro débil y degenerado, ¿se refiere a…?

La respuesta puede imaginarse, en un tono medio airado, tomando otra frase del mismo texto: «mis personajes son caracteres modernos que viven en un época más vertiginosamente histérica que, al menos, la precedente». ¡Ja! Con prudencia, pues, habrá que aceptar que Julia es un poco degenerada, o cuando menos alocada, además de muchas otras cosas. En el montaje de La señorita Julia estrenado en el Ateneo en La Noche de los Teatros, Julia es, en efecto, un poco de todo, desde una joven que disfruta con la provocación sexual hasta una enamoradiza imaginaria, pasando por una furia contrita; en una de sus réplicas centrales, para colmo, dice que no tiene «una sola idea propia», más allá de las que le inculcaron sus padres. Esa variedad de estados de ánimo exige a quien la interprete algo así como el equivalente actoral del multiinstrumentalismo. Elena García Moreno, una actriz de presencia radiante, con un rostro que enloquecería a Egon Schiele, se desempeña mejor en algunos que en otros: son estupendos sus momentos de furia, vivaces sus provocaciones, pero algo sensibleros sus silencios y temblores, que el director, Rubén Ruiz, podría haber marcado con más sutileza. La acompañan, como el criado, Javier Fadón, correcto y a veces cautivante; y, como la criada, Miriam Martínez, que da con precisión la única nota que le toca a su papel.

Después de un muy buen arranque, en el que los actores se veían cómodos en sus papeles, la obra tuvo unos cuantos traspiés de dicción y tono, exacerbados, sin duda, por un público que no acompañaba (en mitad del espectáculo, sonó un teléfono móvil, y las risas coincidían con los momentos más intempestivos, como si lo que causaba gracia fueran los dilemas morales de la sociedad de hace casi ciento treinta años: ¿qué esperaban ver, Dinastía?). El texto,  por lo demás, me dio la impresión de padecer algunos problemas de ritmo, que sin duda se subsanarán en sucesivas funciones. No obstante, es de destacar la dimensión del desafío: interpretar La señorita Julia en su totalidad, sin retoques ni cortes simplificadores. Noventa minutos de duelo psicológico y claustrofobia emocional. ¿Qué más se puede pedir?

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