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Chinoiserie

EL PERFUME DEL CARDAMOMO. CUENTOS CHINOS

Andrés Ibáñez

Impedimenta, Madrid

154 pp.

17 euros

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La lengua castellana no está exenta de estereotipos de la cultura china. Si algo no se entiende es «chino básico»; una tarea difícil es «de chinos»; y un embuste es un «cuento chino». La imagen de una China opaca, intrincada y caprichosa se cuela a veces en la literatura. Es famoso que Borges imaginó, en «El idioma analítico de John Wilkins», una enciclopedia china en la que los animales están divididos en «a) pertenecientes al Emperador; b) embalsamados; c) amaestrados; d) lechones; e) sirenas; f) fabulosos; g) perros sueltos; h) incluidos en esta clasificación; i) que se agitan como locos; j) innumerables; k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello; l) etcétera; m) que acaban de romper el jarrón; n) que de lejos parecen moscas». Es una gran enumeración, que combina humor con un genuino asombro metafísico. Pero cabe preguntarse si hacía falta irse hasta la China a buscar al enciclopedista. Los bestiarios europeos, que el autor conocía bien, son comparablemente excéntricos, y la enciclopedia imaginaria habría podido ser sajona o andaluza. Exagerando, podría acusarse a Borges de exotismo orientalista.

No hay por qué exagerar, pero el exotismo constituye un riesgo siempre que un autor se aventura en una cultura ajena. Andrés Ibáñez, autor de estos cuentos chinos, no es, «en modo alguno, experto en literatura china», según confiesa en el apéndice «Unas palabras para después de la lectura», pero tampoco ignora los problemas de la apropiación. Sus cuentos, aclara, no quieren ser pastiche ni parodia, sino más bien un «homenaje a una cultura» y «a un cierto tono de decir las cosas». Ibáñez define ese tono como una «mezcla de incomparable lirismo, melancolía y un súbito sentido práctico de las cosas», y elogia la elegancia con que la prosa china yuxtapone frases e ideas, provocando «suaves violencias». Esta última combinación de adjetivo y sustantivo, tan apta y sorprendente, es prueba de que ha hecho suya la prosa que admira.
 

El perfume del cardamomo consta de veinticinco textos que van desde poemas en prosa de pocas líneas hasta cuentos de extensión mediana, pasando por otros de apenas una o dos páginas. Si hay una unidad, tiene que ver con la serenidad de la escritura y la propensión de Ibáñez a la parábola. En el primer cuento, «La mujer del bandido», una niña raptada por unos salteadores salva su vida al acceder a matar a los demás cautivos; antes de cortarles la garganta, les dice que levanten el rostro y miren «al cielo, país de la garza y el halcón, morada de los inmortales». «Las Hermanas Wang», otro cuento de bandidos, presenta a una muchacha llamada Barra de Peonías que, dormida a la vera de un río, es poseída por un bandido «con tanta delicadeza que la joven ni siquiera se despertó»; luego de varias peripecias, los amantes huyen con las seis hermanas de la muchacha, en un desafío supremo a la autoridad paterna. Cierta melancolía combinada con un humor muy particular y el «sentido práctico de las cosas» aparece en «Historia de Chi Hsin Mien, el insaciable», uno de los mejores cuentos de la colección, que empieza memorablemente: «Chi Hsin Mien era un hombre tan insaciable en sus apetitos voluptuosos que tenía a sus tres mujeres desesperadas».
El ventrilocuismo está logrado hasta el punto de que no sería imposible creer que estos y otros textos han sido traducidos del chino. La vaguedad histórica y geográfica contribuye al efecto de extrañamiento. Se habla de «la ciudad de X», «la universidad de M», «la provincia de H», sin particularizar dinastías determinadas. En «El puente colgante de Bosha», uno de los pocos topónimos del libro, aparecen desarrollos tecnológicos que nos llevan a inferir que estamos en un momento del siglo XIX; pero no hay precisiones. El vocabulario de los relatos es, asimismo, menos pintoresco que imprecisamente descriptivo: se menciona la «postura del loto», los «cerezos en flor», los «enebros», no porque sean exóticos sino, al contrario, porque se trata de elementos habituales en el mundo imaginado. Considérese la siguiente oración, del cuento recién aludido: «Una hermosa tarde de principios de primavera, tomé un tren para dirigirme a la ciudad de Bosha, famosa por sus camelias y sus peonías, y cuyo puente colgante, construido poco después de la guerra, es una de las maravillas arquitectónicas de la provincia». La oración captura toda una atmósfera con su impecable equilibrio sintáctico. Pero al mismo tiempo aquello que nombra –el puente, las peonías, la guerra– es genérico. Paradójicamente, la China fabulosa de Ibáñez, disociada de realidades concretas, es muy convincente como invención.

A otra serie pertenecen los textos breves o poemas en prosa. Ibáñez elogia la «cualidad imagista» de la literatura china, una declaración que lo emparienta, más que con China, con Ezra Pound o T. E. Hulme, quienes a principios del siglo XX buscaron en la poesía china nuevas formas para la inglesa (incidentalmente, una mejor traducción de imagist, el término de Pound, sería «imaginista», esto es, relativo a la imagen). Un poema imaginista por excelencia es el dístico de Pound titulado «En una estación de metro»: «La aparición de los rostros en la multitud; / pétalos sobre una rama húmeda y negra». Ibáñez intenta algo similar en «Diferencias»: «Vistas desde una cierta distancia, las flores de cerezo parecen una nube blanca, o una oleada de espuma […] Si se coge una sola flor y se la hace girar entre los dedos, parece el parasol de una damisela elegante». Algo así es poco más que un ejercicio de estilo fechado, pero «La luna en estío», otro texto breve, hace muy buen uso del imaginismo chino-modernista. Un muchacho espía a una lavandera acalorada y, cuando uno de los «pequeños senos» de la muchacha «se hace visible», piensa en «la luna inalcanzable». Como en la «luna enredada en los mástiles» de Hulme, la imagen captura tácitamente una emoción.

Los problemas aislados del volumen se relacionan fundamentalmente con las influencias no chinas que colonizan la «China imaginaria» del autor. En «Del mundo flotante» se habla del «pabellón de los gozos», un lugar donde se cuentan historias innumerables. Ibáñez ensaya una clasificación: «Historias de cortesanas […] Historias del bastoncito tallado de jade del duque Cormorán Negro […] Historias que suceden sobre el lomo de un elefante», y así sucesivamente. La China, en dos palabras, se ha convertido en el universo fantástico de Borges. Y, ya en el título del cuento, se ha convertido primero en Japón: la frase «mundo flotante» designa un aspecto decadentista de la cultura nipona, re­crea­do por ejemplo en Un artista del mundo flotante, de Kazuo Ishiguro. Ibáñez admite «una cierta influencia japonesa» en su libro («una gran» habría sido más exacto) y dice que no ha buscado una «exactitud antropológica o histórica», por lo que «estos cuentos estarán llenos de travestismos culturales». La admisión no exime al autor de veleidades orientalistas, pero sería mera pedantería negarle a El perfume del cardamomo, un libro tan encantador, el «espíritu azul celeste de la prosodia china». 

 

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