Escuchando a los artistas hemos llegado a saber que toda obra de arte (y, quizá, cualquier obra humana) es, a la postre e independientemente de su belleza y mérito, una especie de máscara mortuoria de las intenciones que se propuso su autor. Pálido reflejo del deseo inicial, el resultado es, en el mejor de los casos, una aproximación al deslumbramiento primero. Desde el Romanticismo, el artista atormentado que persigue obsesivamente la perfección se convierte en un privilegiado motivo literario. Los escritores se fijan interesadamente –es una manera de objetivar las propias zozobras creativas– en sus colegas pintores en un momento en que las artes plásticas y, de modo especial, la pintura, experimentan las transformaciones de la modernidad. El artista maldito