Buscar

La ley del aborto

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Dos cosas se pueden decir con seguridad sobre la ley del aborto, conocida también como ley Gallardón. Uno: el Gobierno ha metido la pata. Dos: el estrépito formidable levantado por la ley en los medios de comunicación no ha producido, ni siquiera favorecido, un auténtico debate. Ni periodistas, ni políticos, ni progresistas, ni reaccionarios, han entrado en el fondo de la cuestión: la de si es lícito abortar o no, y si lo primero, por qué, y si lo segundo, también por qué. Rajoy tardó pocos días en ponerse de perfil y pasar la patata caliente a los dirigentes regionales. Y la izquierda ha menudeado sobre todo gestos, los cuales no equivalen exactamente a argumentos. Cuando se cuenta con el apoyo de la platea, no es necesario razonar: se hinchan los carrillos, se hace «¡buuu!», y el contrincante ya está perdido. Pero vayamos por partes.

La ley ha sido un error político porque una mayoría grande de españoles daba por buena la ley anterior, más liberal. Es más: una mayoría amplia de votantes populares, incluso una mayoría de católicos, aprobaba, o por lo menos no consideraba urgente desaprobar, la normativa vigente. El PP no está amenazado por partidos que puedan disputarle el voto a su derecha. No se comprende, por tanto, qué ha movido a Gallardón a meterse en este berenjenal, o al Gobierno a seguir sus pasos. Una explicación, puramente conjetural, es que los sectores más integristas del electorado popular han logrado ejercer una presión no proporcionada a su peso en la sociedad, incluida la sociedad conservadora. Otra explicación, quizá más plausible, es que al Ejecutivo se le ha ido el santo al cielo. Para las acciones que se realizan como si se estuviera pensando en otra cosa, los ingleses han atesorado una expresión muy elocuente: acts of distraction. Al tiempo que nos hacemos el nudo de la corbata, nuestra mente se derrama hacia recuerdos de extrarradio (el fútbol, una multa injusta, lo mal que nos dieron de comer en casa de Fulano o Zutano). Al cabo termina por salirnos un nudo marinero, y también un palmo de lengua por la presión de la corbata sobre nuestro cuello. El coste de la ley ha sido grande para el PP. Además de incomodar a muchos ciudadanos, ha brindado a la oposición la oportunidad, una oportunidad de oro, de encerrar al partido en el perímetro de una caricatura: ahí está la derechona de siempre volviendo por sus fueros, etc., etc. Se han oído vientos de fronda en las jerarquías populares, Rajoy ha desamparado a su ministro, y parece claro que la ley acabará un tanto estropeada. El ministro, ídem de ídem. Hasta aquí, la política.

Ley de supuestos y ley de plazos

Voy ahora a los conceptos. La ley promulgada en 2010, o ley Aído, era una ley de plazos, o mejor, una ley de plazos templada por una serie de supuestos. Una ley de plazos pura señala hasta qué momento se puede abortar libremente, y a partir de cuál esa libertad cesa. La ley Aído situaba el plazo en las catorce semanas. A la vez, permitía la interrupción ulterior del embarazo en aquellos casos en que el feto presentara malformaciones incompatibles con la vida o síntomas de padecer una enfermedad incurable. Por tanto, era una ley de supuestos, y no sólo una ley de plazos. La ley Gallardón suprime los plazos y endurece los supuestos. Sospecho que entre la práctica y la teoría media una distancia enorme, y que más determinante aún que la enumeración de supuestos, es la interpretación que se acuerde hacer de éstos en el rifirrafe de la gestión sanitaria. Pero aquí quiero hablar de principios y de ideas, no de lo que efectivamente ocurre en los hospitales. En lo que toca a los principios, el contraste entre una ley pura de plazos y una ley pura de supuestos es nítido y radical, con independencia de qué generosos o restrictivos sean los supuestos, o qué estrechos o amplios los plazos. Una ley pura de supuestos nos invita a comparar daños… y elegir el mal menor. La eliminación del feto constituye un daño; el sufrimiento físico o síquico de la madre (u otros hechos obvios), también son un daño. Se cotejan las dos situaciones, y se autoriza el aborto cuando se estima que el futuro alumbramiento acarreará más perjuicios que su frustración por medios artificiales.

En una ley de plazos, por el contrario, se reconoce a la madre franquía absoluta para abortar. En el caso más extremo, la madre podrá interrumpir su preñez en cualquier instante anterior al parto. Cuando no se quiere llegar tan lejos, se fijan fronteras. Por ejemplo, catorce semanas (ley Aído). O veinte semanas, o veintidós. ¿Qué criterio se invoca para echar el freno a las catorce semanas y no transitar, pongamos, hasta las veintidós? La idea de fondo, imagino, es que un feto bien formado de veinte semanas está más cerca de ser una persona cabal, que un embrión de catorce. Destruirlo produce, por tanto, mayor zozobra. Esto se comprende. Ello dicho, subsisten algunas turbiedades. Consideremos, a modo de analogía, la edad mínima para emitir el voto en unas elecciones democráticas. La presunción es que sólo pueden votar responsablemente los que reúnen madurez o luces suficientes, y que esa madurez no está garantizada antes de los dieciocho años. Simultáneamente, a todo el mundo se le alcanza que no todos los adultos se encuentran preparados para votar inteligentemente, por muchas canas que peinen. De añadidura, la historia efectiva de la democracia no abona un número redondo en particular (dieciocho años justos, no dieciocho menos un día). Han regido, en tiempos, los veintiún años, o umbrales aún más altos.

La ley Gallardón ha permitido a la oposición cerrar al PP en el perímetro de una caricatura

¿Hemos de conceder importancia a estas laxitudes y aparentes arbitrariedades? No, porque lo que verdaderamente pesa, es una reflexión anterior y mucho más general. Si no se estableciese un mínimo universal para el derecho de voto, habría que decidir, caso por caso, quién vota o quién no. Lo último no se podría hacer sin fundar antes una agencia encargada de asignar discrecionalmente la franquía en cuestión, y entonces cae de por sí que desaparecería la democracia, secuestrada por un tribunal propietario de libertades que las cartas constitucionales declaran inalienables. De modo que hay que estatuir una cifra exacta, aunque las ponderaciones que la autorizan sean sólo aproximativas. Casi todos estamos de acuerdo en que no voten los niños de cinco años, o los discapacitados mentales. Casi todos consideramos razonable que exista cierta correlación entre la edad mínima exigible en un votante, y la que se requiere para obtener el carné de conducir o contraer matrimonio sin una dispensa especial. Aceptado esto, fiamos los detalles al legislador, y aquí paz, y después gloria.

El contencioso del aborto nos coloca en una situación en muchos aspectos distinta. Observaré sólo lo siguiente: mientras que no escandaliza que se modifique en tres años (o dos o uno) la edad del voto, sí produce cierto desasosiego que se pueda alargar convencionalmente el período durante el cual un ser humano en esbozo resulta suprimible ad libitum. Como no tengo por qué ocultar mis opiniones personales, les diré que no soy hostil a una ley de supuestos bastante liberal, aunque me tentaría varias veces la ropa antes de saludar sin reservas una ley de plazos. Seré más explícito todavía: estoy más abierto a una ley de supuestos francamente liberal, que a una ley de plazos muy restrictiva. Articular este sentimiento no es, no obstante, sencillo. El que quiera sencillez, claridad, el que exija, en fin, respuestas taxativas, no tendrá más remedio que deslizarse hacia las posiciones extremas. Estas son, en rigor, dos: la integrista y, en el polo opuesto, la libertaria. El resto de la carta va enderezada a discutir estas dos posturas, con una coda al final en que analizo una tercera posición, enormemente popular en los tiempos que corren. Empiezo por el integrismo, no sin permitirme algunas simplificaciones.

Los argumentos del integrismo

El integrista equipara el huevo impregnado con una persona y resuelve todas las dificultades de un tajo. A los que abogan por una ley de plazos, replica que no hay derecho a suprimir a una persona por mucho que ésta no haya alcanzado aún un estadio de desarrollo definitivo (tampoco un adolescente, se suele agregar, ha alcanzado su estadio de desarrollo definitivo). Frente a una ley de supuestos, se advierte poco más o menos lo mismo: el que provoca un aborto comete un asesinato, y la evitación de un asesinato ha de prevalecer sobre cualquier otra consideración. Ni la salud de la madre, ni las taras del nasciturus, ni nada de nada, son razón bastante para segar una vida humana. Por supuesto, es debatible que un embrión sea una persona. Locke, en su Ensayo sobre el entendimiento humano, afirma que el concepto de persona es esencialmente forense: lo aplicamos sólo a agentes inteligentes, capaces de comprender lo que es la ley (o, añade, de ser desgraciados o felices). Esto no parece muy descaminado, o demasiado remoto del uso que efectivamente damos al término «persona». La resulta es que, al no ser un embrión un persona, separar a un nasciturus del seno materno no equivale a un asesinato. Por descontado, el integrista no opina lo mismo. Para él, la personalidad es un hecho de carácter natural y ontológico a un tiempo: el embrión es persona o no lo es, y si lo es, y él sostiene que lo es, persistirá en serlo a despecho de que no se halle inserto en un entramado jurídico o político, o sea incapaz de desplegar las habilidades de un registrador de la propiedad o de un conductor de Fórmula 1. Así planteado, el dilema carece de solución: no habrá argumento que persuada al integrista de la licitud del aborto, ni, al contrario, será posible convencer al defensor del aborto de que está proponiendo una de las variantes del parricidio. Pienso, con todo, que la actitud del integrista no se deriva meramente de una composición de lugar especulativa sobre la naturaleza del embrión. En Occidente al menos, el integrismo está instalado en una vieja tradición católica que es útil conocer y que ayuda a aclarar algunas cosas. Tras viajar lo suficiente hacia el pasado, se descubren tres doctrinas distintas, si bien relacionadas entre sí:

1) Condena del sexo recreativo.
2) La exhortación a los casados para que generen familias numerosas.
3) La exaltación del celibato entre los cristianos perfectos, esto es,  aquellos que consagran su existencia a la adoración del Señor.

La tercera doctrina guarda conexión evidente con la primera: si es más perfecto ser célibe, cae de por sí que la actividad sexual, imperfecta de suyo, lo será tanto más cuanto más centrada en sí misma, esto es, cuanto más orientada al placer. La segunda doctrina es complementaria de las otras dos. Si todos los cristianos fueran perfectos y célibes, se acabaría la especie en el curso de unos años. No ha llegado aún, empero, el final de los tiempos, y es necesario por tanto que los hombres perseveren en multiplicarse. ¿Cómo? Teniendo los cristianos casados los hijos que no tienen los cristianos perfectos. De aquí se infiere que la actividad sexual es lícita, y hasta respetable, en tanto se dirija a la procreación y no al placer. Sea como fuere, la aproximación al sexo de los católicos antañones ha sido, por lo común, reticente en extremo. No me resisto a citar una afirmación de Inocencio III, que tomo de un libro de John Passmore titulado La responsabilidad del hombre frente a la naturaleza (página 165 de la edición española de Alianza Universidad: yo mismo traduje el libro hace ya muchos años): «El comercio carnal entre los cónyuges es causa de un escozor de la carne, y un calor ardiente, y una puerca concupiscencia».

Una ley pura de supuestos invita a comparar daños… y elegir el mal menor

Ya no quedan católicos como Inocencio III, o habría que buscarlos con candil. Esto dicho, no cabe negar que continúa subsistiendo de modo residual, en algunos sectores católicos, una tendencia notable a desaprobar el sexo allí donde éste no se restringe al cumplimiento del débito matrimonial. Es obvio, igualmente, que la condena del aborto será tanto más firme, cuanto más se afee el sexo recreativo, o lo que monta a lo mismo, cuanto mayor sea la tendencia a entender que la práctica del sexo es inmoral si no persigue la procreación. En efecto, destruir el embrión no entrañaría sólo destruir una vida, sino que supondría entrar en conflicto con lo único que infunde sentido al contacto físico entre un varón y una mujer: a saber, que ésta termine por traer un ser humano al mundo. El aborto degrada retrospectivamente a la cópula, a la que se ha arrebatado su única razón de ser: producir frutos.

Que me haya demorado en el concepto que los católicos conservadores se forman del sexo, no significa que éste sea el único factor en la Weltanschauung integrista. Es probable que no sea tan siquiera el más decisivo. Cierta idea de Dios, cierta idea de la familia y de la responsabilidad individual, cierta noción del orden natural, pesan también mucho, y, sobre todo, pesan de consuno, tejiendo una madeja de emociones, tabúes y obligaciones muy compleja. Una cosa cabe agregar con aplomo. Y es que, mientras que el integrismo ha entrado en cuarto menguante dentro de nuestras sociedades (varias declaraciones de Francisco I lo atestiguan), las actitudes y políticas libertarias propenden a radicalizarse. En lo que toca al aborto, el libertarismo se encuentra más cerca de lo políticamente correcto, que el integrismo. Me ocupo a continuación del libertarismo.

Argumentos libertarios

Resumo también por las bravas la posición del libertario extremoso. El libertario asevera que el embrión es un accidente que ocurre en el cuerpo de la madre, y que ésta tiene derecho a disponer de él como quiera. He de decir que, si bien considero la ley Gallardón absurdamente restrictiva, no experimento un entusiasmo desmedido hacia el argumento libertario. En primer lugar, me parece una torpeza hablar del embrión en los mismos términos que se aplican a un quiste o a la hidropesía. El problema no reside en que el embrión no constituya un accidente dentro del cuerpo de la madre. Literalmente, es un accidente dentro del cuerpo de la madre. La cuestión está en el lenguaje y en los énfasis que éste lleva implícitos. También un individuo cualquiera consiste, literalmente, en un amasijo de nervios, carne y huesos. Pero estimaríamos insultante compendiar el fusilamiento del general Torrijos diciendo que el pelotón ultimó, por orden del Gobierno, un amasijo de nervios, carne y huesos.

En segundo lugar, la tesis de que la madre tiene derecho a disponer discrecionalmente del embrión, merece ser recibida con cautela. En un artículo escrito por una persona cuyo nombre desvelaré más tarde («El consenso que nunca existió»: El País, 9 de enero de 2014), leemos: «Las que queríamos poner fin a esa situación [la prohibición del aborto] hacíamos campañas con eslóganes parecidos a los de ahora: “Nosotras parimos, nosotras decidimos”, “El cuerpo es mío”, “Yo mando en mi cuerpo”…».

Los eslóganes «Yo mando en mi cuerpo», o «El cuerpo es mío”, no encierran todavía las consecuencias que la autora del artículo les atribuye. Aunque mi cuerpo es mío, y aunque mande en él porque es mío, hay cosas que no estoy autorizado a hacer con mi cuerpo: verbigracia, usarlo para asaltar un banco o partirle la cara a un señor que no me gusta. A fin de que la consigna adquiera sentido, es necesario estirarla un poco: «Como todo lo que le ocurre a mi cuerpo sin perjuicio de un tercero, sólo me concierne a mí, tengo derecho a abortar».

¿Quiénes aparecen como terceros? No el feto, una no-persona conforme a la doctrina libertaria, sino la sociedad en general y el padre en particular. Ahora bien, ¿es cierto que ni la sociedad, ni el padre, ven lesionados sus derechos cuando el feto se destruye sin su autorización? Tradicionalmente se ha supuesto que tanto la sociedad como el padre son titulares de derechos y depositarios de obligaciones en lo referido a la protección del feto, o mejor, soportan obligaciones que a su vez generan o justifican derechos. Tomemos al padre. El cuerpo de la madre alterado por la preñez, esconde un fruto del que el padre se hará cargo parcialmente, cuando llegue el momento. Excluir al padre potencial de las decisiones sobre el nasciturus se me antoja, por consiguiente, un tanto excesivo, diga la ley esto o lo de más allá. Les presento un caso nítido, clear-cut: un hombre y una mujer acuerdan tener un hijo. El padre se compromete lealmente a participar en la educación y sostenimiento de ese hijo. La madre cambia de parecer sobre la marcha, y aborta. Es verdad que la relación de la madre con el embrión es más estrecha que la del padre. Pero no está claro que la frustración de las expectativas paternas constituya un hecho irrelevante.

Una ley de plazos reconoce a la madre libertad absoluta para abortar durante un periodo de tiempo determinado

Pasemos, acto seguido, a la sociedad, la cual solía llamarse a la parte acreditando, lo mismo que el padre, derechos y obligaciones. El libertarismo desmantela desde su base este entramado de vínculos y declara a la madre suelta y dueña de sí: ni la sociedad es quién para meterse en sus asuntos, ni ella está facultada para reclamar la ayuda de la sociedad. Como he afirmado hace un momento, todo esto es discutible. Pero no es contradictorio. ¿Asunto concluido? No, hay que cavar más hondo. La posición libertaria va unida al concepto que los libertarios cultivan, no sólo sobre lo que es una persona, sino, también, un cuerpo humano. A fin de hacerse cargo de esto último, conviene retroceder hasta el liberalismo primigenio, del que el libertarismo constituye una esquematización y, a la vez, una brutalización. El autor de referencia es de nuevo Locke. Pero no el Locke de Ensayo sobre el entendimiento humano, sino el Locke del Segundo ensayo sobre el gobierno. Locke invoca la ley natural para declarar inalienables e intangibles tres haces de derechos: los que protegen la vida (contra el asesinato, la mutilación, la tortura, etc.), los que aseguran la libertad, y los que garantizan la propiedad (estate). Es muy importante advertir el pasillo que comunica el primer haz de derechos con el tercero. En esencia, Locke asocia la propiedad con el trabajo, y éste con el modo en que nuestros cuerpos, en sentido amplio, han de ejercitarse en la procura o fabricación de un bien. Un ejemplo. En un medio primordial, de población escasa y abundancia de recursos, ciertos bienes, sin ir más lejos, los frutos de un árbol, están a disposición del que quiera recogerlos. El fruto apropiable, sin embargo, no es, aún, un fruto apropiado; para que el fruto se convierta en propiedad, es preciso que alguien haga el esfuerzo de separarlo de la rama de que pende. Es este esfuerzo el que añade trabajo al fruto, y lo hace pasar, de bien intacto y mostrenco, a bien transformado y poseído. La propiedad queda identificada, en cierto modo, con una prolongación de nuestros cuerpos. La propiedad es trabajo corporal coagulado, y el que atenta contra la propiedad está atentando, a la postre, contra la integridad física del propietario.

A la luz de este precedente remoto, se comprende mejor por qué, desde una perspectiva libertaria, el derecho al aborto ha de ser ilimitado. En sentido estricto, irle a la mano a la madre para que no aborte, sería impedir su libertad de movimientos; en sentido laxo, equivaldría a restringir su derecho de propiedad. Sería como decidir por ella qué destino hay que dar a su casa, su ajuar o su dinero. La materialización de un nuevo ser humano, después de ocurrido el alumbramiento, pone coto de modo automático a los poderes discrecionales de la madre. Pese a los trabajos y fatigas que al parto van unidos, el niño no es ya una extensión del cuerpo materno: constituye un ente con personalidad propia, esto es, un sujeto protegible por la ley. Por descontado, el libertarismo es hostil a una ley de supuestos. Estos resumen o reflejan un consenso social: invocar el supuesto X o el supuesto Y, es lo mismo que circunscribir la libertad de elección de la madre a circunstancias que la sociedad considera excepcionales («¿Qué hacer con un embrión que presenta distrofia muscular de Duchenne?»; «¿Es lícito imponer la maternidad a una mujer que ha sido forzada?», y así de seguida). A la inversa, una ley de plazos reconoce a la madre autonomía completa durante los primeros meses de embarazo, o, quizá, durante todo el embarazo. Bien, se puede estar o no de acuerdo con la abstención social que el libertarismo propugna (yo no lo estoy). Pero repito que se trata de un planteamiento consistente. Vayamos… a la tercera doctrina.

La perspectiva socialista

Ha llegado el momento de desvelar la identidad de quien escribió el artículo que he citado antes: se trata de Amparo Rubiales, militante del PSOE y antigua consejera de la Junta de Andalucía.

Amparo Rubiales es una socialista perfectamente normal, y su argumento sobre el aborto refleja las certezas prevalecientes en el PSOE y los restantes partidos socialistas europeos. Pese a ello, las palabras de Rubiales desprenden un inequívoco aroma libertario, al punto de que me he permitido la travesura de fingir que la abajo firmante constituía una réplica de Robert Nozick o un anarcocapitalista tomado al azar. ¿Es el libertarismo congruente con el socialismo? No, interpretados cada uno como visiones del mundo a gran escala. El libertarismo prohíbe que se intervenga en el cuerpo de Mengano o Zutano, o lo que esos cuerpos generan a través del trabajo, sin la anuencia respectiva de Mengano o Zutano. Para el socialismo en su acepción comunista, por el contrario, los recursos generados por Mengano o Zutano son patrimonio común de todos. En sus versiones más moderadas, el socialismo propugna que parte de lo que el individuo ha adquirido con su trabajo sea distraído hacia el socorro de los necesitados, una mayor igualdad, o el bienestar general. La filosofía socialista, en fin, difiere radicalmente de la libertaria sobre cuestiones que son generales y profundas a la vez. ¿Cómo se las componen entonces Amparo Rubiales y sus compañeros de credo para combinar el socialismo propedéutico con actitudes que, en lo relativo al aborto, acusan signos libertarios?Cabría objetar que, en una democracia, la oposición libertarismo/socialismo es sóo aparente. ¿Por qué? Porque el individuo, al aceptar la democracia, también acepta como suyas las decisiones de la mayoría. Rousseau redujo ad absurdum esta idea en El contrato social. Imaginemos que se procede a una votación y salen malparadas las propuestas de Fulano. Pues bien, Fulano no percibe que se vaya a hacer lo contrario de lo que él quería; lo que descubre es que él nunca ha querido lo que antes de la votación le había parecido querer. Desde un principio quiso, aunque no lo advirtiera, lo que la voluntad general finalmente querrá (olviden la violencia en el uso de los tiempos verbales). La filosofía política rousseauniana reinterpreta cualquier intervención ab extra en la esfera individual, como participación ab intro, con la consecuencia de que el concepto de opresión de la minoría por la mayoría se hace informulable y desaparece por escotillón.
La filosofía libertaria, por cierto, no excluye la posibilidad de que el individuo se sujete voluntariamente al dictamen de la mayoría, expresado como la mitad más uno de los votos, o los dos tercios, o el 72% o lo que se prefiera (los detalles no importan). Pero se trata de una posibilidad marginal. Tampoco es lógicamente incompatible con el libertarismo que Fulano se venda libremente como esclavo. El libertario puede aceptar la esclavitud voluntaria, y puede aceptar la democracia. Lo normal, sin embargo, es que no abrace ni la una ni la otra.

El integrista equipara el huevo impregnado con una persona

La respuesta pasa por dividir lo que se entiende por propiedad. Tesis 1: en tanto en cuanto forma parte del cuerpo materno, el embrión es propiedad de la madre y no de la sociedad. Tesis 2: a despecho de que se acumula riqueza trabajando, y de que son nuestros cuerpos los que trabajan, la riqueza pertenece a la sociedad y no al individuo (o pertenece al individuo sólo en determinado porcentaje). Cabría formular lo mismo mediante una perífrasis no carente de interés. El cuerpo de la madre se expresa gestando embriones y también trabajando. Lo que se desprende de la primera actividad no es susceptible de socialización. Sí, sin embargo, lo que resulta de la segunda. Esto, de nuevo, no es contradictorio. Pero suena raro. En cierto modo, los socialistas han adoptado el lenguaje y la lógica libertarios, pero se han detenido antes de aplicarlos hasta el final, entiéndase, más allá del instante en que se verifica el alumbramiento. Los conservadores mainstreamSer conservador mainstream, tal como entiendo aquí la expresión, no equivale a ser integrista. El conservador afirma que la preñez de la madre es un asunto que afecta a la sociedad y del que ésta no debe ser excluida. El integrista añade la voluntad de Dios. Las leyes sociales, en la medida en que son válidas y, por tanto, vinculantes, tienen su fundamento último en Dios.  también acumulan motivos para estimar que la posición socialista es sincrética, mixta. Si resulta, como asevera el socialismo, que la comunidad detenta títulos parciales de propiedad sobre los cuerpos de los adultos, debería argumentarse claramente por qué esos títulos no se extienden a lo que encierra el cuerpo de una mujer embarazada.

Estas complicaciones no son nuevas. El socialismo no ha sido, nunca, meramente redistributivo. En el socialismo ha existido con frecuencia una veta libertaria. Es conocido que Fourier imaginó para la humanidad un futuro sexual un poco como el de Oh!, Calcutta!, sólo que a lo grande. Y lo mismo Marx que Engels previeron el final de la familia burguesa y relaciones libres entre hombres y mujeres (no así Proudhon). Las anticipaciones de Marx o Engels se alojan en un espacio virtual o quizá místico: el de la sociedad redimida por la revolución. En una sociedad comunista, el cuidado de los niños correría por cuenta de todos, y la preñez no deseada no representaría una tragedia para la madre ni suscitaría los dilemas que intentan prevenir los métodos anticonceptivos o ataja, a toro pasado, el aborto. La mística deja poco margen al desarrollo discursivo: es muy difícil escribir varias páginas seguidas sobre un futuro en que nada impide la conciliación de los contrarios (la responsabilidad con la ausencia de cálculo, la realización personal con la consagración a la comunidad), de modo que los veterosocialistas prefirieron concentrarse en la crítica del capitalismo: por qué beneficiaba a éste la existencia de un ejército industrial de reserva, por qué le venía como anillo al dedo que los hábitos copulatorios de los pobretes generasen personal por encima de la demanda de trabajo, etc., etc.

Los socialistas han adoptado la lógica libertaria pero se han detenido antes de aplicarla hasta el final

Pero ahora el socialismo ha perdido su ímpetu revolucionario. Anulada la mística, aceptado el mercado y las innumerables claudicaciones inherentes a la transacción política, el presente antes atroz se ha convertido en un presente meramente administrable y la utopía en un bien que hay que incorporar, domesticado, jibarizado, a la gobernanza diaria. El desenlace es una ética híbrida: lo mismo que el privilegio deja de serlo y se eleva a un derecho cuando se extiende a todos, el individualismo burgués, vituperable en tiempos, se dignifica como autonomía tras ser universalizado, promovido y, si a mano viene, sufragado por el Estado. Observé, a propósito de los integristas, que no es hacedero comprender su actitud hacia el aborto sin situarla en un contexto más amplio. Pues bien, ocurre otro tanto con el socialismo. La superposición entre lo que éste defiende, y lo que defienden los libertarios, debe mucho a la alianza tardía entre el pensamiento utópico de los socialistas de primera generación, el Estado Benefactor, y la ética bohemia que encontró expresión en los artistas y radicales burgueses de la Belle Époque y terminaría cooptando a estratos considerables de las sociedades occidentales durante la segunda mitad del XX. Ingresamos a la postre en el universo moral que los españoles hemos conocido a través de Rodríguez Zapatero. Se trata de un universo extraño, compuesto de piezas sin ensamblar. Uno: es desconcertante que el Estado dispense sanidad gratuita, pensiones no contributivas y, de añadidura, autonomía. La autonomía, de hecho, se posee y ejerce, no se recibe desde arriba. Segunda paradoja: no es posible que el Estado subvenga a las contingencias que se derivan de una libertad creciente, sin levantar un montón de impuestos, ni es posible levantar un montón de impuestos sin el concurso y la tutela de un ejército de burócratas al servicio de Hacienda. El socialismo, en una palabra, ha terminado hablando con dos voces: la del despotismo administrativo que denunciaron Tocqueville y Georges Sorel, y la anarcoide del 68, cuando se buscaba en París la playa debajo del pavés. Advertí en mi entrega anterior que estas Cartas del director girarían sobre el trastiempo, entiéndase, sobre un tiempo, el nuestro, en transición y fuera de quicio, un tiempo dominado por categorías fragmentarias y sin asentar. El debate sobre el aborto, tal como se desarrolla en la izquierda, confirma el carácter oblicuo, problemático, de nuestras ideas, y por tanto de nuestro tiempo. Corrijo: de nuestro trastiempo.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

17 '
0

Compartir

También de interés.

Dictapura

¿Por qué decidieron los golpistas tailandeses dar una nueva vuelta de tuerca el pasado…