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rnEl movimiento de los indignados y la teoría de la democracia

¿Idiotas o ciudadanos? El 15-M y la teoría de la democracia

Félix Ovejero Lucas

Mataró, Montesinos, 2013

246 pp. 19,50 €

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La pasión del arte lleva a crear, y la política no es más que eso: creación; y, por eso, tiene la grandeza de todas las artes«Política», 17 de noviembre de 1935. Obras completas, vol. V, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, p. 468..
Manuel Azaña

 

Ni apocalípticos ni integrados, ni cambio radical de paradigma ni eterno retorno de lo ya conocido, las movilizaciones del 15-M merecen a estas alturas por derecho propio ser analizadas con atención crítica en sus continuidades y discontinuidades con otras movilizaciones contemporáneas, desde Occupy a los Global Justice Movements, así como con la tradición ya larga y nutrida de los nuevos movimientos sociales. En esta inesperada toma de palabra desde la calle, tanto en sus logros como en sus limitaciones, hay novedades políticas y de no escaso calado. Ante todo, la propia lógica de la acción colectiva en curso: tras tantas diagnosis de apatía y desafección cívicas, salta la sorpresa de la capacidad de rebelión ante el cierre de expectativas. Como si en las plazas resonara la vieja lección de Spinoza: Oboedientia facit imperantem, es la obediencia misma la que genera la dominación. Pero, sobre todo, más allá del pluralismo y la diversidad innegables, un elemento común merece especial reflexión: la articulación del rechazo de la «solución» neoliberal a la crisis presente con la procura teórica y práctica de nuevas formas de democracia «no profesionales», «desde abajo».

Es este último desafío, el democrático, el que Félix Ovejero nos propone, en ¿Idiotas o ciudadanos?, que nos tomemos en serio, abandonando ya sean benévolas indulgencias, ya euforias participativas. Y, a tal efecto, el autor muestra la extraordinaria fertilidad heurística de los análisis sistemáticos sobre la democracia que viene desgranando desde hace años en obras como La libertad inhóspitaFélix Ovejero, La libertad inhóspita, Barcelona, Paidós, 2002. o Incluso un pueblo de demonios: democracia, liberalismo, republicanismoFélix Ovejero, Incluso un pueblo de demonios: democracia, liberalismo, republicanismo, Madrid, Katz, 2008.. El punto de partida del análisis lo constituye el indisimulado recelo del pensamiento liberal respecto a la capacidad de discernimiento político y la participación ciudadanas, trasunto a su vez de una tensión teórica de fondo inscrita en el código genético del liberalismo; a saber: la desconfianza innata hacia la democracia. Incluso alguien tan escéptico ante las posibilidades de la ampliación participativa como Adam Przeworski reconocía recientemente que «los sistemas de gobierno representativo nacieron bajo el miedo a la participación de la masas populares […] de tal modo que no nos equivocaríamos mucho si pensáramos que el problema estratégico de los fundadores de las democracias liberales no fue sino cómo construir un gobierno representativo para los ricos y protegerlo frente a los pobres»Adam Przeworski, Democracy and the Limits of Self-Government, Nueva York, Cambridge University Press, 2010, p. 162..

Las evaluaciones de la calidad de nuestras democracias liberales, siguiendo los más variados criterios, se suceden, y sus resultados distan mucho de ser optimistas. De un modo u otro, todos ellos apuntan a alguna combinación de tres básicas, profundas insatisfacciones: 1) la incapacidad de participación política efectiva de la ciudadanía; 2) la incapacidad de disminuir la desigualdad entre los ciudadanos; y 3) la incapacidad de asegurar que los gobiernos cumplan sus promesasAlessandro Pizzorno (ed.), La democracia di fronte allo stato democratico, Milán, Feltrinelli, 2010; Leonardo Morlino, Changes for Democracy. Actors, Structures, Processes, Oxford, Oxford University Press, 2011; Freedom in the World 2012, Nueva York, Freedom House, 2012; Kay Lehman Schlozman, Sidney Verba y Henry E. Brady, The Unheavenly Chorus. Unequal Political Voice and the Broken Promise of American Democracy, Princeton, Princeton University Press, 2012.. La respuesta a esta deficiencia crónica por parte de la ciencia política mainstream ha sido la resolución de la disonancia cognitiva entre el ideal y la realidad mediante una suerte de preferencias adaptativas en la teoría: la adopción «realista» de un modelo minimalista de democracia (en síntesis: elecciones competitivas, representación y control retrospectivo). El pretexto de la adopción de tan anoréxico «modelo» delegativo se reviste de rigor científico: la facilidad de su operacionalización empírica. Analizando la abundante literatura disponible, sin embargo, estamos más bien en condiciones de sugerir algo bien distinto; en concreto: que el modelo minimalista de democracia resulta a la vez 1) implausible desde el punto de vista explicativo, y 2) impresentable desde el punto de vista normativo. El modelo minimalista (y la teoría de la agencia que lo acompaña), en efecto, resulta incapaz de dar cuenta, entre otras cosas, de los formidables problemas de asimetría informativa de la competición electoral, en no menor medida que del fundamental componente ideológico de la confrontación políticaIgnacio Sánchez-Cuenca, Más democracia, menos liberalismo, Madrid, Katz, 2010.. Por otra parte, la asunción de que resulta imposible operacionalizar empíricamente las dimensiones deliberativas y participativas de un concepto más exigente de democracia, no constituye más que una coartada inaceptableLeonardo Morlino,  op. cit.. Tampoco es de recibo reducir la rica historia, y aun el complejo y muy vivo presente de la idea y la realidad de las democracias, a una tan degradada versión minimalistaDavid Held, Models of Democracy (3ª ed,), Cambridge, Polity Press, 2006..

En primer lugar, la versión minimalista de la democracia no solamente desconsidera los problemas estructurales de la representación, que luego mencionaremos, sino que procede previamente al sistemático falseamiento de la historia del pensamiento político representativo. Pues si bien es cierto, como ya quedó apuntado, que el liberalismo posee una cierta alergia constitutiva a la democracia, no es menos cierto que el trabajo teórico de los fundadores resulta mucho más matizado y profundo de lo que han sido sus interesadas y reductivas lecturas. Para muchos de ellos, desde luego, representación no equivalía en modo alguno a delegación irrestricta. Es preciso recordar que, por ejemplo, para Jefferson, pero también para Madison, la garantía ultima de la democracia liberal no residía ni en la procura de una minoría virtuosa de políticos electos, ni en los sofisticados diseños constitucionales, con ser unos y otros factores de relieve, sino, en la ciudadanía movilizada, en la opinión pública atenta, que ambos invocan con inequívoca expresión: «the people themselves». Tampoco podemos olvidar que, en Sieyès, poco o nada encontramos de «principio representativo», sino, literalmente, «representación sin alienación», mediante un sistema político concebido como «un edifico representativo de base democrática». La razón, a su juicio, era que resulta preciso «refrescar» las instituciones representativas con el aliento popular mediante las Asambleas Primarias, dotando a éstas con poder de revocación y radiación de los diputados en caso de pérdida de confianza. Hasta el mismísimo Benjamin Constant, en el locus classicus de la autonomía del representante, La libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, advertía de los peligros del desentendimiento de los ciudadanos de la cosa pública en su afán de privacidad y disfrute de los mercados recién estrenados.

En segundo lugar, el modelo minimalista deforma asimismo no sólo el pensamiento de los clásicos, sino la propia historia de los sistemas políticos representativos, tanto en lo que atañe a los actores como a las instituciones. Pues los sistemas representativos contemporáneos son el resultado de conflictivos procesos de democratización durante más de dos siglos. Dicho con rotundidad: las democracias representativas de nuestros días son el resultado, no de un exquisito diseño intelectual, sino de las ampliaciones forzadas por sucesivas oleadas de democracia participativa. La economía y sociología históricas han puesto de manifiesto de modo concluyente que la extensión del sufragio de censitario a universal masculino, y con posterioridad a sufragio universal tout court, la génesis y consolidación de derechos políticos de opinión, reunión, asociación, manifestación, huelga, etc., fueron el resultado de la irrupción imprevista y las luchas de los movimientos republicano, sufragista y de las clases trabajadorasWilliam H. Sewell, Work and Revolution in France. The Language of Labor from the Old Regime to 1848, Cambridge,  Cambridge University Press, 1980; Geoff Eley, Forging Democracy. The History of the Left in Europe, 1850-2000, Nueva York, Oxford University Press, 2002; Charles Tilly, Democracia, trad. de Raimundo Viejo, Madrid, Akal, 2010.. La democratización, muy tardía, de las democracias liberales no se considera ya por las investigaciones más solventes como el resultado colateral de una esfera pública burguesa reunida en torno a los salones, los periódicos y las bibliotecas (Habermas), o del papel civilizador de la burguesía (Moore), sino de las luchas de los trabajadores y las clases popularesRuth Berins Collier, Paths Toward Democracy. The Working Class and Elites in Western Europe and South America, Nueva York, Cambridge University Press, 1999;  Geoff Eley, op. cit.; Daron Acemoglu y James Robinson, Economic Origins of Ditatorship and Democracy, Nueva York, Cambridge University Press, 2006; Daron Acemoglu y James Robinson, «Economics versus Politics: Pitfalls of Policy Advice», Journal of Economic Perspectives, vol. 27, núm. 2 (2013), pp. 173-192..Toda esta literatura ha mostrado además, tras las huellas de E. P. Thompson, cómo en el seno del proceso de democratización la clase trabajadora se autoconstituyó en sus preferencias e identidades como sujeto político mediante la acción, más allá de la mecánica determinación (en última instancia) por las relaciones de producción. Por otra parte, los movimientos sociales post sesenta y ocho incidieron en la ampliación de los derechos sociales, de género y participación política, de democracia desde abajo, modificando la cultura cívica y la organización y el programa de los partidos políticos de izquierda, introduciendo no sólo nuevos temas e intereses en la agenda, sino además, como muestran diversos estudios empíricos, nuevos repertorios democráticos de acción, e incluso un ascenso contrastado de la participación política no institucionalHerbert Kitschelt, The Transformation of European Social Democracy, Nueva York, Cambridge University Press, 1994; Martin Klimke y Joachim Scharloth (eds.), 1968 in Europe: A History of Protest and Activism, Londres, Palgrave Macmillan, 2008; Hans-Dieter Klingemann y Dieter Fuchs (eds.), Citizens and the State, Nueva York, Oxford University Press, 1995..

En tercer lugar, y en ello Félix Ovejero lleva insistiendo, con muy sólidos argumentos, por activa y por pasiva, desde hace muchos años, el modelo minimalista se muestra impotente de dar cuenta de los problemas conceptuales y estructurales de la representación en cuanto mecanismo de agregación de preferencias. El momento de verdad de la representación tiene que ver con la solución del problema de la dispersión e infinitud de las preferencias que emana de la realización del ideal de autonomía. Si cada ciudadano y ciudadana deviene en juez de sus propias preferencias, surge el desafío formidable del diseño de mecanismos complejos de agregación, que permitan la elección viable entre un abanico finito de conjuntos de políticas públicas que habilite una legítima toma de decisiones. Frente al mito de la transparencia y homogeneidad de la «voluntad del pueblo», de la «voluntad nacional» o de la «voluntad general», se postula así la génesis institucional parlamentaria de la voluntad de una mayoría contingente. Pero, a partir de ahí, los problemas se agolpan en torno al mecanismo representativo, requiriendo no sólo muy escrupulosa atención a los precarios requisitos que lo hacen posible, sino su severa corrección con aportaciones procedentes de otras concepciones de la democracia (participativa, deliberativa, etc.).

El primero y más importante, sin duda, es que el dispositivo de la representación, mediante el criterio mayoritario que le resulta propio, considera a las preferencias como dadas con anterioridad al proceso político, en rigor, como meros intereses prepolíticos y exógenos al proceso de la representación misma, cuyo trabajo institucional consiste en agregarlas (no meramente sumarlas), pero no en razonarlas y, ni mucho menos, modificarlas. Hoy sabemos, sin embargo, que, habida cuenta de la determinación estructural, informacional y lingüística de las preferencias, la multiplicidad innúmera de sesgos cognitivos y la proliferación de pseudopreferencias, las tesis de que «cada uno es el mejor juez de sus propios intereses» o «el interés no engaña» resultan de todo punto quiméricas.

El segundo problema tiene que ver con la desigualdad material y sus efectos sobre la ciudadanía. No sólo porque por debajo de determinados niveles de renta, la formación, la información y las bases sociales del autorrespeto descienden bajo mínimos en la dotación de recursos materiales y morales que inhiben la acción colectiva, sino porque la desigualdad económica se traduce de modo capital en desigualdad política que distorsiona o bloquea el básico requisito minimalista de las «elecciones libres y competitivas». De ahí que la olímpica «neutralidad» del Estado pase a resultar contradictoria, pues ni la formación e información cívica mínimamente exigible, ni las enormes y crecientes desigualdades económicas estructurales, dispensan que el Estado asuma la tarea decisiva de remover los obstáculos que se interponen a la igualdad real para todos, y no como patrimonio exclusivo de exiguas minorías.

El tercer problema se refiere al déficit sistemático de información ciudadana propio del mecanismo representativo y la endémica asimetría informativa del mismo. En efecto, para que los gobiernos sean representativos, los ciudadanos deben ser capaces de atribuir correctamente responsabilidades por los resultados obtenidos, y esto a su vez demanda una exorbitante disponibilidad de información sobre varios extremos: qué nivel está implicado en qué decisión concreta (lo cual se diluye con gobiernos de coalición, políticas de consenso y, en general, con toda suerte de trampas de decisión conjunta), qué efecto desempeñan las condiciones externas en la toma de decisiones o los resultados finales, cuál es la responsabilidad efectiva del gobierno en tales resultados etc., etc. Bien se alcanza que este déficit de información pase a ser letal para el modelo minimalista, pues impide o dificulta que se sancione a los malos gobiernos y se premie a los que han cumplido satisfactoriamente sus promesas.

El cuarto problema es que la teoría minimalista de la democracia desconsidera el papel clave de la ideología, y con ello la inevitable dimensión normativa del conflicto de intereses y valores, pero también de la construcción de las identidades colectivas (fidelidad partidista), su anclaje y sus expectativas de futuro. De esta suerte se desdibujan, además, las fronteras entre la política programática y la clientelar, toda vez que se evaporan las diferencias entre el intercambio indirecto y universalista entre políticos y ciudadanos (mediado por ideologías) y el intercambio directo y particularista (de votos por favores).

En quinto lugar, la hiperrigidez de la constitución como norma jurídica, diseñada originalmente a fin de cabal salvaguarda de las reglas del juego de las sucesivas mayorías parlamentarias, se convierte en muchas ocasiones en elemento contramayoritario a expensas de su interpretación canónica por parte de un tribunal constitucional. Se pierde así la capital dimensión del poder constituyente de la ciudadanía movilizada y deliberante ante contextos cambiantes y nuevos desafíos imprevistos que, debiendo pronunciarse sobre el alcance de los derechos y el funcionamiento de las instituciones, al menos cada generación como reclamaba Jefferson, se deturpa en lo subrepticio, cuando no en lo excepcional.

Quizás uno de los mayores aciertos de la obra de Ovejero es mostrar al lector que el deficitario núcleo teórico estructural de la representación reenvía políticamente, en conexión interna y conceptual, a su necesaria corrección con las dimensiones deliberativa y participativa de la democracia. Ante todo, los problemas del déficit y asimetría de información y la índole prepolítica de las preferencias, urgen atender a la oculta índole productiva, no meramente expresiva –en fin de cuentas, institucionalmente endógena– de la representación, a despecho de su caricatura minimalista. La más reciente teoría de la representaciónNadia Urbinati, Representative Democracy. Principles and Genealogy, Chicago, Chicago University Press (2006); Michael Saward, The Representative Claim, Nueva York, Oxford University Press, 2010. ha puesto de relieve algo que no se escapó del todo ya en su día a los fundadores de la democracia liberal: que el verdadero representante no se limita a agregar preferencias dadas, sino a crearlas, no se circunscribe a expresar identidades sociales prefijadas sino a producirlas, no se reduce a recoger lo que quiere su electorado sino, para bien o para mal, en buena medida a filtrarlo, a seleccionarlo, a conformarlo. El buen representante no es el que se limita a traducir lo que dicen las encuestas, sino a tomar decisiones y asumir sus costes, a innovar, a dar buenas razones, a crear. Por eso los clásicos de la democracia representativa, de Madison a Stuart Mill pasando por Sieyès, entreveían que la representación implicaba algo más que el simple reflejo especular de la voluntad dada del pueblo o de los electores, sumatorio o agregación de preferencias sino, en el límite, deliberación, eso sí, de elites, sobre las preferencias de la ciudadanía, para «refinar las opiniones del pueblo».

Por otra parte, del mismo modo que la democracia representativa tal y como la conocemos resulta histórica y políticamente deudora de su reformulación participativa, la deliberación se encuentra conceptualmente vinculada a la participación: el número y la diversidad de los incluidos en la discusión mejoran la calidad de las decisiones. Ya en su día, Condorcet mostró que las probabilidades de que una mayoría adoptase decisiones correctas aumentan con el incremento de los participantes. Así, del mismo modo que la participación sin deliberación resulta fallida en cuanto tributaria del mito de la transparencia y de la voluntad preconstituida del pueblo, la deliberación como dispositivo precisa de la participación para evitar la multiplicidad de sesgos y exclusiones generados por el elitismo. En síntesis: «la calidad de la deliberación depende del grado de participación democrática»Félix Ovejero, Incluso un pueblo de demonios, p. 176.. Cierto que para ello es preciso abandonar una concepción seráfica de la deliberación, como consensualista «comunión de los santos», que diría Muguerza, para mantener la dimensión agonista del inevitable conflicto de intereses y de valores en el centro mismo de la discusión política. Y si en el núcleo mismo de la deliberación se encuentra el conflicto, nada dispensa de la inclusión participativa de todos frente al ideal clásico deliberativo elitista de «los mejores». De este modo, como puede comprobarse, la crítica de la democracia delegativa y las consiguientes demandas de participación se articulan de modo indisoluble con la crítica de la democracia mayoritaria y los requerimientos ineludibles de deliberación.

Pues bien, en todas y cada una de las dimensiones de la democracia que acabamos de mencionar, el movimiento del 15-M writ large ha aportado –«ruido y furia»– su voz y su acción novedosas. A lo largo de las páginas de ¿Idiotas o ciudadanos?, Félix Ovejero muestra que la preocupación sustantiva por la democracia resulta tan esencial para el movimiento como el rechazo de las salidas neoliberales a la crisis actual. Con sus luces y sus sombras, la cuestión de la refundación de la democracia constituye en sí misma una dimensión capital, teórica y práctica, de las movilizaciones. Preocupación que resuena, además, con similares experiencias de otros movimientos contemporáneos de esta oleada disruptiva como Occupy o «Antiglobalización». En todos ellos encontramos un riquísimo laboratorio de experimentación y debate que, más allá de la atención al papel clave y más llamativo desempeñado por las nuevas tecnologías de la comunicación, sin las cuales ya resulta impensable cualquier renovación de la democraciaJoan Subirats, Otra sociedad, ¿otra política? Barcelona, Icaria, 2011., afecta a su nivel más profundo: la reinvención de las dimensiones fundamentales de representación, participación, deliberación e inclusión.

A diferencia de lo que ocurría hace tan solo unos pocos años, hoy, por fortuna, ya disponemos de una base bastante sólida de estudios empíricos sobre el alcance y la naturaleza política de estos movimientos en perspectiva comparada. La cual nos permite comprobar, dicho sea de paso, que muchas de las singularidades que suscitan la atención teórica de Ovejero respecto al 15-M, se sustancian también empíricamente en investigaciones como la coordinada por Donatella della Porta y Dieter Rucht en varios países europeos, entre ellos España, sin duda la más exhaustiva y rigurosa de las emprendidas hasta el momento. El proyecto DEMOS (Democracy in Europe and the Mobilization of Society) ha realizado el análisis de más de doscientos cuarenta movimientos europeos mediante técnicas cuantitativas y cualitativas (entrevistas, análisis de textos, observación participante) durante los últimos diez años, con resultados de extraordinario relieve para el tema que aquí nos ocupa: la incidencia de estas movilizaciones para la teoría y la práctica de la democraciaDonatella Della Porta (ed.), Another Europe, Londres, Routledge, 2009; Donatela Della Porta (ed.), Democracy in Social movements, Londres, Palgrave, 2009; Donatella Della Porta y Dieter Rucht (eds.), Meeting Democracy. Power and Deliberation in Global Justice Movements, Cambridge, Cambridge University Press, 3013.. Veamos brevemente algunos de ellos al hilo del libro que aquí nos ocupa.

En cuanto a la dimensión representativa, tras el lema «no nos representan» y sus variantes por doquier resuenan dos demandas diferenciadasDonatella Della Porta y Dieter Rucht (eds.), op. cit. que, en el caso español, ha llevado a hablar de «dos almas»: rupturista la una, indignada la otraCarlos Taibo, El 15-M en sesenta preguntas, Madrid, La Catarata, 2011; Marcos Roitman, Los indignados. El rescate de la política, Madrid, Akal, 2012.. De un lado, se reclama una mejora de la calidad de la representación, apuntando a lo que en términos clásicos sería una «representación sin alienación»: reforma del sistema electoral y de las instituciones, transparencia y accountability de los políticos, respeto a las minorías, denuncia de la corrupción y el clientelismo, etc. De otro lado, se encuentran demandas de un modelo alternativo de democracia directa y asamblearia con voluntad antisistema y anticapitalista, al margen de los partidos de izquierda y la democracia representativa.

Pero quizá lo más interesante resida en el ámbito de la organización, en la tensión creativa entre representación y participación omnipresente en todos estos movimientos. Algo muy semejante a lo ocurrido, por lo demás, con la experiencia de los presupuestos participativos, la cual ha puesto de manifiesto el solapamiento y, en ocasiones, el conflicto entre los nuevos ámbitos cívicos de participación y: 1) la génesis progresiva de mecanismos representativos en aras de la eficacia en la toma de decisiones, con su correspondiente reflejo en organigramas crecientemente complejosBoaventura de Sousa Santos (ed.), Democratizing Democracy. Beyond the Liberal Democratic Canon, Londres, Verso, 2007; Erik Olin Wright, Envisioning Real Utopias, Londres, Verso, 2010; Ernesto Ganuza y Francisco José Francés, El círculo virtuoso de la democracia: los presupuestos participativos a debate, Madrid, CIS, 2012.; y 2) la presencia organizativa y de liderazgo contestado de los partidos de izquierda: el caso del Partido dos Trabalhadores en Brasil o del Partido Comunista en KeralaBoaventura de Sousa Santos (ed.), op. cit.; Archon Fung y Erik Olin Wright (eds.), Deepening Democracy. Institutional Innovations in Empowered Participatory Governance, Londres, Verso, 2003.. Las tensiones entre los partidos políticos de izquierda, por ejemplo la Ligue Communiste Révolutionnaire en Attac, en FranciaDonatella Della Porta y Dieter Rucht (eds.), op. cit., o Izquierda Unida y los indignados en España, ponen de relieve los desafíos organizativos de la horizontalidad, de los liderazgos de nuevo y viejo tipo, de consolidación de la protesta en el tiempo y el tejido de redes, así como el eterno debate entre la mera instrumentalización y los nuevos formatos de organización emergentes. En todas estas movilizaciones, tras el caos aparente, una observación minuciosa destaca la existencia de diversos equilibrios muy innovadores entre la participación y la representación, entre las decisiones por mayorías y mediante consenso, así como una nada desdeñable capacidad de aprendizaje político.

En el ámbito de la participación, el proyecto DEMOS ha puesto de relieve lo que Ovejero califica con acierto de «limpieza democrática», toda vez que, conjuntamente con la novedad de los nuevos repertorios de acción, se aborda la centralidad explícita de la cuestión del poder en la vida interna misma de las movilizaciones, la vigilancia contra la instrumentalización y la aparición de «ciudadanos participativos especializados», que diría Avritzer, así como la promoción de nuevos liderazgos compartidos en el seno de los grupos. Debe destacarse además, en contra de precipitadas asunciones, el hecho notorio de que la horizontalidad no se traduce siempre en desestructuración, sino muchas veces en la aparición de nuevas reglas e instituciones informalesÍdem, ibídem.. La participación alumbra, también, no pocos dispositivos de democracia informal asamblearia, muy diferente de la tradicional «asamblea» manipulada por un grupo organizado y estratégicamente situado: respeto a las minorías y los discrepantes, facilitación de turnos y tiempos para escuchar todas las voces, mecanismos gestuales de aprobación y desaprobación, limitación de los hiperliderazgos, empleo de moderadores y, en fin, una preocupación omnipresente por la creación de una cultura política inclusiva.

Resulta de especial interés, por último, todo lo que atañe a la dimensión deliberativa y, como ya pusieran de relieve algunos análisis precursores de los nuevos movimientos sociales en Estados UnidosFrancesca Polletta, Freedom is an Endless Meeting. Democracy in American Social Movements, Chicago, Chicago University Press, 2002; Francesca Polletta,  It Was Like a Fever. Storytelling in Protest and Politics, Chicago, Chicago University Press, 2006., el hecho notorio de que el debate ocupe tanto o más lugar que la movilización de protesta, hasta el extremo de privilegiarse en no pocas ocasiones la discusión sobre la acción. El proyecto DEMOS muestra, en efecto, que la democracia deliberativa –«ciudadanos libres e iguales que justifican las decisiones vinculantes en un debate público apelando a razones mutuamente aceptables»Félix Ovejero, Incluso un pueblo de demonios, p. 165.– no constituye un ideal utópico inalcanzable, sino una realidad democrática parcialmente posible en condiciones y contextos apropiados: «Deliberation is not just a dream but actually occurs» (Rucht). Esta dimensión deliberativa resulta capital en el 15-M y movimientos afines: en ellos no solamente se expresan intereses dados, sino que se producen endógenamente nuevas preferencias; tampoco se exteriorizan identidades constituidas y suturadas de antemano, sino que se construyen políticamente nuevas identidades colectivas y personales. De esta suerte, la práctica de la deliberación, con sus luces y sus sombras, sus logros y sus limitaciones, apunta a una urdimbre de la política ciertamente más compleja que el irrenunciable conflicto de intereses: una compleja estofa tejida también con valores, principios, virtudes y emociones.

Hemos de subrayar esta última dimensión emotiva de las movilizaciones, un tanto desatendida, en razón de la centralidad de los intereses y el conflicto, en esta obra de Ovejero (no así en su Incluso un pueblo de demonios: democracia, liberalismo, republicanismo, pp. 260 y ss.), habida cuenta que la deliberación y la participación, requieren algo más que la habermasiana «prueba del mejor argumento». Investigaciones recientes han mostrado, no sólo, como ya es conocido, en el ámbito de la psicología, las ciencias cognitivas y las neurociencias, la centralidad de las emociones en la política y que el cerebro político es un cerebro emocional, sino en el propio campo de estudio de los movimientos sociales, el papel capital que desempeña la cultura emocional de grupo y de situación. Diversos programas de investigación han incorporado también esta dimensión afectiva en razón de su capacidad para conectar las dimensiones cognitivas y afectivas de la movilización, tanto en lo que se refiere su papel en la movilización y la superación de los problemas de la lógica de acción colectiva («indignación»), como a la creación de contextos facilitadores de la inclusión y la deliberación («ambiente distendido»)Francesca Polletta, op. cit.; Helena  Flam y Debra King (ed.), Emotions in Social Movements, Londres, Routledge, 2005; Donatella Della Porta y Dieter Rucht (eds.), op. cit..

Las imprevistas lecciones de democracia de la oleada movilizadora del 15-M y movimientos afines, con sus novedades y sus déjà vu, sus aportaciones y sus límites, nos recuerdan, al albur de «el ruido y la furia», algo importante que quizás habíamos olvidado: el sentido profundo de la política democrática como dimensión ontológica, productiva y no meramente expresiva, sustantiva y no adjetiva, vicaria de la vida social. Esto es, la capacidad perdida de la democracia –«perdida» no con respecto a una prístina Edad de Oro, sino respecto a su concepto– de aventurar el ser en posibilidad, lo impensable, lo no factible, la política, en fin, como creación, sí, como arte, pero como el arte de lo imposible.

Ramón Máiz es catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad de Santiago de Compostela. Sus últimos libros son A Arte do imposible (Vigo, Galaxia, 2011) y The Inner Frontier. The Place of Nation in the Political Theory of Democracy and Federalism (Berlín, Peter Lang, 2012).

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Ficha técnica

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