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Viento del norte

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Mi madre, que nació en 1923 en la bellísima ciudad cacereña de Plasencia, no vio el mar hasta después de haber cumplido veinte años. Lo había adivinado en fotos y en películas, es cierto, pero cuando se enfrentó de cerca a su rumor, a sus colores y a su absoluta inmensidad, el mar iba a dejarla impresionada para siempre. Se lo oí contar de niño muchas veces, con esa ilusión especial que ponen los pequeños en las historias que oyen narrar a los mayores: el mar de verdad no era como ella se lo había imaginado. No es que fuera mejor o peor: era distinto. Completamente diferente.

Sé, desde entones, que quien no ha visto ciertas cosas o vivido ciertas experiencias tiene muchas dificultades para entenderlas en toda su profundidad, trágica o feliz, insoportable o confortable. La lista de ejemplos podría ser, claro, interminable, pero entre ellos no es de los menos significativos el de la convivencia con el nacionalismo o, por mejor decir, con los nacionalistas.

Entiéndaseme bien. No tengo duda alguna de que, leyendo sobre nacionalismo, es posible llegar a tener respecto de ese fenómeno histórico, político y social un conocimiento tan cabal como profundo. Tal es también, de hecho, mi experiencia. He aprendido mucho en libros como los de Ernest Gellner (Naciones y nacionalismo, Madrid, Alianza, 1988) o Anthony D. Smith (Las teorías del nacionalismo, Barcelona, Península, 1976), por poner sólo dos ejemplos de obras que considero imprescindibles. Y he tenido también la fortuna de beneficiarme de charlas repetidas sobre un problema, que es también una preocupación común y compartida, con personas como Fernando Savater (su opúsculo El mito nacionalista [Madrid, Alianza, 1996] es, sencillamente, una delicia), Francesc de Carreras (cuyos estudios sobre los problemas lingüísticos son de lectura obligatoria) o Félix Ovejero, quien, además de un conversador inagotable, es autor de páginas magníficas, entre ellas, y es sólo un ejemplo, las de su Contra Cromagnon (Barcelona, Montesinos, 2007).

Estoy convencido, de todos modos, de que mi visión sobre el nacionalismo no sería la que es, pese a todos los libros leídos y a los muchos amigos de cuya cultura y sensibilidad tanto me he beneficiado, de no haber tenido desde joven el infortunio de mantener un contacto directo con nacionalistas de verdad, de carne y hueso. Digo infortunio y digo bien, aunque a algunos quizá les parezca un poco exagerado, porque todo lo que como consecuencia de ese contacto directo con la cosa gané en conocimiento, lo perdí, y creo que con creces, en tranquilidad de espíritu. Fue mediados los setenta, recién comenzados mis estudios en la universidad, cuando la presencia de nacionalistas, entonces en la forma de compañeros que militaban en organizaciones estudiantiles y partidos de la izquierda que se reclamaban de esa tradición, comenzó a ser algo habitual en mi vida cotidiana: los veía por las aulas, charlaba con ellos en el bar (¡qué hubiera sido de la universidad española de entonces sin los bares de las respectivas facultades!) y compartía, con quienes lo hacían de mala gana con los que no éramos nacionalistas, planes de lucha por la democracia de los que todos, criaturitas, llegamos a pensar que podría depender el que aquélla llegara algún día a convertirse en realidad. Ya entonces fui consciente de que jamás bebería de aquel cáliz. Tanto como lo es de que tiene dentadura quien ha de soportar un dolor de duelas formidable.

Esa tan temprana como intensa relación con los nacionalistas operó en mí, de hecho, el efecto que provoca una vacuna de la que uno pudiera beneficiarse por contacto, sin pinchazos, ni bebedizos, ni pastillas. Y es que hay algo del nacionalismo que siempre me ha resultado incomprensible y, por qué no decirlo, insoportable: ese su afán por excluir de la comunidad a todos los que no forman parte de la tribu, por afirmar la superioridad de la propia tribu sobre todas las demás, e incluso por sostener que todos pertenecemos a una tribu, incluso los que nos empeñamos en rechazar que se nos incluya en una por la fuerza. Permítanme explicarme con sólo dos ejemplos, que no están tomados al azar, pues resumen en gran medida la red articulada de obsesiones de los nacionalistas.

Hay en Galicia mucha gente que habla gallego y no es nacionalista. Mejor dicho, la inmensa mayoría de los habitantes de Galicia que hablan gallego (una gran parte) no tienen nada que ver con los nacionalistas. Yo, modestamente, soy uno de ellos. La lengua en la que escribió ese genio que fue Álvaro Cunqueiro –eximio escritor y extravagante ciudadano, como dijo de don Ramón del Valle-Inclán un dictador– es una de mis dos lenguas maternas, pues si el castellano era la de mi madre, la de mi padre era el gallego. Hablo esas dos lenguas desde niño, acompañé a mi querido padre en sus últimas horas susurrándole en gallego y esa es la lengua con la que me comunico con muchos amigos y muchos familiares. Todo eso no me ha impedido, sin embargo, sino todo lo contrario, denunciar los abusos que el nacionalismo gallego, con comparsas muy frecuentemente insólitas, pretende perpetrar a través de eso que ha dado en llamarse política lingüística, abusos que tienen como objetivo que Galicia deje de ser lo que es hoy y es desde hace mucho tiempo para beneficio suyo –un país bilingüe– y pase a ser un territorio monolingüe, por expulsión del castellano. Unos abusos que, de dejarles hacer libres de manos a los nacionalistas, serían, curiosamente, paralelos a los que en su día se cometieron con el gallego por parte de los que, camisa azul y brazo en alto, consideraban al castellano la lengua del imperio. Pues bien, si uno está en contra de la inmersión lingüística y de las políticas destinadas a hacer desaparecer el castellano de Galicia, uno no sólo se convierte automáticamente en enemigo de la lengua (¡de su lengua!), aunque la hable más y definitivamente mejor que muchos de los que dicen defenderla, sino que pasa a ser de inmediato enemigo de la comunidad. O eres de la tribu, y compartes con ella todos sus cantos y sus bailes y todos sus ritos ancestrales, o eres de los de fuera, enemigo de una comunidad cuyos contornos la propia tribu define como le da la real gana. La experiencia de que a un ciudadano lo consideren no ya extranjero, sino enemigo de su propia tierra, no es fácil de entender (¡recuerdo a Los hermanos Oppermann, del gran Lion Feuchtwanger!), pero cuando quienes reparten las cédulas de pertenencia son una reducida minoría la cosa se convierte en mala de aguantar.

Los nacionalistas gallegos han sido eso en Galicia desde siempre: una minoría. Una minoría digna de respeto, por supuesto, pero minoría al fin y al cabo. ¿Cómo, quienes ocupan esa posición, han tenido históricamente y tienen hoy, sin embargo, la osadía de alzarse con el santo y la limosna y ponerse no sólo a la cabeza de la procesión, sino de considerarse con derecho a decidir quién puede y quién no puede entrar en el cortejo? Muy sencillo: por el maravilloso arte de birlibirloque de tomar a la parte por el todo. ¿Sabe usted, querido lector, que los partidos nacionalistas han denominado a los que, no siéndolo, representan en Galicia a la inmensa mayoría del cuerpo electoral (el PSOE y el PP) como partidos sucursalistas, españoles o de fora (de fuera)? Sí, sí, el principio que convierte en Galicia a un partido en más o menos representativo del país no es el de su mayor o menor apoyo electoral, sino el del grado en que comparte el credo de los nacionalistas. Es decir, a más nacionalista, más representativo, y a menos de lo uno, menos de los otro. Tan extraña forma de contar (donde, en unos casos, doce y doce suman seis y, en otros, doce y doce suman cien) no ha dejado, por ello, de tener, sin embargo, menos éxito, de modo que incluso quienes nada comparten ideológica o políticamente con el nacionalismo acaban por asumir, sabiéndolo o sin saberlo, su forma de adueñarse por la brava de todas las habitaciones de la casa. Recuerdo un titular de un diario de Madrid en el que, informando sobre una votación celebrada en el Congreso de los Diputados, se destacaba que Galicia había optado por el no. Cuando, intrigado por la noticia, me fui a su letra pequeña pude comprobar que los diputados gallegos que se habían manifestado en contra de lo que fuera (que ni recuerdo mi maldita falta que me hace) eran dos (nacionalistas), mientras que los que habían votado a favor eran… veinticinco no nacionalistas. Así se escribe la historia.

Vivir a diario con los nacionalistas es hacerlo con unas gentes que están persuadidas de estar en posesión no sólo de la verdad (pues tal creencia estúpida la comparte mucha gente), sino del derecho a decidir quién forma parte de la comunidad y quién es un extraño en el sitio en que habita, en el que ha nacido él y en el que han nacido sus mayores. No es convivir con una ideología, sino con una religión, que tiene sus libros sagrados, sus ritos, sus pecados, sus actos de contrición y sus sumos sacerdotes. Por eso el nacionalismo resulta tan difícil de aguantar para quienes no lo compartimos: porque en cuestiones de fe, es bien sabido, el que no cree es un infiel.

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Ficha técnica

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