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Sobre la reforma constitucional (I). ¿Es posible reformar la Constitución?

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* Texto de las conferencias impartidas en la Cátedra "la Caixa" Economía y Sociedad los días 25, 26 y 27 de abril.

En estas conferencias vamos a tratar de responder a la cuestión capital del problema que nos preocupa y convoca. La Constitución española de 1978, nuestra Constitución, ¿puede ser reformada? Y, en su caso, ¿cómo y para qué? Contestar con el rigor que requiere la importancia del tema, la calidad de la audiencia aquí reunida y el prestigio del foro que nos acoge, exige formular la respuesta desde el plano de los conceptos y las categorías, sin los cuales, sin cuya luz, los datos están ciegos. Sirven tan solo para charlas de café.

Por eso, les ruego que no se desanimen si en esta primera conferencia –sólo en ésta, se lo aseguro– abundan los conceptos doctrinales. Siempre bien pulidos, fríos como el cristal y confío que igualmente transparentes. Solamente a su través puede verse con claridad algo tan confuso como los intentos de reformar la Constitución que hoy abundan en España.

Primero, un concepto, para entendernos sobre qué hablamos: ¿qué es la Constitución? Sin duda, una norma, la norma suprema de nuestro ordenamiento jurídico. ¿Y por qué es suprema? Porque es la obra de un poder, que denominamos poder constituyente, capaz de ordenar el régimen jurídico y, a través del Derecho, la vida política del Estado. La Constitución es así, la vida política en forma. Una forma, la del Derecho, que, para poder de veras formar, se nutre y recibe calor de la propia vida política y social en que se inserta.

Por eso la Constitución no puede tratarse como si fuera un mero reglamento de ascensores o una ordenanza de limpieza urbana, por importantes que ambos extremos sean. La Constitución es algo más y distinto. De los criterios de interpretación que señala el artículo 3 del Código Civil cuando de interpretación constitucional se trata, hay que destacar la finalidad de la Constitución. Su telos, decía Karl Löwenstein. Esto es, la integración de la vida política. De ahí que un constitucionalismo ajeno a la política sea un cascarón vacío, y de vaciedad estamos ya cansados.

Estas son las tres concepciones fundamentales de la Constitución: la normativa, la decisionista y la integradora, y las tres, bien entendidas, deben coincidir. La Constitución es norma suprema como decisión de un poder supremo que trata de dar forma concreta al proceso político, a la vida en común. Uno de los grandes existenciales que articulan la vida humana: el ser con los otros.

Analicemos ahora la reforma de la Constitución en función de estas tres diferentes y coincidentes concepciones, y hagámoslo con el utillaje de las categorías formuladas para el caso por más de un siglo de dogmática. Los españoles parece que, felizmente, hemos superado el nefasto «Que inventen ellos». No caigamos ahora en el opuesto vicio del adanismo, consistente en creer que nos toca descubrir y poner nombre a cuanto ignorábamos. No queramos asombrar al mundo: aprendamos de él.

1.1. Categorías: flexibilidad, rigidez y petrificación

La doctrina ha formulado numerosas categorías en torno a la reforma de la Constitución en cuanto norma y, como siempre que la doctrina ha sido fecunda, lo ha hecho impulsada por los apremios de la practica. La necesidad política –diría Georg Jellinek en una conferencia pronunciada en Viena en 1906 y después publicada en Berlín con el titulo de Reforma y mutación constitucional– es la causa transformadora de las Constituciones. En efecto, a lo largo de la historia, la práctica política ha sometido y somete la Constitución a una tensión entre su función de estabilidad y su ineludible adaptación al cambio social.

Las Constituciones, todas las Constituciones, desde la Antigüedad hasta el día de hoy, se conciben y elaboran para garantizar una zona de seguridad, e incluso aquellas que levantan acta de un cambio radical, por ejemplo una revolución o una declaración de independencia, lo que pretenden es dar estabilidad al resultado de dicho cambio. De ahí la resistencia a su modificación, al cambio del cambio, y de ahí también la consecuente rigidez de las Constituciones revolucionarias e innovadoras: por ejemplo, la nuestra de 1812. La estabilidad es condición indispensable de la seguridad.

Pero, a la vez, para ordenar normativamente el proceso político y tener incidencia en la sociedad, la Constitución deber estar a la altura de su tiempo político y social. La norma, toda norma, incluida la constitucional, sólo norma efectivamente si atiende a la realidad de lo normado. Algo que exige su modificación al hilo del cambio, tanto más en tiempos de acelerado cambio de la sociedad y la política como es el nuestro.

Es necio, y por ello frecuente en estos días, afirmar que cada generación debe protagonizar un proceso constituyente, como si en la inexistente sociedad instantánea, carente de pasado y de futuro, el poder, su organización y control, sus metas y sus límites se reinventaran cada pocos lustros. Lo cierto es lo contrario. Una Constitución que, por secular que sea, no deje de estar viva en la conciencia colectiva, como la de los Estados Unidos, es un poderoso factor material de integración e identificación, incluso intergeneracional, de toda la comunidad política. Por eso, las reformas constitucionales, y no digamos los cambios de Constitución, inevitables cuando son precisos, resultan siempre costosos y erosionan lo que se denomina sentimiento constitucional, esto es, el sentimiento colectivo de que la norma constitucional da forma, y con ello previsibilidad y seguridad, a la vida política. Como el que se desarrolló en España a raíz de la Transición y está en trance de dilapidarse, por el abuso y mal uso que de la Constitución, en ocasiones, se ha hecho y pretende hacerse.

Pero no es menos cierto que la longevidad de una Constitución se debe, en gran medida, a su capacidad para adaptarse a los cambios sociales acontecidos a lo largo de su vida, de manera que no haya sido dique frente al cambio, sino cauce conductor del mismo, capaz, como es propio de un cauce bien diseñado, de convertir los torrentes y avenidas en tranquila y fecunda corriente.

Fue un ilustre victoriano, James Bryce, ennoblecido por sus muchos méritos intelectuales y políticos como vizconde Bryce en 1914, quien en 1901 publicó un pequeño ensayo titulado Constituciones flexibles y Constituciones rígidas, en el que acuñó estas dos categorías seminales de la moderna teoría de la Constitución. Y digo seminales porque en torno a tal dicotomía se han decantado y perfilado otras muchas que permiten dar cuenta de los diferentes supuestos de vida constitucional.

Bryce denominó flexibles aquellas Constituciones cuya modificación es competencia del legislador ordinario de acuerdo con el procedimiento legislativo ordinario, y Constituciones rígidas aquellas cuya modificación requiere procedimientos distintos del ordinario, normalmente más complicados, y la participación de instituciones distintas de las que hacen las leyes ordinarias. Inglaterra y los Estados Unidos, respectivamente, fueron los dos modelos que inspiraron a Bryce. Cuando la Constitución no incluye el supuesto de su reforma, sino que la prohíbe, la Constitución se califica de «pétrea».

La reforma, cualquiera que sea el procedimiento que para la misma se prescriba, puede dar lugar a modificaciones expresas y tácitas o materiales. Las primeras suponen la derogación de un precepto constitucional seguido o no de su sustitución por otro. Las segundas, la introducción de un precepto incompatible con el ya existente y que ni se sustituye ni deroga formalmente, con lo cual resulta un texto no sólo abigarrado sino, en ocasiones, contradictorio, que requiere un esfuerzo suplementario por parte del intérprete, no sólo para aclarar su significado, sino su alcance, sus efectos derogatorios tácitos y la eventual desconstitucionalización de la materia así regulada.

Tales defectos han contribuido a descalificar estas revisiones y se cita como ejemplo la desvalorización que sufrió por ello la Constitución de Weimar, sobrecargada de reformas tácitas. La Ley Fundamental Alemana, como reacción, prohibió expresamente esta técnica de revisión (artículo 79.1 GG [Grundgesetz]). Pero la de los Estados Unidos ofrece la experiencia contraria. Las numerosas enmiendas a la Constitución no han erosionado su prestigio, antes al contrario.

Apliquemos estas categorías a nuestra vigente Constitución. Atendiendo a la clasificación de Bryce, no cabe duda de que la Constitución española vigente es rígida y, en algún supuesto, hiperrígida, aunque nunca pétrea. En efecto, la iniciativa de la reforma corresponde al Gobierno, al Congreso y al Senado y, mediante propuesta a uno de los dos últimos, también a las Asambleas de las Comunidades Autónomas (artículos 166 y 87.1 y 2 CE).

Los artículos 167 y 168 CE prevén dos procedimientos de reforma según la importancia de la misma. Si la revisión es total o si, aun siendo parcial, afecta al Título Preliminar (artículos 1-9), a la sección primera del Capítulo II del Título Primero (artículos 15-29, relativos a los derechos fundamentales) o al Título Segundo (relativo a la Corona), el procedimiento se hace especialmente rígido. Se requiere una aprobación de principio por mayoría de dos tercios en el Congreso y en el Senado, la disolución inmediata de las Cortes y la celebración de elecciones, lógicamente centradas en el proyecto de reforma, a fin de que las Cortes resultantes ratifiquen la opción reformista, estudien el proyecto y la aprueben cada una de las Cámaras por la misma mayoría cualificada también de dos tercios y, después, se someta y apruebe en referéndum popular.

Si, por otra parte, la reforma parcial no afecta a ninguno de los preceptos indicados (artículos 1-9, 15-29 y 56-65), el procedimiento es mucho menos rígido, sin llegar a ser flexible. Se requiere, en primer término, la mayoría de tres quintos de cada una de las Cámaras. Si no hubiera acuerdo entre ellas, Congreso y Senado, por partes iguales, designarán un comité mixto que propondrá a ambas Cámaras un texto que se entenderá aprobado si reúne, al menos, la mayoría absoluta en el Senado y los dos tercios de votos en el Congreso. Si la décima parte de los diputados o de los senadores lo solicitan en el plazo de los quince días siguientes a su aprobación por las Cámaras, la reforma será sometida a referéndum.

La Constitución española, a diferencia de la alemana y la holandesa, no contiene la expresa prohibición de las denominadas reformas materiales o tácitas. Pero en las dos ocasiones en que ha sido revisada, el artículo 13 en 1992 y el artículo 135 en 2011, las modificaciones han sido expresas, añadiendo dos palabras al primitivo artículo 13 y sustituyendo la primitiva redacción del artículo 135 por otra. La claridad en ambos casos es una virtud –tal vez la única– de ambas reformas.

Se denominan revisiones conexas las que pueden afectar a la denominada Constitución sustancial sin atenerse a las exigencias de rigidez del artículo 168 atrás expuestas. Piénsese, por vía de ejemplo, en una reforma del Título V, según el procedimiento del artículo 167, que eliminase todas las formas de responsabilidad política del Gobierno ante las Cortes. ¿Qué quedaría del sistema parlamentario que, como forma de Estado, afirma el artículo 1.3 CE?

En casos tales, podría entenderse que los principios de la Constitución sustancial (en el ejemplo mencionado, el principio parlamentarlo afirmado en el artículo 1.3) tienen vigencia directa. En el resto de la Constitución puede modularse su instrumentación, pero nada más. El parlamentarismo, esto es, la responsabilidad política del Gobierno ante las Cortes, puede instrumentarse de muy diferentes maneras, como muestran el Derecho y la práctica comparados. Sea ante una sola Cámara –como hoy en España– o ante las dos –como en Italia–, puede preverse una investidura del presidente del Gobierno expresa –como hoy en España– o tácita –como en Bélgica–, puede o no exigirse que la moción de censura sea o no constructiva, como lo es en Alemania y en España, aunque no en el resto de los parlamentarismos europeos. Pero, incluso si ninguna de estas instituciones apareciese en la Constitución, el artículo 1.3 exige que la monarquía sea parlamentaria. Esto es, que el Rey reine como prevé el artículo 56, pero que quien gobierne cuente, al menos, con la confianza de la mayoría del Congreso de los Diputados.

El procedimiento es complicado y no le han faltado ni faltan críticas. Sin embargo, tampoco carece de lógica. La Constitución no es pétrea en ninguno de sus extremos. Toda ella puede ser reformada, frente a lo que ocurre en otros países de nuestro entorno, donde la forma de gobierno, se dice, no puede ser objeto de modificación (verbigracia, Francia o Italia). La mayor rigidez prevista en el artículo 168 trata de proteger, frente a improvisaciones y mayorías ocasionales, por grandes que estas fueran, lo que se ha denominado Constitución sustancial, esto es, las decisiones básicas y fundamentales de la Constitución. En el presente caso español: el principio democrático, los derechos fundamentales, la forma monárquico-parlamentaria y el principio autonómico.

La menor rigidez del artículo 167 trata de proteger las restantes leyes de la Constitución que en el momento constituyente fueron el resultado de fuerzas e intereses hoy muy vivos y que no pueden dejarse al albur de una mayoría ocasional, por absoluta que esta fuera. La finalidad principal de la Constitución es la integración del cuerpo político –entiéndase, la integración de los españoles–, y ello se consigue, primero, respetando el criterio de la mayoría; segundo, en extremos capitales como son los constitucionales, cualificando ésta para que sea fruto de un amplio consenso; y tercero, no marginando a las minorías y permitiendo su recurso al referéndum popular. Esto es, siempre, atendiendo a la primacía del principio democrático y garantizando su efectividad mediante la normatividad constitucional. Sin la normatividad, no hay, de veras, democracia. La democracia no es el pueblo gritando en la calle: es el pueblo debatiendo y votando en el foro.

Ahora bien, al margen del fundamento lógico de la rigidez, lo cierto es que la reforma de la Constitución siempre ofrece dificultades procedimentales y tiene implicaciones políticas imprevisibles e incontrolables. Iniciado el proceso de reforma, es fácil convertirlo en constituyente y abrir la abismática caja de Pandora. De ahí que si, como antes dije, la necesidad política fuerza la reforma constitucional, con frecuencia la prudencia política ha buscado y propiciado alternativas «silentes» a la revisión formal del texto de la Constitución. Unas alternativas cuya fuerza creadora las ha convertido en uno de los principales motores de la evolución constitucional. En efecto, si los procesos constituyentes, desde el de Filadelfia en 1787 a la actualidad, han sido piedras miliares en la historia constitucional, no debe olvidarse que los exponentes más granados del moderno constitucionalismo, desde el parlamentarismo decantado en Westminster hasta el federalismo cooperativo, son fruto de la acumulación de prácticas y acuerdos convencionales. Veámoslo a través de nuevas categorías.

1.2. Categorías: elasticidad, revisiones y mutaciones

Si el constitucionalismo británico legó a la Teoría de la Constitución las categorías de flexibilidad y rigidez, su otro gran hontanar, la dogmática continental, acuñó las de revisión y mutación de la Constitución. La primera supone la modificación de los textos constitucionales producida mediante actos voluntarios a través de los cauces constitucionalmente previstos al efecto, mientras que la mutación consiste en una modificación del significado de los textos sin cambiarlos formalmente.

Pero fue un ilustre jurista italiano, Luigi Rossi, quien sacó a luz otra categoría: la de las Constituciones elásticas, entendiendo por tales aquellas cuyas formulaciones, verdaderos epígrafes de otros tantos capítulos del ordenamiento, permiten muy diversos desarrollos, y claro está que, cuanto más elástica es una Constitución, menos urge reformarla para adaptarla a los cambios sociales y políticos: es lo que algunos constitucionalistas actuales llaman apertura constitucional. De ahí la utilidad de los acuerdos y silencios apócrifos que permitieron a los autores de la vigente Constitución, primero, superar conflictos que entonces parecían insalvables y dejar que la interpretación jurisprudencial, e incluso la fuerza normativa de los hechos, dieran a luz soluciones hoy comúnmente aceptadas por los principales actores del proceso político.

La dogmática de la mutación –de la que la costumbre constitucional tematizada por la doctrina francesa es pálido reflejo–, obra principal, aunque no exclusiva de los juristas alemanes –desde Paul Laband a Konrad Hesse– se concreta fundamentalmente en tres extremos: la causa, el contenido y los límites de la mutación.

Atendiendo a lo primero, las mutaciones pueden ser heterónomas o autóctonas (y digo autóctonas, y no autónomas). Las primeras son las que se producen por la inserción de la Constitución estatal en otro ordenamiento jurídico. El supuesto paradigmático de ello es la integración del Estado en una estructura federal: tal fue el caso de los miembros de los Estados Unidos de América al pasar de la confederación a la federación y los del Reich alemán en 1870. Así lo analizó la doctrina de uno y otro país, y son evidentes las influencias reciprocas. Y, en cierta medida, aunque en mucho menor grado, ha ocurrido con el ingreso de España en la hoy Unión Europea y el consiguiente fortalecimiento del Gobierno y del Poder Judicial frente a las Cortes, como en su día mostrara Santiago Muñoz Machado.

Las mutaciones autóctonas, al decir de Jellinek en la ya citada Reforma y mutación constitucional, se producen, fundamentalmente, por cinco vías, y en sus treinta y ocho años de vigencia, nuestra Constitución, en apariencia inmutable e inmutada, ha recorrido casi todas ellas.

Primero, la hiperactividad de una institución, tanto política –que lleva a la expansión de una competencia– como normativa, cuando se trata de desarrollar un precepto constitucional «elástico» –y cabe hacerlo en diferentes sentidos– sin violar la Constitución. Así, los mensajes regios a las Cortes, a otras instituciones y al pueblo, rutinarios en ocasiones y de especial relevancia en otras, no contemplados en el elenco de la competencias regias del artículo 62, se han introducido mediante una práctica constante y la Ley de 28 de diciembre de 1978 y la normativa que la ha sucedido convirtió la rotunda expresión del artículo 62 h), relativa al mando supremo del Rey sobre las Fuerzas Armadas, en un mando eminente, aunque en la práctica no menos efectivo, como se demostró con ocasión de la crisis del 23 de febrero de 1981.

Segundo, la correlativa inactividad de una institución o el abandono del ejercicio de una competencia que produce su desuetudo, esto es, en su prescripción extintiva, supuesto que todavía no se ha dado en nuestra vigente Constitución.

Tercero, el cambio de significado de los propios términos de la Constitución. Las alteraciones y modificaciones semánticas de cualquier lenguaje a través del tiempo son un fenómeno bien conocido; pero, en el campo que nos ocupa, lo que importa destacar es el cambio de significado de determinados términos producido merced a lo que Jürgen Habermas denomina proceso público de debate y elaboración sobre ellos, y que influye decisivamente en la jurisprudencia y la legislación.

Así, las Leyes 9/1985, de 5 de julio, y 2/2010, de 3 de marzo, y 13/2005, de 1 de julio, alteraron el significado de los términos «vida» y «matrimonio» de los artículos 15 y 32.1 de la Constitución al despenalizar primero y ampliar después los supuestos de interrupción voluntaria del embarazo y legalizar el matrimonio homosexual. A mí me parece un error tratar de justificar o de impugnar tales leyes sobre la base de una interpretación literalista de los respectivos artículos de la Constitución citados, porque la realidad es que la letra de dichos artículos ha cambiado de significado desde 1978 hasta hoy a lo largo de un intenso debate público. Las leyes citadas se hicieron eco en lo esencial de ello y su aceptación por parte de todas las fuerzas políticas, incluidas las que a ellas se opusieron, una vez pulsado el sentir de sus electorados, así lo demuestra.

Cuarto, la interpretación jurisprudencial de la Constitución, y de ahí la importancia de la doctrina de las jurisdicciones constitucionales. Así, la interpretación jurisprudencial ha extendido al empleo público el derecho de acceso al ejercicio de funciones y cargos públicos enunciado en el artículo 23.2 CE.

Quinto, el acto colectivo o unilateral de una institución o fuerza política, aceptada por todos los restantes actores del proceso político que da lugar a una convención, regla que rige la práctica política.

Los acuerdos autonómicos de 1981 y 1992 modificaron radicalmente el modelo territorial del Estado y fueron con razón calificados de mutación constitucional, supuesto de convención por consenso, un fenómeno normal en la práctica constitucional anglosajona y germánica sobre el que volveré en mi tercera y última conferencia.

1. 3. Categorías: los límites a la reforma

En la revisión constitucional cabe distinguir entre límites heterónomos, esto es, impuestos desde fuera de la Constitución, y límites autóctonos, nacidos de la propia Constitución. Es claro que los límites heterónomos no pueden ser removidos por el propio poder de revisión constitucional. Técnicamente, los límites autóctonos sí pueden serlo a través de una revisión múltiple que, primero, flexibiliza la propia cláusula de reforma y, después, acomete la reforma antes impedida o dificultada. Ahora bien, desde una perspectiva dogmática, hay que partir de la idea fundamental en el moderno derecho público de que, en un Estado de Derecho, toda potestad está delimitada por su contenido y por su fin. La potestad de revisar la Constitución, lo que en su día se denominó poder constituyente constituido, está ordenada a un fin y limitada en atención al mismo, y sería contrario a este fin y desbordaría sus límites ejercerla de tal modo que excediera los límites que la configuran. Los límites procedimentales establecidos en el Título X no pueden ser suprimidos en virtud de las propias cláusulas del Título X para fines distintos de los que en él se establecen. Y, desde una perspectiva práctica, la unidad intencional de ambas reformas e, incluso, su inmediatez temporal, permitiría calificar de fraudulenta la operación.

Desde una perspectiva dogmática, no cabe afirmar unos valores supraconstitucionales no positivos, inmunes a la revisión constitucional. Pero no es menos evidente que, recurriendo a un ejemplo famoso, por muy flexible que sea la Constitución británica, no cabe concebir que una ley del Parlamento pueda transformar el Reino Unido en una Republica Soviética. Como dijera el ilustre Georges Vedel, no existe una superconstitucionalidad, pero sí una jerarquía interna a cada Constitución que ha permitido calificar como inconstitucionales determinadas revisiones de la Constitución, es decir, aquellas reformas correctas en cuanto al procedimiento, pero que desvirtúan la Constitución positiva, esto es, la decisión constituyente fundamental. Este concepto acuñado en su día por Carl Schmitt y que ya es canónico en el Derecho Constitucional europeo, se concreta hoy en el núcleo identitario de la Constitución.

El valor de identidad está hoy en alza en el constitucionalismo comparado y así lo ha reconocido el propio Tratado de Lisboa de 2006 en su artículo cuarto como límite absoluto a las competencias de la Unión. Ahora bien, la identidad constitucional así valorada no se reduce a las estructuras formales de la Constitución, con ser esto sumamente importante, ni a los derechos fundamentales en ella reconocidos, porque su feliz universalización les ha privado de su capacidad identificadora. Como ha puesto de relieve la jurisprudencia constitucional comparada de los Estados miembros de la Unión, la del Consejo Constitucional Francés, así como las de los Tribunales Constitucionales alemán, checo y polaco, la identidad nacional se refiere a la del Estado como tal Estado y a la identidad social que late y da sentido a la Constitución.

La alternativa entre inmutabilidad o revisión deja de ser técnico-jurídica para ser eminentemente jurídico-política. Hay reformas constitucionales que, por muy correctas que sean formalmente, suponen la destrucción del orden constitucional. ¿Cuáles y por qué? Es claro que suprimir en España el Tribunal de Cuentas (artículo 136 CE) puede ser un error, pero no afecta a las opciones fundamentales de la Constitución, y que, sin embargo, la supresión de la economía de mercado prevista, con todos los matices que se quieran, en el artículo 38, o la proclamación de la república, incluso por el procedimiento del artículo 168, sí lo harían.

¿Por qué? Por –y aquí abordamos la segunda perspectiva atrás enunciada– la concepción decisionista de la Constitución. La Constitución no es, en realidad, la decisión de un constituyente incondicionado. Es fruto de una codecisión, de un pacto entre múltiples actores y sujetos constituyentes; lo que Ferdinand Lassalle, en una famosa conferencia pronunciada en Berlín en 1862 y que parece hecha para los españoles de hoy, denominó «fragmentos de Constitución», esto es, factores de poder. Ese pacto versó sobre la Constitución positiva, es decir, sobre ciertos elementos: la forma monárquico-parlamentaria del Estado, los derechos fundamentales, la personalidad diferenciada de determinados pueblos de España, elementos que son políticamente indisponibles unilateralmente. El cumplimiento, desarrollo e interpretación de lo pactado no puede quedar al arbitrio de una de las partes sin destruir el pacto todo.

Los límites a la mutación constitucional no pueden ser formales, dado el carácter «silencioso» de la mutación y su dependencia de un consenso tácito, cuando no expreso, en el supuesto convencional atrás expuesto. Desde Paul Laband a Konrad Hesse, los tratadistas de la cuestión han venido a coincidir tanto en la inadmisibilidad de una mutación mediante actos normativos expresamente contrarios al texto constitucional, como en reconocer que son las fuerzas políticas y sociales en presencia y el proceso público a que dan lugar lo que determina el alcance de la mutación. En todo caso, no puede alterarse, mediante mutación, la Constitución positiva (Carl Schmitt) o sustancial (Costantino Mortati, Pablo Lucas Verdú) cuya expresión normativa constituye el núcleo identitario de la misma. Su modificación, tanto mediante revisión como mediante mutación, no es una reforma constitucional, sino la destrucción de la Constitución y del pacto político que lógicamente subyace a ella.

2. El contexto político: la experiencia de 1978

En efecto, toda Constitución es un pacto, al menos tácito, y tal fue el caso de la nuestra en 1978. En eso consistió y consiste el consenso: en el pacto. El lastre, no siempre negativo, de las nociones que el ilustre decano de la Universidad de Burdeos, Léon Duguit, calificó de «metafísicas» ha permitido ocultar estas raíces pactistas de la Constitución bajo fórmulas rotundas como la que inicia nuestro texto de 1978 («La Nación española […], en uso de su soberanía […]», y el Tribunal Constitucional ha afectado creérselo. Ese es el peligro de las expresiones simbólicas en cualquier tipo de lenguaje, en el jurídico como en el teológico, de gran valor intencional y consiguiente utilidad si se saben interpretar, pero muy perturbadoras si de referentes intencionales se tornan en descripciones supuestamente fisicalistas.

El consenso de que tanto se precia, y con sobrada razón, nuestra Constitución fue un pacto de unión de voluntades. La soberanía y su obra constituyente es el resultado de esa unión y, como todo pacto, su alteración no puede quedar al arbitrio de una de las partes. Es decir, la Constitución consensuada solamente puede ser revisada por consenso y su desarrollo exige también un alto grado de consenso.

Nuestra historia constitucional ha girado desde Cádiz en torno a cuatro grandes y conflictivas opciones: entre monarquía y república, entre confesionalidad y laicismo, entre liberalismo y socialismo, entre centralismo y autonomismo e, incluso, secesionismo. El pacto de 1978 pretendió, y en gran medida consiguió, cancelar los cuatro conflictos mediante cuatro decisiones consensuadas, es decir, pactadas. La opción en pro de la monarquía parlamentaria (artículo 1.3); la opción en pro de la libertad religiosa de los individuos y de las confesiones tanto en el ámbito público como en el privado, según reconocen los instrumentos internacionales (Pactos de Naciones Unidas, Convención Europea, Carta de la Unión Europea) a los que se remite el artículo 10 CE a la hora de interpretar los derechos reconocidos en el Título II y la aconfesionalidad amistosa del Estado, con especial referencia a la cooperación con la Iglesia católica (artículo 16.2 CE); la opción en pro del Estado social y democrático de Derecho, que une a los derechos fundamentales los sociales a cargo de prestaciones de los poderes públicos (artículo 1 y Título I); y la opción en pro de las autonomías de nacionalidades y regiones (artículo 2 y Disposición Adicional Primera). La revisión de tales extremos contenidos en los Títulos Preliminar y I de la Constitución requiere un amplísimo consenso político, plasmado en el artículo 168.

Pero no sólo un consenso político, a poder ser más amplio aún que el consenso constituyente, sino, también, un consenso técnico. Es decir, las fuerzas políticas y sociales, lo que Ferdinand Lassalle denominó «fragmentos de Constitución», deben consensuar no sólo la necesidad de la revisión constitucional, sino sus extremos y fórmulas. No basta con estar de acuerdo en reformar el Senado, sino que hay que acordar su composición y qué funciones debe tener. No basta con estimar superado nuestro actual sistema electoral, sino decidir de consuno cuál ha de ser su sustituto, si proporcional o mayoritario, si de una o doble vuelta, cuál ha de ser la circunscripción electoral, si las listas deben abrirse de una u otra manera, etc. Extremos sobre los cuales el consenso está aún por construirse. Y conseguirlo requiere no sólo voluntad política, sino un cierto caudal de conocimientos, porque ya decía el joven Marx que jamás a nadie le ha sido de provecho la ignorancia. Un terrible vacío que los votos no bastan a llenar.

3. Los errores a evitar

A la hora de repetir la operación constituyente hay que evitar tres peligros. Primero, huir de los falsos dogmas. Por poner un ejemplo, la separación de poderes tal como parece entenderse hoy en España: la falta de comunicación entre las altas instituciones del Estado y la crítica a su imbricación, olvidando que la esencia del parlamentarismo consiste en el gobierno de quien cuente con la mayoría de la Cámara.

La verdadera separación y, en consecuencia, el equilibrio y el control entre los poderes, decía Georges Vedel, no puede darse entre el Gobierno y la fuerza política que lo apoya, sino entre el Gobierno y la oposición, que debe ser respetada y escuchada como un verdadero poder del Estado.

Por otro lado, aún más fundamental es la independencia del poder judicial respecto de ese poder ejecutivo y legislativo nacido de las urnas, una independencia que niegan esas fuerzas políticas que pretenden sintonizar la administración de la justicia y los jueces con su propia ideología, cuya victoria dan ya por supuesta: un marcar el paso, «allgemeine Gleichschaltung», decían los nazis en 1933.

Y, en todo caso, la separación no es incomunicación, sino respeto de las respectivas competencias. Es evidente que el presidente de los Estados Unidos, donde la separación de poderes es principio fundamental, tiene una relación fluida con el presidente de la Reserva Federal, con el del Tribunal Supremo y con el del Congreso, y no digamos con el del Senado, que es su propio vicepresidente. En la España de hoy no falta separación de poderes: lo que falta es fecunda cooperación entre los mismos y, si ustedes hacen memoria, podrán recordar muchas pruebas de lo que digo y comprenderán que, para sacar adelante no ya la reforma constitucional, sino su mutación e, incluso, cualquier mejora institucional como las que en estas conferencias sugeriré, lo primero que hay que hacer es restablecer el diálogo entre las instituciones políticas, y entre estas y la sociedad.

Segundo, es preciso evitar la creencia en la magia constitucional. Esto es, la confusión entre el «deber ser» que una Constitución normativa proclama y el «ser» mismo de las cosas, de manera que basta enunciar aquél para producir éste. Como si, por ejemplo, la corrupción pudiese erradicarse con una declaración constitucional en vez de con mejores leyes procesales, o que la declaración constitucional del derecho al trabajo bastase para crear empleo y la falaz ilusión de tratar de remediarlo, si ello no se produce, enfatizando la declaración o, como está de moda decir ahora, blindándola Las campañas electorales, ricas en programas emergentes, ofrecen abundantes casos de tamaña confusión.

Por último, es preciso huir de la tiranía de los conceptos. Al principio de esta conferencia insistí en la utilidad de las categorías para el análisis de la realidad, en nuestro caso de la realidad jurídico-política, y no me desdigo ahora de ello. Pero señalo que lo útil para analizar la realidad puede ser embarazoso a la hora de construirla. Cuando, por ejemplo, se pretende diseñar una estructura territorial del Estado que se ciña al cuerpo político como la piel al músculo, lo importante es conseguir tal efecto, y no quedar prendido en su calificación de unitario, autonómico, federal o confederal, porque el árbol eterno de la vida, siempre verde y dorado, no se deja prender en la teoría, siempre gris. La teoría, como la intendencia, vendrá siempre detrás.

* La conferencia II se publicará el miércoles 18 de mayo.

Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón es Consejero Permanente del Consejo de Estado, Académico de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, y ponente de la Constitución de 1978.

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