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Se nos cayó el Kremlin

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Hubo exiliados españoles en la Unión Soviética que publicaron el testimonio de su experiencia soviética una vez que pudieron salir del país. Algunos –poquísimos– emplearon sus memorias como denuncia directa, cruda y sin ambages, de la experiencia comunista; otros hicieron un ejercicio propio de prestímanos para no criticar abiertamente el régimen liberticida que les había dado refugio, centrándose en la importancia de su propia experiencia y absteniéndose de juzgar nada; y hubo, incluso, quienes utilizaron las páginas de sus autobiografías para aplaudir con orgullo un sistema dictatorial que había terminado con la vida de cientos de sus propios camaradas.

Habían sido víctimas de la propaganda soviética en España. El surgimiento de las editoriales de izquierdas poco antes de instaurarse la Segunda República (Ediciones Oriente, Editorial Cenit, Ediciones Hoy, Ediciones Ulises, Dédalo, C.Y.A.P.) inundó los quioscos de libros de orientación revolucionaria a precios populares. A esta expansión editorial se sumó la llegada de revistas propagandísticas de gran impacto estético, como Rusia hoy y, muy especialmente, URSS en construcción, cuyos ejemplares hoy en día pueden alcanzar precios en torno a los seiscientos euros. Al pisar suelo soviético, los camaradas se vieron obligados a confrontar la propaganda y la realidad, la mentira y la verdad. No todos reaccionaron de la misma manera ante aquella discordancia.

Tras su derrota en la Guerra Civil, los comunistas españoles que se exiliaron en la Unión Soviética se unieron a un contingente de niños que habían sido enviados a partir de 1937 junto a sus profesores, a un grupo de pilotos que estaba formándose en una escuela soviética de aviación y a un grupo de marinos de nueve barcos republicanos que llevaban varios meses anclados en diversos puertos después de haber transportado víveres y material de guerra. En 1945 se unió a ellos un grupo de republicanos procedentes de Berlín. En total, el número de exiliados ascendía a unos cuatro mil trescientos. Convertidos en apátridas, y pese a su condición privilegiada (se les consideraba héroes pese a su derrota en la Guerra Civil), tenían prohibida la salida de la Unión Soviética y grandes dificultades para moverse por el interior; exactamente igual que el resto de súbditos de nacionalidad rusa.

Cerca de trescientos cincuenta españoles terminaron detenidos o internados en el Gulag. En un informe del Partido Comunista de España a la Cruz Roja soviética, se cuentan más de cien desaparecidos y unos seiscientos españoles muertos, algunos como soldados durante la Segunda Guerra Mundial. No lo tuvieron fácil los afortunados que se refugiaron en el supuesto paraíso soviético. No fue sólo la guerra la que condicionó una vida de privaciones, y aun de miseria (excepto para quienes formaban parte de la cúpula del Partido): la vida en la Rusia de Stalin no podía ser fácil, ni siquiera para los fieles estalinistas españoles. Sobrevivieron como pudieron, algunos rebelándose y otros acogotados por el terror que impuso el partido a sus propios miembros. La historia del Partido Comunista de España y el trato que dio a sus propios hombres en la Unión Soviética es, sin duda, un capítulo siniestro y mezquino de la historia de España.

Se ha publicado recientemente un título de gran interés sobre la vida de estos hombres: el que la hija de Pedro Cepeda ha escrito basándose en las memorias de su padre, que intentó huir de la Unión Soviética escondido en el baúl de un diplomático argentino. Se trata de una lectura adecuada para conocer las condiciones de vida en el comunismo y la determinación de unos hombres lúcidos que no quisieron transigir con una dictadura. Se suman estas memorias a las de los otros españoles que vivieron en la Unión Soviética: Valentín González, Jesús Hernández, José Gros, José Antonio Rico, Enrique Castro, Ramón Barros, Juan Blasco, Manuel Tagüeña, Carmen Parga, Irene Falcón, Ettore Vanni, Rafael Pelayo… Todas ellas y extractos de otras localizadas en diferentes archivos aparecen en el libro de la historiadora Luiza Iordache En el Gulag. Españoles republicanos en los campos de concentración de Stalin, el estudio más completo publicado hasta ahora sobre este tema. No obstante, ha escapado a la atención de historiadores, eruditos y curiosos un testimonio más que interesante: el del comunista Francisco Pintos, que publicó en México en 1995 sus memorias, tituladas Se nos cayó el Kremlin. Un libro casi desconocido del que apenas hay rastro en Internet y ninguno en trabajos académicos.

Francisco Pintos Lecusán había nacido en Madrid en 1914. Obrero, ingresó en 1936 en el Partido Comunista de España. Durante la guerra fue comisario de la Primera Brigada de Tanques del ejército republicano. Logró salir de España por la frontera francesa poco antes del fin de la guerra y fue internado en un pequeño campo antes de pasar al de Saint-Cyprien. Cuenta con brío y desenfado –escribió su libro durante el mandato de Yeltsin, cuando Pintos contaba casi con ochenta años– sus desventuras en el campo y la forma que tuvieron los franceses de tratar a los refugiados españoles. Son páginas de gran interés. Por orden del partido huyó de Saint-Cyprien junto a otros cuatro camaradas, entre los que se encontraba Luis Villasante, uno de los asaltantes del Cuartel de la Montaña durante los primeros días de la guerra. Debían hacerse cargo de una división de guerrilleros y entraron de nuevo en España. Pero el coronel Casado, a quien Pintos ya conocía, y del que cuenta anécdotas de cierta trascendencia, ya se había ocupado de manera bochornosa de finalizar la guerra por su cuenta. Pintos llegó a París, donde se unió a otros compatriotas que fueron trasladados a Le Havre. Allí tomaron un barco a Leningrado: según él, el Sibir, aunque no concuerda la fecha que él da con la fecha en que realmente partió. Viajó junto a su mujer, Mercedes Mimo Espinal (Barcelona, 1917), con la que tuvo tuvo dos hijos nacidos en suelo ruso. Vivieron en Stalingrado y Leningrado y, durante la guerra, Pintos se unió al ejército soviético y llegó hasta Alemania en 1945. Fue condecorado con las órdenes Guerra Patria y Estrella Roja. Se exilió en México con su familia en 1957.

Como todo libro autobiográfico, contiene algunos errores. Pintos escribe de tal manera que parece contar que llegó con la unidad de su ejército a Auschwitz, aunque fuera falso. Sí es cierto que atravesó Polonia y llegó a Alemania, pero lo hizo por el norte del país. Tampoco es verdad, como él supone, que los dirigentes españoles del Partido Comunista tuvieran una salida cómoda de Moscú cuando los alemanes cercaron la ciudad en junio de 1941. Para desmentirlo basta leer las memorias de Jesús Hernández y, muy especialmente, las de Enrique Castro, que hizo una narración expresionista, cínica y vitalísima de sus once días de viaje en tren hasta Ufá, en la actual República de Baskortostán.

Pese a todo, el libro de Pintos es un documento imprescindible para conocer la intrahistoria del exilio español en Rusia. Hizo lo posible por aprender el idioma, por integrarse con el pueblo ruso; se hizo estajanovista, luchó contra los nazis y se enfrenta de la forma más honesta posible a sus contradicciones ideológicas. Al poco de llegar a la Unión Soviética se topó con un campo de concentración que le produjo una honda impresión: «Cada día descubría cosas inesperadas que no correspondían a nuestras convicciones y nuestra fe», reconocerá. En 1954, un «viejo miembro del Partido» le preguntó: «¿Esto tiene cierto parecido con una dictadura fascista?» Pintos no contestó. «Aquello era algo creado por nosotros, aunque estuviera lleno de equivocaciones». Quizá la clave de la fidelidad de aquellos hombres a unas ideas criminales esté en esa palabra y en su verdadero significado: «equivocación». Adoctrinados durante años con palabras que estaban al servicio de la política, por decirlo a la manera de cierto gobernante contemporáneo, fueron incapaces de entender que aniquilar la libertad del hombre no es una equivocación, que asesinar a cientos de miles de personas no es una equivocación, que encerrar a otros tantos en condiciones abyectas tampoco es una equivocación. Un crimen no es una equivocación: es un crimen. Para ellos fue siempre muy difícil, casi imposible, asumir su responsabilidad. Habían apoyado y habían luchado por un régimen criminal. Pretendían haber combatido por la democracia en España y lo que vieron en Rusia no se apartaba un ápice de lo que hizo Franco tras la guerra; y, de apartarse, era para añadir aún más brutalidad y sevicia. Se agarraban como podían a la supuesta cara amable del comunismo: la igualdad de la mujer o el derecho a una educación para todos. No obstante, como él mismo narra, «el deseo de salir de la URSS y todo aquel atolladero se convirtió para nosotros en una obsesión». La conclusión de Pintos es en apariencia contundente: «Habíamos aprendido en el transcurso de dieciocho años cómo no hay que hacer la Revolución». A los desencantados no les había entrado en la cabeza que lo que no hay que hacer es, precisamente, la Revolución. Jamás llegaron a aprender la diferencia que hay entre un rebelde –alguien que lucha por no darle más poder al poder, por evitar que éste se convierta en una tiranía– y un revolucionario: alguien que trata de imponer su credo con la violencia y el terror.

Pese a las reticencias que puedan tenerse respecto a las reflexiones de Pintos, su testimonio es importante. Su autobiografía agavilla un conjunto muy valioso de anécdotas y unas reflexiones valientes. Fuera de los escritos por supervivientes del Gulag o por los renegados más feroces del comunismo, ningún comunista español llegó nunca a plantearse de forma tan seria su error fundamental. Sólo por esto merecería una lectura atenta, y quizás una nueva edición.

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Ficha técnica

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