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Prisionero de los alemanes

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Movidos por el ideal, la aventura o la supervivencia, nunca faltarán voluntarios que entreguen su vida en batallas ajenas. Parece que fueron unos dos mil los soldados españoles en la Primera Guerra Mundial, pese a la neutralidad proclamada por el gobierno. Pese a ello, y proclive siempre a la bandería, la sociedad española se dividió en aliadófilos y germanófilos, y ambos grupos disponían de periódicos y tertulias donde reafirmarse en sus posturas. Las embajadas de los países beligerantes movieron todos sus hilos con tal de ganar la batalla de la propaganda en un país neutral. Los intelectuales publicitaban sus preferencias y se publicaron numerosas obras relativas a la guerra. Cabe recordar las novelas de Alberto Insúa, De un mundo a otro, y Odisea del legionario Adolfo Torres, herido en la guerra, de Alfonso Vidal y Planas; cómo no, la humorística de Wenceslao Fernández Flórez, Los que no fuimos a la guerra; también los libros de crónicas de Ricardo León (Europa trágica), el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo (Crónica de la guerra), o los bellísimos de Ramón Pérez de Ayala (Hermann encadenado) y Pedro Mourlane Michelena (El discurso de las armas y las letras), así como los escritos por mujeres: Sofía Casanova y su libro De la guerra: crónicas de Polonia y Rusia, y las estampas de Carmen de Burgos, incluidas en Mis viajes por Europa, en las que narra, entre otras desventuras, el peligro que pasó en la estación de ferrocarril de Hamburgo cuando fue confundida con una espía rusa. Libros propagandísticos o relacionados con aspectos técnicos y militares hubo muchos, e incluso se editó uno, Pepe y Miguel, con chistes alemanes, burdos y mal traducidos, que pretendían minar la moral aliadófila con unos dibujos toscos y demasiado evidentes.

En los campos de batalla, enrolados en la Legión Extranjera, había otros españoles que se calaban el casco y lucían los retorcidos bigotes que han hecho característica la figura del soldado de la Gran Guerra. Se agrupaban bajo el Patronato de Voluntarios Españoles. Por su parte, la Unió Catalanista creó el «Comité de Germanor amb els Voluntaris Catalans» («Comité de Hermandad con los Voluntarios Catalanes»), con la intención de que, unidos a los aliados, pudieran conseguir la independencia de Cataluña una vez terminada la guerra. De haber conseguido sus objetivos (se les ignoró por completo desde el punto de vista político), no cabe duda de que habrían aparecido en uno de los libros más fascinantes que se escribieron sobre los entresijos del tratado de Versalles: Litigantes y pedigüeños, de Stephen Bonsal, donde el periodista y diplomático estadounidense cuenta las negociaciones que hizo con los nuevos países surgidos tras la desmembración del Imperio Austrohúngaro.

No obstante, entre los españoles que de una manera u otra se vieron involucrados en la guerra, hubo uno que jamás empuñó un arma y que, pese a ello, sufrió casi dos años de cautiverio. Su nombre, Valentín Torras Closa. Aparece hierático en las fotografías de la prensa. Mostacho poblado y esculpido. Mirada franca, dura. Según su propio testimonio, nació en la colonia fabril de Els Comdals, en Manresa, el 4 de octubre de 1879. Hizo la mili veinte años después en Valladolid, en la 4ª Compañía del Regimiento Isabel II. Su padre, Marcos Torras, era portero de la prisión celular de Barcelona.

Cuando estalló la guerra, Valentín Torras trabajaba como mecánico en Valenciennes, pueblo francés situado muy cerca de la frontera belga. El 16 de septiembre, los alemanes tomaron la villa. Fusilamientos, escenas de barbarie. Un soldado le roba la bicicleta a un niño; como este protesta, el soldado le descerraja un tiro en el brazo. Torras es testigo y dejará constancia de ello, así como de toda su odisea a partir de ese día, en un libro magnífico titulado Un español prisionero de los alemanes. Los invasores le requieren para reparar máquinas de tren. Él se niega y es detenido, pese a ser ciudadano de un país neutral. Encerrado en un vagón junto a otros heridos y detenidos, en medio de un olor nauseabundo, hace el trayecto Lieja-Colonia-Berlín durante varios días. Una vez en la capital del Reich es trasladado al campo de Zossen Bunsdorf (Zossen bei Wündsdorf), donde la falta de barracones la suplían los prisioneros excavando guaridas en el suelo con ayuda de platos y cubiertos. Quienes tuvieran dinero podían comprar comida en la cantina y, si alcanzaban los billetes, incluso compañía femenina. Pese a los empeños de Torras en demostrar su condición de ciudadano neutral, los oficiales alemanes insisten en que es un portugués emboscado y siguen manteniéndolo en el campo. En diciembre de 1914 es trasladado a Chemnitz. En febrero, mueren unos mil prisioneros a causa de una epidemia. Los médicos alemanes examinan a los posibles enfermos desde lejos, a una distancia de unos quince metros, con ayuda de unos prismáticos. En octubre de 1915 lo trasladan de nuevo, esta vez a Großporitsch (actualmente Porajów, en Polonia), donde permaneció hasta julio de 1916. El relato de las condiciones de vida de los presos, los castigos que les imponían los alemanes (y que los mismos alemanes cumplían, sin protesta alguna, en caso de haber cometido alguna falta del código militar), las diferencias entre los soldados de diversas nacionalidades, la vida cotidiana en un campo de concentración: todo queda narrado de forma sencilla, y por eso mismo efectiva, por el obrero Valentín Torras. La última parte del libro la dedica a su liberación, conseguida tras el envío secreto de varias cartas a la Cruz Roja Internacional. La actuación de los diplomáticos españoles en Alemania fue fundamental para que Torras pudiera ser liberado y trasladado a Suiza.

Una vez en España, reclamó a las autoridades alemanas la devolución de todo lo que le confiscaron durante su detención en Valenciennes y un pago por daños y perjuicios. En total, unos 4.500 francos. La prensa le apoyó. El primer artículo sobre «el caso Torras», publicado por El Liberal el 30 de julio de 1916, lo escribió el escritor Jacinto Octavio Picón. Él mismo escribiría el prólogo del libro de Torras, publicado por La Correspondencia de España, el periódico que se implicó con más vehemencia y cuyas continuas apelaciones al Gobierno fueron reflejadas por otros rotativos. El Mundo Gráfico, España e Iberia sacaron a la luz fotografías del obrero cautivo por los alemanes. En 1917 apareció una edición inglesa del libro, A Spanish Prisoner in a German Camp, traducido por Bernard Miall. Las consecuencias del ataque publicitario no tardaron en llegar. La embajada alemana presionó al Gobierno español para acallar la voz de Torras. Se prohibió su libro y el jefe de la policía de Barcelona, Wenceslao Retana, le reclamó varias veces para que acudiera ante un juez a declarar por difamación. Por otro lado, el policía Manuel Blanco fue procesado por enviar anónimos y amenazas de muerte a Torras. Todavía en marzo de 1919 Valentín Torras seguía reclamando, ya desde Francia, sus pertenencias y su indemnización. A partir de entonces se le pierde el rastro y no he podido averiguar nada más sobre su paradero, excepto que regresó a Valenciennes.

Es muy posible que Torras recibiera algún tipo de ayuda para escribir su libro. Era un obrero, pero no un analfabeto. Inteligente y observador. No obstante, surgen ciertas dudas durante la lectura del texto. No sería un caso único. Julián Gorkin redactó las primeras memorias de Valentín González, «El Campesino», y el periodista Maurice Padiou sería quien hiciera lo propio con las últimas; otro caso es el de Ramón Moreno Hernández, transcriptor de los recuerdos de otro antiguo militante comunista, Rafael Pelayo de Hungría. No cabe dudar del cautiverio de Torras, pero sería de gran interés averiguar cuál fue realmente su historia y descubrir cómo fueron los últimos días del prisionero español. El archivo histórico del Ministerio de Asuntos Exteriores, ahora trasladado al Archivo General de la Administración (AGA) y aún pendiente de facilitarse su acceso al público, es una fuente fundamental para conocer las gestiones de la embajada. En el AGA podrá consultarse, posiblemente, el informe de censura del libro publicado por La Correspondencia de España. También resultaría imprescindible una consulta de los archivos de la Cruz Roja, así como de los archivos franceses y alemanes. Y una visita obligada, claro, a los lugares donde se levantaron los tres campos de concentración alemanes en que Torras estuvo prisionero.

Soy un firme partidario de las efemérides con que se conmemoran sucesos notables de carácter histórico. Es cierto que son una especie de charanga, a veces estridente, a veces bien acompasada, cuya música se aleja conforme pasa la fecha a recordar, dejando en el aire una última nota, un último eco apenas definible. Ciclos de conferencias, aluviones de novedades editoriales, volquetes de noticias periodísticas, congresos, exposiciones; la cantidad, y sobre todo la falta de calidad, de la mayoría de publicaciones y actividades puede devaluar la efeméride. Pienso ahora en la Guerra Civil española, que se ha convertido en un asunto recurrente desde hace ya unos años en el mundo editorial, cultural y periodístico. La avalancha ha llegado en ciertos momentos a ser de tal desmesura que podía causar rechazo adentrarse en ciertos aspectos, muy especialmente para quienes el interés por el tema pudiera ser accesorio.

En las ciencias de la documentación hay dos términos, particularmente bellos por contraste con la habitual terminología técnica, que se usan para definir la cantidad de información recuperada tras una búsqueda (dicho sea de forma laxa). Habrá silencio cuando apenas se obtengan resultados pertinentes o cuando la búsqueda esté mal hecha y no se recupere información referente al tema en cuestión; ruido, cuando entre toda la información obtenida haya una gran cantidad que no sea relevante o no tenga en absoluto que ver con lo investigado.

Cuando no depende de uno la cantidad de información que recibe, ya sea a través de los medios de comunicación, los resúmenes de prensa, las compilaciones de sumarios de revista, las alertas de las bases de datos a las que uno esté suscrito, etc., conviene siempre más que haya ruido –aun a riesgo de dejar pasar algo importante– a que haya silencio. No sé si sería mucho pedir que, entre el ruido que este año produzca la conmemoración del inicio de la Gran Guerra, haya un hueco para una nota en absoluto discordante: la reedición de este librito de Valentín Torras, con un buen estudio que nos confirme sus verdades y nos diga cómo fueron los últimos años de su vida. Un homenaje, también, a aquellos que lo acompañaron en sus penurias y se dejaron la vida en los campos de Europa.

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