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¿Nos representan los partidos?

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¿Nos representan los partidos? La pregunta se ha hecho popular, popularísima. Y la respuesta atronadora –apenas contrariada por algunos bisbiseos periféricos– es «no», o mejor, «NO», o subrayando aún más el tono de repulsa y condena, «NO». Los partidos no nos representan. Sociológicamente, esta casi unanimidad aloja un significado muy claro: la gente, en mayor proporción cuanto más joven, empieza a querer que se vayan los que están. Los que están no son sólo los que están en el Gobierno, sino los que están en la política. Este deseo, en sí mismo, es absurdo. No se pueden ir todos los políticos al mismo tiempo sin que venga lo que los fascistas denominaban un «antipolítico». En el caso de la Italia de la inmediata posguerra –me refiero a la Gran Guerra–, el antipolítico resultó ser un político puro: Mussolini. Este es el peligro, un peligro que el movimiento internacional de los indignados –sí, puede hablarse ya de una indignación transnacional– enturbia con visiones y esperanzas escatológicas. Recomiendo encarecidamente una larguísima entrevista que Beppe Grillo, el primer indignado que va a decidir de verdad el curso de las cosas en un país grande, concedió a una cadena sueca. Está en YouTube, y la puede seguir cualquiera. Beppe Grillo afirma en la entrevista que la democracia italiana se curará de sus males –que son, de acuerdo, profundos e intolerables– cuando todos los italianos estén dentro del Parlamento, literalmente todos. Es evidente que si todos los italianos están dentro del Parlamento, ya no harán falta diputados, ni, en sentido estricto, representación democrática. Esto nos devuelve a la democracia directa, en la acepción que a la palabra «democracia» dio Rousseau. Rousseau, por cierto, opinaba que la democracia, aun constituyendo en teoría la mejor forma de gobierno, era imposible en la práctica, y en una carta tardía a Mirabeau padre invoca como segunda mejor opción y, en realidad, como única opción, puesto que la otra, la primera, no es realizable, el hobbesianismo más puro: un gran Leviatán implacable. La oscilación entre los dos escenarios, la democracia absoluta y el despotismo absoluto, es sugestiva, y me temo que no ha perdido vigencia. Pero Beppe Grillo está todavía en el primer escenario. El as que lleva dentro de la manga es, cómo no, Internet. Se consultarían las cosas a la gente menuda, la buena gente, y no harían falta apoderados que hablasen en nombre de ésta. Bueno, pienso que esto es un cuento viejo –roba vecchia, dirían los italianos– adornado con un poco de tecnología, la cual se ha convertido en el sucedáneo contemporáneo de la taumaturgia antigua. El asunto es un tanto alarmante, y creo que conviene volver a los fundamentos. Lo último significa, en esencia, formularse preguntas impertinentes, es decir, preguntas que conmueven las certezas en curso. Empiezo, por tanto, a disparar: «¿es verdad que los partidos no nos representan?». Mejor todavía: «¿qué diablos queremos decir cuando afirmamos que los partidos no nos representan?».

Un modo fructuoso de abordar la cuestión es fijarse de verdad en casos en que los partidos no representaban, indudablemente no representaban, al pueblo. Nos depara un buen ejemplo nuestro siglo XIX, indeciso entre la descomposición civil, el absolutismo y formas parlamentarias corruptas. Las que nos importan son las últimas. En los tiempos del Estatuto Real –tras haber pasado a mejor vida Fernando VII– sólo se reconoció el derecho del voto al 0,16 de la población (unas dieciséis mil almas). Esto significa que los partidos eran no representativos en un sentido simple y radical: casi nadie tenía la oportunidad de ser representado. En 1789, durante la Constituyente francesa, se había establecido una distinción célebre entre ciudadanos pasivos (con derechos civiles, pero no políticos) y ciudadanos activos (con derechos políticos, además de civiles). Este modelo se estiraría hasta el XX, restringiéndose unas veces y dilatándose otras. Las exigencias censitarias que pusieron los primeros revolucionaros fueron mucho menos severas que las establecidas por el Estatuto Real. En 1792, tras el secuestro de Luis XVI, la Constitución francesa llegó a implantar el sufragio universal masculino (con poca respuesta de los franceses, que prefirieron quedarse en casa). Luego, durante la Restauración, el censo tornó a estrecharse. Sea como fuere, parece claro que un sistema electoral que excluye a casi todo el mundo genera un parlamento poco representativo y poco democrático.

La política no ha dejado de ser representativa. El problema está en que se ha pervertido

Hay más. Sobre reposar en pocos electores, notables locales por lo general, los gobiernos del Estado liberal decimonono fueron propensos a celebrar elecciones amañadas desde arriba. Comenta Miguel Artola, al hablar de cómo estaban las cosas en España tras la restauración moderada de 1856 (La burguesía revolucionaria, 1808-1869): «Dadas las prácticas electorales del país, en que no se conoce ni un solo caso de un gobierno que perdiese las elecciones [la cursiva es mía], es evidente que la declaración electoral de la voluntad nacional no conduciría a la sustitución del partido gobernante y que únicamente la voluntad de la corona o la acción revolucionaria pueden abrir una alternativa». En efecto, durante el reinado isabelino, los progresistas acostumbran a tocar poder, no ganando elecciones que no pueden ganar, sino mediante pronunciamientos militares que fuerzan a la corona a un compromiso y a una apertura provisional del régimen. Fue Cánovas, tras los sustos que sucedieron al derrocamiento de Isabel II y el caos de la Primera República, quien inventó un artificio altamente funcional para romper la pauta que había mantenido en estado de efervescencia crónica al Estado español: el turnismo. El turnismo metió dentro del sistema a los políticos que antes, para sentarse en el parlamento, no tenían más remedio que hacer una revolución. Raymond Carr (España: 1808-1875) resume con mucha gracia el hallazgo turnista: «El sistema de partidos era un sustitutivo suficiente de los antiguos mecanismos de rebelión militar». Cánovas/Sagasta, Sagasta/Cánovas, fueron los dioscuros de la Restauración española. La Restauración es el mejor período, by far, del XIX español, el más clemente y el más liberal. Pero fue un sistema, a la vez, profundamente deshonesto. Las elecciones se resolvían en los municipios gastando algún dinero (no demasiado): hacer la vista gorda en lo referente al impuesto de consumos, encargar modestas obras públicas, comprar directamente el voto, bastaban para asegurarse la mayoría en una España pobre, analfabeta y poco diestra en el arte de participar en la vida pública. Al revés de lo que ocurre en las democracias genuinas, las elecciones se celebraban después de haber pactado una mayoría parlamentaria alternativa, y se ganaban indefectiblemente. En los ochenta se introdujo el sufragio universal masculino, pero los porcentajes no significan mucho cuando el mecanismo está viciado. Y así fuimos tirando hasta el siglo XX.

Si giramos ahora los ojos hacia la España contemporánea, observamos una diferencia dramática entre lo que ocurría entonces, y lo que sucede ahora. Lamentablemente, durante los años difíciles de Aznar en la oposición, fue frecuente que los populares reclamaran un turno, un turno que les permitiera a ellos formar gobierno alguna vez. Esto era tonto o quizá constituyó un acto fallido, o ambas cosas a la vez, porque nunca, en esta democracia, se ha producido ni habría podido producirse el turnismo. Cánovas y Sagasta cocinaban una mayoría y luego convocaban elecciones; habría sido inaudito que Aznar y González, o los que fueren, hicieran otro tanto. Desde el 76, las elecciones se han ganado siempre del mismo modo: uno de los grandes partidos se desflecaba por el centro, y la merma iba a redundar en beneficio del otro partido. Hubo una implosión interna, la de UCD; y una especie de ictus colectivo, el 12-M. Pero las cosas se han ajustado, más o menos, al patrón que acabo de decir. ¿Quiénes dejan un partido para apuntarse al otro, o se refugian en la abstención y debilitan a la formación a la que antes habían votado? En esencia, el voto transeúnte es voto urbano, y cualificado en términos comparativos si entramos a considerar la renta, los estudios, etc., de los votantes medios. El propio PP, a pesar de su incomprensible nostalgia del turnismo, desplazó al PSOE gracias a ese mecanismo convencionalmente democrático. Ahora tengo que contarles una cosa que me dijo un conocido asesor electoral del PP, cuyo nombre callo porque no tengo la costumbre de proporcionar fuentes sin permiso del interesado.

Lo que me dijo fue esto: que un partido que pierde el poder, pierde, automáticamente, un millón de votos. ¿Cuáles? Los de los pensionistas o, mejor, una parte de ellos, los menos formados. Los pensionistas menos formados piensan que sus pensiones son una concesión del gobierno y, por si acaso, votan siempre a quienes, equivocadamente, identifican como benefactores. El millón de votos que se pierdan después de las elecciones es un millón de votos con los que fatalmente podrá contar, en los siguientes comicios, el que acaba de ganar los últimos celebrados. Esto arroja un diferencial de dos millones de votos. Un montón. Al parecer, las reacciones electorales de los pensionistas son pavlovianas. Con ello cuentan los políticos, del signo que sean, y por eso, sustraído el componente de la equidad, los gobiernos son proclives a respetar las pensiones, principalmente las pensiones más bajas. De aquí se sigue que los pensionistas no sólo son pavlovianos, sino racionales, entendiendo por «racional» al que protege eficazmente sus intereses –o sus derechos: no voy a meterme a partir los pelos por cuatro–. Pero existen otras muchas maneras de comprar el voto, bien desde el poder, bien –menos fiablemente– desde las promesas que se formulan en la oposición. Agricultores, cuerpos profesionales, propietarios de pisos o inquilinos, colectivos situados en franjas intersticiales de la escala del IRPF, o territorios, constituyen objetivos, lo que los publicitarios denominan targets, de la política profesional. Los políticos las identifican, las agregan, y elaboran su mensaje, en ocasiones manifiestamente poco realista. Esto no está bien. Pero tenemos que comprender lo que significa exactamente. Vamos a un caso sencillo: se promete o promueve la construcción innecesaria de un aeropuerto o un hospital en la comarca X. Cuando califico el proyecto de «innecesario», no quiere decirse que no vaya a beneficiar notablemente a los habitantes de la comarca. Quiero decir, más bien, que ese dinero, invertido en otra cosa, habría beneficiado a más gente en conjunto. O bien habría sido más beneficioso para todos no gastar nada y contener el déficit. Éste es un punto. El otro punto es que la financiación corre a cargo del contribuyente, y que se está causando un perjuicio a éste no sólo porque el dinero habría podido gastarse en algo que le conviene más, sino porque ese dinero es su dinero. En resumen: el político explota al contribuyente en provecho propio (ganar las elecciones), y aunque no lo sepan, porque tampoco se han detenido a considerarlo, los beneficiarios del proyecto explotan a sus conciudadanos. El proceso es perverso. Ahora bien, ¿diríamos que un partido que se comporta así, no está representando en realidad a…?

He escrito unos puntos suspensivos, porque el espacio que les corresponde puede rellenarse de muchas maneras distintas. Si escogemos, para rellenarlo, al colectivo beneficiado, nos encontramos con que éste no sólo está representado, sino representado con exceso. Si escogemos al pueblo soberano, lo que pasa es que ha sido víctima de un fraude. Ser víctima de un fraude, no obstante, no es lo mismo que no poder votar porque no se tiene derecho al voto, o porque se han reventado las urnas y adulterado los comicios. Es otra cosa. Podemos llamarla, si así nos place, «falta de representación». Pero se trata de una expresión equívoca, y lo mejor, por tanto, es usar otra.

El negocio se complica considerando el carácter versátil, zigzagueante, con que se redistribuye el dinero en las democracias contemporáneas. Los políticos lanzan sus promesas en todas direcciones y no echan cuentas, o sólo lo hacen cuando se teme una catástrofe inminente (es el caso de ahora). La resulta es que todo el mundo, a través de la política, termina explotando a todo el mundo, en perjuicio, además, de casi todo el mundo. Existen sesgos, por supuesto. Cuando se ha necesitado el concurso de un partido de implantación territorial concreta para formar mayoría parlamentaria, el sesgo se ha dibujado casi instantáneamente. Y existe un sesgo socialista (relacionado con las ideas del socialismo, pero todavía más con su clientela), y un sesgo popular. Pero más importante aún que el sesgo, es el sobregasto y la desvirtuación, a la par, del oficio de político y del oficio de votante. Unos y otros se miran a los ojos y sellan pactos espurios, y corrompen la democracia. A continuación, volvamos hacia atrás, hacia el parlamentarismo corrompido de la Restauración.

Todo el mundo, a través de la política, termina explotando a todo el mundo, en perjuicio, además, de casi todo el mundo

El tamaño del Estado liberal, que era minúsculo en comparación con el actual, habría hecho imposible el tipo de corrupción que es endémico en nuestra democracia. Tampoco la necesitaban los prohombres políticos de entonces, puesto que la compra del voto salía barata, las batallas electorales no eran batallas electorales sino conversaciones entre caballeros sesudos, y además cualquier Estado, por canino que ande, puede hacer enormes favores a grupos de presión: impedir importaciones, conceder licencias y monopolios, etc. A despecho de que el Estado liberal era un miniestado, y el Estado democrático contemporáneo es un macroestado, existe una afinidad innegable entre las técnicas antiguas de compra del voto y las actuales. En ambos casos, se compra eso, el voto, con recursos ajenos. Notables diferencias en el mecanismo corruptor no borran la afinidad: donde, en tiempos de Cánovas/Sagasta, estaban los municipios y el gobernador civil, están ahora, además del municipio, y todavía más que el municipio, las autonomías y el presidente autonómico. El gran dato, el dato diacrítico y revolucionario, es que, al revés que antes, ahora sí que existe representación, si por tal entendemos un programa de acción política que los votantes pueden echar abajo variando la dirección del voto. Eso existe, aunque exista corrupción a dos bandas (votantes/políticos), y a despecho de que esa corrupción pueda invitarnos a decir, un tanto a bulto, que la representación es ficticia o inútil. En definitiva, lo repito, existe representación. Y se equivocan, por tanto, los que afirman que los partidos no nos representan. Nos representan muy imperfectamente. Son indecorosos, si ustedes quieren, pero nos representan. Y si algo no está funcionando bien, y, de hecho, no está haciéndolo, no es la representación en sí sino su modus operandi y sus resultados. Lo que no está funcionando, ¡ay!, es la democracia.

No quiero dejar atrás, prematuramente arrumbado a la vera del camino, a Beppe Grillo. El antipolítico Grillo, lo digo un pelo tarde, pero lo digo ya, no tiene nada que ver con Mussolini. Todo lo más, logrará descuajeringar el régimen, para que luego otro recoja los cascotes y haga un edificio nuevo. No, no es Mussolini, per fortuna. Aparte de eso, es un tipo más bien confortable. De Mussolini decía uno de sus hermanos, no recuerdo cuál, que c’era in lui un fondo di criminalità: era un tipo capaz de casi cualquier cosa. Hubo de vérselas con su antiguo admirador, Hitler, para comprender, ahora de verdad, lo que es un tipo, no solo casi, sino rigurosamente capaz de cualquier cosa. Pero estoy divagando. Beppe es un tipo simpático, y en la entrevista con la sueca dice algunas cosas que son verdad. Una de las cosas que dice es que los diputados aprietan el timbre que hay frente a su escaño para votar lo que les ordena su partido… sin comprender ni jota. De acuerdo. Esto es malo, y pone en cuestión la necesidad de que haya diputados y no sólo jefes de partido. Aparte de malo, es bastante inevitable. ¿Qué entienden sus señorías (hablo ahora por los diputados españoles) cuando votan a favor o en contra del Presupuesto? Pues eso, ni jota. Realmente, el Presupuesto lo entiende solo el ministro de Economía, con permiso de los secretarios de Estado de Economía, con permiso de los subsecretarios, con permiso de los directores generales. Entiende, el primero, el Presupuesto en líneas generales, a bulto, y los directores comprenden cachitos del Presupuesto y quizá no el Presupuesto a bulto. Pero si un diputado está in albis, ¿no lo estará todavía más cualquiera de los innúmeros italianos con que Beppe quiere suplantar a un Parlamento profesional? ¿Entenderá más el presupuesto el dueño de una tienda de ultramarinos de Recanati (provincia de Macerata) que un diputado? Me parece que no, y que aquí Internet ayuda poco. La única forma de evitar que la Administración del Estado no termine en manos de especialistas, aunque sean malos especialistas, es simplificar el Estado portentosamente. Esto nos llevaría al Estado ultraliberal, que se ocupa de pocas cosas y fía el funcionamiento de casi todas a las fuerzas espontáneas del mercado y la sociedad. Pero Beppe no quiere eso, ni los indignados lo quieren. Lo que quieren es un Estado que ostente la complejidad inherente al Estado Benefactor contemporáneo y que, aun siendo complejo, administre la gente. Esto es una contradictio in terminis. Por ahí, caro Beppe, no pueden ir los tiros.

Otra cosa que dijo Beppe, y esto tiene más interés, es que la clase política italiana se ha hecho endogámica. Es verdad. Afirmó que lo mismo les pasa a los periodistas, que viven como adheridos a los políticos. Es también verdad. De Italia y España, y probablemente de más sitios. Lo de Italia es aún más extremoso que lo de España, que tampoco es moco de pavo. Toma uno The Wall Street Journal, o The New York Times, o el Financial, o el Frankfurter, y comprende lo que está pasando. Las noticias, las columnas, exponen hechos inteligibles para quienquiera que acumule cierta información general sobre las cosas que están sucediendo en un país. La Repubblica o Il Corriere le dejan a uno, sin embargo, con los ojos a cuadros. Son reverberaciones de episodios que traen muy atareados a los diputados en los corredores del Parlamento y a los periodistas de confianza, y que el diario vierte con la falta de explicaciones que gasta un señor cuando secretea con un cómplice. Es necesario seguir la prensa durante una semana seguida para ponerse en autos. La endogamia de los políticos consigo mismos y con los medios de comunicación constituye un hecho gravísimo, y se llevará a los dos por delante si no se corrige a tiempo. Ahí sí le doy la razón a Grillo. La vida pública democrática padece en su país y en España una opacidad que no es compatible con la perduración de la democracia. Si lo que se quiere decir, cuando se asevera que los partidos no nos representan, es solo esto, de acuerdo. Si se quiere decir más –y se quiere, sí, decir más– pues no, me remito a lo de antes. El problema está en otro lado, y es tan grave o más que el problema que denuncian los que piden más representación.

La mejora de la política, si llega a tiempo, también mejorará a los medios, y con estos, a la democracia en su conjunto

Beppe Grillo es dialécticamente simple. Es un populista. Los populistas comunican muy bien, pero lo que comunican no es bueno, precisamente porque es simple. El fuerte de los populistas, aparte de la facundia comunicativa, es sentir como casi todo el mundo siente –todos los historiadores reconocen ese mérito a Mussolini–. Y lo que casi todo el mundo siente suele contener una almendra de verdad –al revés de lo que casi todo el mundo argumenta: argumentar es un poco como tocar el violín: una destreza que exige un grado grande de especialización–. Bien, Beppe Grillo, populista, dice muchas tonterías populistas, pero como populista también siente algo que no podemos negar: que esto está a dos dedos del naufragio. No es sólo que no ceje una crisis que es una lata, sino que empezamos a estar por debajo de la línea de flotación, en términos morales o políticos o político-morales. Tres son las grandes cuestiones, algunas percibidas por Grillo, y otras no. Ya las he tocado, pero las recupero ahora y pongo en orden, uniendo unas cosas y separando otras de las varias que he dicho:

1) Es grave la transformación de la política en un instrumento cuyo objetivo principal es facilitar la carrera profesional de los políticos. A esto Grillo lo llama «endogamia política». A Grillo le ofende grandemente que los políticos coman con los políticos, que se vayan juntos de vacaciones, que empleen un idioma que no pueden entender los que no son políticos. Y concluye, precipitadamente, que la política ha dejado de ser representativa. No, no ha dejado de ser representativa. El problema está, más bien, en que se ha pervertido. Se trata de un problema serio, pero recurrente dentro del sistema parlamentario (y de los demás). Después de un largo período de estabilidad relativa, la maquinaria se oxida, o el ordenador se satura de virus, o lo que fuere, y es necesario que se produzca una gran sacudida para que la democracia recupere sus reflejos y su elasticidad. El caso, considerado aisladamente, es, lo repito, serio, pero no letal. Si fuera letal, ha tiempo que habrían desaparecido las democracias.

2) Se han atascado los mecanismos que engranan a la sociedad con la política. Me refiero, sobre todo, a los medios de comunicación, en particular, la prensa, que sigue siendo insustituible, por maltrecha que esté, para la organización de la opinión pública. Las causas son varias. Por ejemplo, defectos de fábrica, muy evidentes en el caso de España. Políticos democráticos y periodistas se hicieron a la par, y no demasiado bien. Recuerden, los que tienen edad para ello, las columnas políticas de la etapa ucedea. Estaban plagadas de recados, remitidos y nombres propios en negrita. Los nombres propios eran de políticos, autores de los remitidos o de los remitidos de los remitidos. En España apenas si ha habido análisis político digno de tal nombre: un tramo de texto escrito por alguien que pensara por su cuenta y hablase independientemente. Si viene una sana sacudida democrática, también tendrá que cambiar la prensa política. En lo que hace a España, ese cambio sería, más bien, una inauguración. El segundo gran problema de la prensa es económico. Por motivos complejos, de los que la falta de calidad y fiabilidad de la prensa es sólo uno, se venden cada día menos periódicos, y de resultas, la prensa se deteriora aún más y se hace mucho más vulnerable a formas de financiación que reducen su independencia. Con frecuencia (abrumadoramente entre los periódicos no nacionales) la fuente de financiación es la propia Administración. Pero también empresas que ponen publicidad con el propósito de protegerse o de divulgar puntos de vista que consideran favorables a la buena marcha de sus negocios. Desconocemos todavía qué pueden dar de sí los soportes digitales. En España, la televisión, pública o privada, es desastrosa, y la radio acusa de modo mucho más directo todavía que los diarios la presión e intermediación de los partidos. De nuevo, un problema grave, pero no letal. La averiguación, que no dejará de intentarse, de nuevos modelos de negocio, tal vez genere algo útil a tiempo; y la mejora de la política, si llega a tiempo, también mejorará a los medios, y con estos, a la democracia en su conjunto.

Unos prometen más de lo que pueden dar, y otros piden o aceptan más de lo que pueden recibir

3) El tercer punto es el más importante (siéndolo, y mucho, los dos anteriores). La coyuntura delicadísima en que ahora se encuentra Europa es indisociable de la crisis del Estado de Bienestar. Primero, éste debe ser reconvertido a la baja, porque no se puede pagar. La penuria económica ha acelerado la insolvencia del Estado, desde luego. Pero cualquier economista, desde hace veinte años o más, habría podido anticipar que nuestras democracias caminaban hacia una gran crisis fiscal. Una de las dimensiones más decepcionantes de la política al uso es que nadie se ha ocupado seriamente de nada que quedara un poco más allá de la fecha correspondiente a las siguientes elecciones. Zapatero es una caricatura de este cortoplacismo suicida: mientras sobró el dinero aceleró proporcionalmente el gasto público, incurriendo además en la ilusión boba de que las tasas de crecimiento se prolongarían mecánicamente en el futuro y nos permitirían atrapar primero a Francia y luego a Alemania. Se quedó a medio camino en un recuesto y se marchó a casa, dejando España manga por hombro. Sea como fuere, hay que recortar el Estado de Bienestar, y ello exige valentía, rigor, inteligencia y una conducta personal abnegada e intachable. Empeorar es siempre ingrato, pero se hace insoportable cuando el señor que mete la tijera no disfruta de nuestra confianza o parece que está por encima de las estrecheces que afligen a sus gobernados. Esto nos lleva al segundo punto. No sólo el Estado Benefactor ha crecido por encima de lo financiable; ocurre, de añadidura, que ha contribuido poderosamente a corromper los mecanismos de la política. Asegurar una instrucción pública gratuita en primera y segunda enseñanza, y facilitar mediante un sistema de becas generoso el acceso a la universidad para quien esté dispuesto a hacer el esfuerzo de seguir estudiando; facilitar asistencia sanitaria pública al que esté enfermo; impedir que alguien se muera por dormir al raso; estas cosas y otras por el estilo hay que hacerlas y esto lo hizo muy bien el Estado Benefactor en su etapa funcional.Pero el Estado Benefactor también se ha pervertido. Con el aumento de los recursos, la oferta pública dejó de servir a propósitos razonables y derivó en un instrumento de promoción para los políticos. Puede compendiarse el proceso diciendo que los políticos empezaron a indagar fines con el objeto de dotarse de medios. Medios para ganar las elecciones; medios para aumentar los efectivos humanos que permiten ganar las elecciones; medios para vivir bien ganando las elecciones. Creció cancerosamente, no el número de militantes, sino las clientelas y los cargos que ingresaban en la Administración por la puerta de atrás. El resultado ha sido una colonización de la sociedad por la política profesional. Un fenómeno sustancialmente democrático, no antidemocrático. Debo absolutamente contarles un episodio que ilustra esto a la perfección. A finales o mediados de febrero, en el programa de Carlos Herrera, estaba discutiéndose, casi de refilón, el proyecto de reforma de la Ley de Régimen Local que atarea de un tiempo a esta parte al Gobierno. Una de las consecuencias sería la supresión del sueldo para muchos concejales. Herrera recibió en ese momento un e-mail de un notorio jefe popular de provincias –no dio el nombre– en el que se argumentaba por qué el proyecto constituía un error gigantesco. El razonamiento era éste: si los partidos se quedan sin concejales a sueldo, se quedan sin tropa, y no se pueden ganar las elecciones sólo con los generales y la alta oficialidad. He aquí un resumen perfecto de lo que está ocurriendo. He aquí, también, lo que tiene que dejar de ocurrir. No sólo no se puede continuar asegurando la soldada de tanta tropa, sino que la actitud, el temple moral, las prioridades de los que han de cambiar lo que no puede seguir en pie, son incompatibles con la actitud, el temple y las prioridades de los políticos estándar que tienen vara alta en el país desde hace años.

Termino ya. La consigna de que los partidos no nos representan sugiere que la democracia se ha estropeado porque los partidos se han rebelado contra la sociedad. Se trata de una verdad a medias o, mejor, más de una mentira incompleta que de una verdad incompleta. Es verdad que la clase política ha decaído y se ha hecho endogámica. Pero también es verdad que la corrupción deriva de un trato implícito entre gobernantes y gobernados. Unos prometen más de lo que pueden dar, y otros piden o aceptan más de lo que pueden recibir. Si quieren, la sociedad se ha rebelado contra sí misma, de arriba abajo, y de abajo arriba. El dinero negro que circula por el interior de los partidos, que provoca el enriquecimiento de algunos, a veces un enriquecimiento insultante, es poca cosa en comparación del dinero que se malgasta; el dinero que suman los coches oficiales, los hoteles de cinco estrellas para políticos de campanillas, el dinero de las embajadas autonómicas y otros dislates, es también, agregadamente, peanuts, calderilla. El dinero gordo es el que se lleva la política normal: obras públicas desatentadas, cobro de comisiones para el mantenimiento de la velocidad de crucero de un partido, hospitales redundantes, servicios redundantes. El dinero claramente delictivo, o estúpidamente suntuario, es el spillover, las sobras, del gasto normal. Es indignante, por supuesto, que se robe; pero aún tiene consecuencias más insostenibles que se derroche. En realidad, las dos cosas se producen a la vez, porque se robaría mucho menos si no se pudiera derrochar tanto. Y se derrocha mucho, con el aplauso, ¡ay!, del votante. Decir esto, ahora, es muy duro. Es duro decirlo cuando, en regiones como Cataluña, y las que le sigan, empieza a fallar el Estado Benefactor en lo que tiene de admirable e insustituible. Pero a esta situación intolerable hemos llegado todos juntos. Y no saldremos de ella satanizando sin más a la clase política. Hay que rehacer un montón de cosas, pero con cabeza. Necesitamos políticos mejores, pero necesitamos política. La satanización de los políticos es complementaria y simétrica del angelismo populista. Ellos son los malos y nosotros los buenos. Perdónenme, es un poco más complicado. Lo digo a sabiendas de que la democracia no las ha visto tan gordas en mucho tiempo. O, mejor, no lo digo a pesar de eso; lo digo precisamente por eso.

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