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Los Sherlock Holmes de pega

Archivos secretos de Sherlock Holmes
(Edición de David Felipe Arranz)

Editorial Funambulista. 2020.

288 págs.

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En trance de superar la crisis del coronavirus que durante tres meses tuvo cerrado a cal y canto el mundo editorial, ha aparecido en las librerías un simpático librito titulado Archivos secretos de Sherlock Holmes, publicado por la Editorial Funambulista en edición a cargo de David Felipe Arranz. Recoge cuatro cuentos apócrifos del famoso detective que vieron la luz hace más de un siglo en el seno de una larga colección de folletines publicados en Alemania en 1907 y después traducidos y publicados en muchos otros países de Europa.

Sherlock Holmes forma parte de la cultura europea, y esta no parece una afirmación temeraria si consideramos la abrumadora cantidad de ediciones que sus relatos han merecido, no solo en su país natal sino en todo el ancho mundo, práctica que se mantiene gozosamente en la actualidad. Me atrevería a afirmar que no pasa año en que las historias de Sherlock Holmes no sean objeto de reedición en algún lugar del planeta. La fama del personaje ha resistido el paso del tiempo, y es conocida universalmente, no solo por quienes han (hemos) disfrutado con los relatos de Conan Doyle, sino incluso por quienes ni siquiera los han leído. Esta es precisamente la gloria del personaje: haber trascendido su propio ámbito literario para entrar a formar parte del imaginario colectivo.

Prueba evidente del arraigo popular del personaje es el haber sido, desde muy temprano, objeto de tenaz imitación. En algunos casos, imitación de qualité, más en clave de homenaje que otra cosa, y ahí quedan por ejemplo los relatos de John Dickson Carr y Adrian Conan Doyle, firmados por sus autores para dejar claro que no existe intención alguna de engaño al lector. Pero en otros muchos, muchísimos casos, la publicación de historias apócrifas de Sherlock Holmes, aparecidas sin firma, o incluso atribuidas con desfachatez al bueno de Sir Arthur, no responden sino a un propósito desvergonzado de endosar al lector mercancía averiada, aprovechando el renombre del personaje para colar novelas o cuentitos que, abandonados a sus propios méritos, no habrían merecido la menor atención de los lectores.

Precisamente en esta segunda línea, una editorial de atosigante nombre (Verlagshaus für Volksliteratur und Kunst) inició en 1907 la publicación de una serie de folletines de gran tamaño titulada El detective Sherlock Holmes y sus aventuras de renombre mundial (hago merced al lector de su nombre alemán). Gustaron muchísimo, y se vendieron como churros. No solo por el tirón del personaje, ya popularísimo, sino por las preciosas portadas, llenas de emoción y colorido, obra en buena parte del gran dibujante Alfred Roloff, que eran de por sí suficientes para despertar el apetito de los compradores. Prueba del aprecio de los lectores fue que la serie alcanzara nada menos que los 230 títulos entre 1907 y 1911.

Tan buena acogida tuvo que pronto se tradujo a otros idiomas y se publicó en Francia (1907), Italia (1909), Bélgica (1922), Holanda (1908), Dinamarca (1909), Noruega (1909), Suecia (1908), Finlandia (1911), Rusia (1908), Polonia (1907), Portugal (1909), Estonia (1908), Austria, Croacia (1907), Hungría (1908), Checoslovaquia (1930)e incluso en Armenia (1929), Turquía (1908) y BrasilVer STERK, Rimmer & CONKRIGHT, Jim: The Continental Dime Novel (JCRS. 2006). Págs. 84 a 96..

En España apareció en 1908 bajo el título de Memorias íntimas de Sherlock Holmes, a cargo de la editorial F. Granada y Cía. Se publicó en dos series de relatos, una de 74 títulos y otra de 76 (esta segunda con el nuevo título de Memorias íntimas del rey de los detectives), y fue reeditada en 1928 por la Editorial Atlante, sucesora de F. Granada y Cía. Apareció también en otra presentación, esta vez en forma de tomitos, conteniendo cada uno de ellos cuatro relatos. Esta segunda presentación constó de 38 tomitos, y fue publicada por las dos editoriales citadas (en 1912 la primera y c.1928 la segunda). Fueron por tanto, en total, cuatro las ediciones que en poco más de 20 años (entre 1908 y 1932) mereció esta serie en nuestro país, lo que indica el grado de aceptación que estos Sherlock de pega tuvieron.

Es de la edición española (la de Atlante, que es la que cita Arranz ignorando la anterior de Granada y Cía.) de donde proceden las novelitas contenidas en el libro que nos ocupa. En concreto, se ha resucitado el tomito número 3, que agrupa los cuatro relatos ahora reeditados. Sus títulos, «La hija del usurero», «La kodak traidora» («El codak traidor» en el original), «El enigma de la casa de juegos» y «El vestido de la reina»Estas aventuras aparecieron con los números 1, 12, 13 y 14 en la primera edición de las Memorias íntimas del rey de los detectives..

Vaya por delante que traer de nuevo a la luz estos relatos olvidados me parece una buena idea. No tanto para los devotos de Sherlock Holmes como para los amantes de la novela popular. Porque las colecciones españolas de este Sherlock apócrifo tuvieron en su día una cierta importancia en el mundo de las publicaciones populares, y porque en la actualidad son muy apreciadas por los coleccionistas.

Nos encontramos por tanto ante una iniciativa simpática, que recoge, como digo, cuatro de aquellas añejas novelitas, a las que, según anticipa el editor, seguirán otras. Y mi simpatía por esta obra parece que es compartida por otros, pues el suplemento cultural del diario ABC del sábado 20 de junio le dedicó una amable recensión, y lo mismo hizo algún otro medio digital.

Me temo sin embargo que no estemos ante un «incendio literario» que «impacta en la opinión pública», ni ante una «bomba literaria termonuclear», como un entusiasmado editor proclama eufórico en la introducción. «¿Por qué estas novelas están rodeadas de tanto silencio y jamás volvieron a ser editadas?» se pregunta David Felipe Arranz. Y me temo que la respuesta es bastante clara, y pienso que se hará evidente a quien las lean. Son novelitas bastante malas, a años luz, no solo de los relatos originales de Conan Doyle, sino también de los de sus seguidores más destacados, entre otros los dos a que antes me he referido. No creo por tanto que ni los folletines originales ni esta simpática reedición vayan a ocupar siquiera una nota a pie de página en el universo holmesiano, como tampoco toda la similar basurilla de relatos apócrifos sobre el gran detective que pobló la literatura popular de baja estofa durante las primeras décadas del pasado siglo.

Se sorprende el editor del libro que comentamos de que Conan Doyle no denunciara al desaprensivo editor berlinés por usurpar el nombre de Sherlock Holmes. Pero lo cierto es más bien lo contrario. El editor de Conan Doyle en Alemania, Robert Lutz, sí emprendió acciones legales, lo que fue precisamente la causa determinante de que a partir del número 11 la serie cambiase su título por el de Archivos secretos del detective de fama mundial, omitiendo el nombre de Sherlock en las portadas (no así su inconfundible imagen). Otro tanto ocurrió en la edición francesa (La Nouvelle Populaire, de Fernand Laven), en que el cambio de título se produjo ya en el número 4 ante la apelación a los tribunales del titular de los derechos legales de Conan Doyle en Francia, Pierre Lafitte.  En España la rectificación no fue tan inmediata. La serie, que en nuestro país se tituló Memorias íntimas de Sherlock Holmes duraría, con el nombre del personaje de Conan Doyle, nada menos que 74 títulos, entre 1908 y 1911. Solo a partir de 1912 se inició una segunda serie de 76 con el título corregido de Memorias íntimas del rey de los detectives.

En el mundo de la literatura popular de más humilde estrato o, sin ánimo de ofender, de más baja estofa (me refiero a la también denominada literatura de quiosco, la dirigida a lectores con pocas ganas de complicaciones), la novela policíaca no es propiamente novela de intriga, como sucede en el caso de la literatura policíaca tradicional, la que se extiende desde Poe y Wilkie Collins hasta Agatha Christie y P.D.James. La novela policíaca «popular» es un producto distinto. Aquí no se trata de grandes misterios que resolver, de intrigas que pongan en jaque las habilidades deductivas del detective. No asistimos a choques de intelecto entre el astuto criminal y el brillante detective. La batalla no se libra en el cerebro. No son novelas de enigma y reflexión, sino, por el contrario, novelas de acción. Si la historia comienza con un hecho criminal, un asesinato o un robo audaz que requiere investigación, las reflexiones y pesquisas del detective pronto derivan en acción pura y simple. Apenas iniciado el caso, el protagonista se ve de inmediato sumergido en una vorágine de peripecias, en una sucesión de persecuciones y enfrentamientos en los que al final triunfa sobre los criminales más por la fuerza de sus puños y su habilidad con las armas que por la potencia de sus neuronas. Y así vemos en estas aventuras apócrifas de Sherlock Holmes a nuestro personaje sujeto a continuos peligros físicos (¡incluso en una de ellas, Una corrida de toros en Granada, le vemos en el ruedo, sujetando al toro por los cuernos, ¡quién se lo diría al pobre sir Arthur!). Las portadas de estas novelitas son un festival de emociones. No hay portada en que no aparezca alguien esgrimiendo una pistola, siendo así que en los relatos originales de Sherlock Holmes las armas aparecen con muy escasa frecuencia. Ese es el motivo de que, en la literatura popular, el género policíaco debiera, más bien, denominarse de «aventuras policíacas», si es que queremos calificar con más precisión su contenido.

En Europa este género de aventuras policíacas nos llegó de Estados Unidos, donde había logrado una sólida posición en el mercado de las llamadas dime novels, ya en el tercio final del siglo XIX. Su héroe más conspicuo era un detective prodigio, prácticamente invencible, llamado Nick Carter, aunque hubo muchos otros aventureros detectives. Los héroes de estos relatos eran agentes de policía o, con más frecuencia, detectives aficionados, que resolvían sus diferencias con los criminales no mediante sesudas reflexiones, sino a base de tiros y estacazos. Las portadas, tremendamente efectistas, y por tanto sumamente atractivas para el comprador, reflejaban cumplidamente el festival de aventuras trepidantes que esperaban al lector en el interior de la novela.

La puerta de entrada de estos relatos de aventura policíaca en la Europa continental (el Reino Unido fue un caso aparte) fue Alemania. Si en el caso de los relatos del Oeste el héroe norteamericano importado fue Buffalo Bill, en el caso del relato policíaco fue (en paralelo con otro personaje de factura germana, Nat Pinkerton) el antes citado Nick Carter. Los del primero aparecieron en 1905 y los del segundo en 1906. Pero la extraordinaria popularidad de Sherlock Holmes hizo que la estrella de esta novela popular de sello alemán no fuera el citado personaje norteamericano, sino el sin par detective británico. En Alemania los derechos de las obras de sir Arthur Conan Doyle estaban en manos del editor Robert Lutz, que disfrutaba por tanto de una sólida posición en el mercado editorial. Así que quien quisiera aprovechar el enorme atractivo comercial de Sherlock Holmes tenía que buscarse la vida al margen de la ortodoxia. Y en este entendido, la editorial antes citada se lanzó a publicar una serie de relatos apócrifos del gran detective, que engañosamente se hacían pasar como procedentes de la pluma de Conan Doyle.

De la autoría real de estos relatos no había traza, cosa obvia por cuanto se intentaba presentarlos como procedentes del propio Conan Doyle (si el descaro del editor no llegaba al extremo de firmarlos con tal nombre, al menos su autoría se daba a entender al publicarlos sin firma). Posiblemente los autores reales fueron varios, y como sucede habitualmente en el mundo de la literatura popular, la identificación de sus nombres ha sido fuente de divertido entretenimiento para los aficionados. En el libro que aquí comentamos, su editor David Felipe Arranz, autor a la vez del prólogo, se deja llevar de nuevo por el entusiasmo para fantasear sobre el enigma («¿Fue su autor, o autores, alguien cercano a Conan Doyle? ¿Qué misterioso personaje escribió y anotó aquellas aventuras? ¿Conoció al propio Holmes en persona?»), y parece sugerir oscuras tramas de ocultación de los nombres («¿qué mano estaba detrás de la redacción de esos episodios, y porqué no ha trascendido aún su nombre con toda certeza?»), como si el propósito del editor de hacer pasar los relatos por originales de Conan Doyle no fuera motivo suficiente para publicarlos sin firma, y como si a alguien le interesara desvelar tan tremendo enigma en años posteriores. En fin, tras dramatizar el problema, Arranz se pone estupendo para proclamar el hallazgo: «hasta donde hemos podido averiguar en nuestras pesquisas, esta serie pudo ser concebida por dos escritores germanos casi desconocidos, Kurt Matull y Theo von Blankensee, seudónimo de Matthias Blank».

Pesquisas, no dudo que arduas, pero que tal vez podría haberse ahorrado de haberse tomado la molestia de consultar la bibliografía existente, tampoco tan abundante, dicho sea de paso. Si lo hubiera hecho (y entiendo que no fue así porque de otro modo habría citado sus fuentes), habría descubierto que la autoría de ambos escritores era sobradamente conocida desde hace décadas. Philippe Mellot, en su libro Les mâitres du mystéreMELLOT, Philippe: Les mâitres du mystère, de Nick Carter à Sherlock Holmes (Editions Michèle Trinckvel. 1997). Pág.32., publicado en 1997, explica, remitiéndose a otro autor, Gèrard Dole, que uno de los autores anónimos de estas historias fue, efectivamente, Kurt Matull, identificado gracias a la memoria del hijo del editor de la época, Bernhard Busch. Y en cuanto al otro sospechado autor, Theo von Blankensee, el citado Philippe Mallot lo identifica también, citando en este caso como fuente a Yves Varende.

Pero tampoco era preciso hacer tamaño esfuerzo a la hora de las pesquisas. Todos estos datos se pueden encontrar también en nuestro idioma, en un interesante estudio de Francisco Arellano (un conocido editor e historiador de la novela popular) aparecido en 2006ARELLANO, Francisco: «Sobre las primeras aventuras de Harry Dickson y las últimas de Sherlock Holmes» (en F. ARELLANO, Ed.: Harry Dickson, el Sherlock Holmes americano. Tomo I. Editorial La Biblioteca del Laberinto. 1996).. E incluso yo mismo recogí también toda esta información en una obra que publiqué en 2008 bajo el título de Del folletín al bolsilibro, en la que citaba dichas fuentesEGUIDAZU, Fernando: Del folletín al bolsilibro. 50 años de novela popular española, 1900-1950 (Editorial Silente. 2008). Págs. 141 a 146..

Para quien se interese por el tema, cabe añadir que estas historias apócrifas de Sherlock Holmes tuvieron una coda inesperada en el mundo de la novela popular europea. En 1927 una editorial holandesa acometió la tarea de traducirlas y publicarlas en su país, bien que cambiando el nombre del personaje, que ahora se llamó Harry Dickson, el Sherlock Holmes americano. Solo que, al no modificar en nada más los textos originales, nos ofreció a un sorprendente detective norteamericano que vivía en Baker Street, en el Londres victoriano, fumaba en pipa y tenía todos los atributos propios del personaje de Conan Doyle. Todo un disparate que tampoco pareció preocupar mucho a los lectores. Poco después, otro editor belga los tradujo al francés para publicarlos en Bélgica y Francia. Ignoro si los lectores identificaron aquellas historias de Harry Dickson con las idénticas del Sherlock Holmes apócrifo que se habían publicado veinte años atrás. Probablemente no.

Y un último dato de interés. Para traducir las novelas, el citado editor belga contrató al escritor Jean Ray (luego famosísimo), quien, posiblemente hastiado por la poca calidad del material se dedicó, a partir del número 65, a prescindir olímpicamente de la traducción de los originales y escribir unos textos completamente nuevos, que desde entonces fueron apareciendo bajo la cobertura de la serie original. Textos por cierto infinitamente mejores, con decididas incursiones en el género fantástico y hoy muy apreciados por los amantes de la obra de Ray.

Para terminar, volviendo al libro de la Editorial Funambulista que nos ocupa, las novelitas que contiene no son en absoluto «un material glorioso, vivo, proteico», ni tampoco, me temo, fue la suya «una literatura popular de gran calidad». Todos estos inmerecidos elogios al material ahora sacado del olvido no eran necesarios en absoluto para justificar esta reedición. Como tampoco era necesario hacer un llamamiento a los devotos de Sherlock Holmes, que aquí no encontrarán ninguna de las cualidades que hacen grandes las historias de Conan Doyle. Bastaba apelar a los amantes de esta vieja literatura popular, tan deficiente como llena de encanto, ingenuo exponente de un mundo ya perdido donde la emoción de la aventura conservaba intacta la frescura de la que en nuestros días carece. Solo por rescatar algo de aquel universo, iniciativas como la presente merecen la pena.

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Ficha técnica

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