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Lolita cumple sesenta

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En 1958, cuando Lolita se publicó en Estados Unidos, Groucho Marx comentó: «Voy a esperar seis años para leerla, hasta que Lolita cumpla dieciocho». Lolita cumple por estos días los sesenta, y si el chiste sigue causando gracia, es porque la novela no ha perdido su capacidad de provocar. Su historia, pues, conlleva un diagnóstico de ansiedades duraderas. Lo primero que hay que decir es que, como El amante de Lady Chatterley o Ulises, Lolita aprovechó desde un comienzo cierta expectativa, cierta fama excitante. El término succès de scandale es apropiado, si bien no para todos el scandale fue sinónimo inmediato de succès. La reseña de The New York Times, por ejemplo, sentenció: «Lolita es sin duda noticia en el mundo literario. Por desgracia, es una mala noticia. Hay dos razones igualmente serias por las que no merece la atención de un lector adulto. La primera es que es densa, densa, densa de manera pretenciosa, florida, arrogante y necia. La segunda es que es repulsiva».

Por supuesto, la historia de la apreciación literaria está llena de traspiés como ese; nada menos que Virginia Woolf utilizó la misma palabra, repulsive, para referirse al Ulises de Joyce. Si el caso de Lolita tiene una particularidad es que los problemas empezaron antes de lo habitual. Nabokov terminó la redacción a finales de 1953, pero encontrar editor le llevó más de un año. En el epílogo, «Sobre una novela titulada Lolita», satiriza así las peripecias del proceso: «El editor X, que se aburrió tanto con Humbert que no pasó de la página 188, tuvo la ingenuidad de decirme que la segunda parte era demasiado larga. El editor Z me dijo que si él publicaba Lolita, ambos iríamos a la cárcel», etcétera. En realidad, como puede leerse en la biografía de Brian Boyd, las negociaciones fueron más calculadas y menos divertidas; en el puritanismo de los años cincuenta, peligraban la reputación y la cátedra universitaria del autor. Tras encontrar la puertas cerradas en Estados Unidos, Nabokov se decantó por una publicación en París en Olympia Press, una editorial que contaba con Henry Miller, Samuel Beckett y Lawrence Durrell. El libro vio la luz en septiembre de 1955, pero, increíblemente, su autor no parece haber estado al tanto de que tres cuartas partes de su catálogo eran novelitas rosas.

Viniendo de Olympia, Lolita no obtuvo cobertura ni reseñas en la prensa, pero se dio a conocer cuando Graham Greene la eligió como uno de sus libros del año en The Sunday Times de Londres. Y ahí empezó el ruido. Un diario inglés la calificó de «pura pornografía». Luego el Ministerio de Cultura francés, en solidaridad con la opinión pública británica, prohibió la edición de Olympia, pero entretanto Gallimard ya había adquirido los derechos de la novela, que estaba traduciéndose al francés. Hasta Maurice Girodias, el editor y propietario de Olympia, entró al ruedo con un artículo altisonante sobre la libertad de expresión y demás yerbas; fue un golpe mediático irresistible, que no sólo disparó las ventas, sino que tuvo el efecto secundario de avivar el interés de las editoriales de Estados Unidos. Desde luego, Nabokov seguía queriendo publicar el libro en su país adoptivo, pero actuó con deliberada calma, consolidando su figura de autor serio con la novela Pnin y ganándose el respeto académico con su traducción de Eugene Onegin. Entre la edición de París y la norteamericana pasaron tres años, pero cuando Lolita cruzó de vuelta el Atlántico, lo hizo en primera clase.

Las anécdotas y la historia nos ayudan a contextualizar la novela, pero el escándalo perdurable de Lolita es el escándalo del arte. ¿Qué transmutaciones subyacen a una obra así? Según Nabokov, que adornaba bastante los hechos, la primera chispa de la novela surgió «de un artículo periodístico sobre un simio en el Jardin des Plantes [París] que, después de meses de entrenamiento con un científico, produjo el primer dibujo esbozado por un animal: el boceto mostraba los barrotes de su jaula». A primera vista, el impulso no guarda ninguna relación con la novela, pero Lolita es la historia de un cautiverio. Humbert Humbert, el captor, un literato de treinta y ocho años, explota a Dolores Haze, una niña de doce, después de casarse con su madre y más o menos provocarle la muerte. Esta premisa narrativa, que puede parecer un callejón sin salida, pronto se convierte en una confesión burlesca, una novela de viajes y una parodia de literatura policíaca. Por utilizar las palabras de Humbert, Lolita es «un embrollo de espinas».

El motivo central, los deseos del pedófilo, parece haberle interesado a Nabokov desde mucho antes de redactarla. En 1939, escribió en ruso un relato o «prototipo» condensado que parte de la misma premisa que Lolita. Durante mucho tiempo se creyó perdido, pero el texto, una novelita de unas cien páginas, fue publicado póstumamente en 1984 con el título de El hechicero. Incluso si no se hubiera encontrado, lo cierto es que el germen de la idea ya se hallaba en La dádiva (1937), donde un personaje le propone a otro un cuento de líneas argumentales muy similares. Y si vamos más atrás, encontramos «A Nursery Tale» (1926), un relato en clave fantástica en que Nabokov crea, en sus palabras, «un Humbert decrépito que acompaña a su nínfula»; en este caso se trata de Erwin, un hombre maduro y pusilánime, que sueña con poseer adolescentes y, para conseguirlo, termina haciendo un pacto, fraguado y acaso imaginario, con el diablo. Fuera de la obra del autor, un detective literario inglés encontró en la pasada década un cuento alemán de Heinz von Lichberg, escrito en los años veinte (que Nabokov pasó en Berlín), en el que un hombre maduro se enamoraba de una adolescente llamada Lolita; pero los lazos son, como mucho, tenues.

Más interesante que identificar una presunta fuente es ver cómo la idea progresa y se metamorfosea. De una fábula «artificial, en la que los trucos de la trama importan más que las imágenes y el buen gusto» (Nabokov), pasamos a un relato estilizado con un protagonista sin nombre en un París fantasmagórico, hasta llegar a una novela polifónica, rebosante de detalles, con personajes redondos. La idea no sólo va ganando espesor, sino que refleja la preocupación creciente de Nabokov por la crueldad y, en particular, por la crueldad aliada al esteticismo. Esto es un elemento central. Humbert es, además de uno de los grandes monstruos de la literatura, uno de los grandes embaucadores emocionales, un narrador con dos voces en conflicto: la de la crueldad y la del éxtasis poético (según Nabokov, «un desgraciado cruel y vanidoso que se las ingenia para parecer conmovedor»). Y a veces las dos voces resuenan en un mismo pasaje, como un acorde disonante: «Pese a nuestras peleas, a los caprichos de Lolita, a todo el alboroto y a las caras que ponía, a la vulgaridad y al peligro y la horrible desesperanza del asunto, yo seguía viviendo en mi paraíso, un paraíso cuyo cielo era del color de las llamas del infierno, pero un paraíso al fin».

Esto es Humbert puro: presuntuoso, cómicamente retórico, obsesionado consigo mismo y en esencia anticompasivo. Humbert es capaz de plasmar metáforas brillantes, como «en la felpa de la paz matrimonial habían aparecido agujeros de polillas»; o, en un momento de zozobra, «La piscina azul turquesa que estaba detrás del parque ya no estaba detrás del parque, sino dentro de mi tórax»; o, cuando Lolita desaparece: «Me oigo gritando desde el portal hacia el sol, con la acústica del tiempo, un tiempo abovedado, confiriendo a mi llamada y a su reveladora ronquera tal abundancia de ansiedad, pasión y dolor, que hubiera abierto de un tirón una mortaja de nylon si ella hubiera muerto». Pero escribir bien no lleva a actuar bien. De hecho, el lirismo exaltado de Humbert anula la idea del arte como aliado de la ética.

Humbert Humbert es un psicópata, pero también, como recalcó hace tiempo Martin Amis, un artista frustrado. Sus refinadas percepciones van acompañadas de una absoluta falta de interés por los humanos, lo que produce una ironía característica de Nabokov. Aunque Humbert es tan buen prosista como su autor, en lo fundamental es un escritor estéril, incapaz de imaginar a otra persona y de comprender los detalles de una vida; es incluso incapaz de imaginar a su adversario y doble, Clare Quilty. A Lolita la cubre de palabras, pero el retrato es superficial («sólo puedo jugar con palabras»). Literalmente, Lolita es un oscuro objeto del deseo. Buena parte de la comedia se desprende de esa objetivación, como cuando Humbert dice que el único rencor que guardaba a la naturaleza «era el de no poder dar vuelta a Lolita y apoyar mis labios voraces en su joven matriz, su corazón desconocido, su hígado nacarado, en los racimos de sus pulmones, en sus bonitos riñones gemelos». Y, por supuesto, allí palpita el corazón de la tragedia: la víctima acaba siendo una cosa.

Como señala el filósofo norteamericano Richard Rorty, en un excelente capítulo de Contingencia, ironía y solidaridad, a Nabokov le interesaba la posibilidad dramática de «asesinos sensibles, estetas crueles, poetas implacables, maestros de imágenes literarias que se contentan con transformar las vidas de otros seres humanos en imágenes, sencillamente pasando por alto los sufrimientos de otra gente». Esta naturaleza los hace arteros y harto dañinos. Humbert, Hermann Hermann en Desesperación o Van Veen en Ada o el ardor son verdaderos artistas de la crueldad; son también personajes que Nabokov detesta y castiga con el ridículo, la locura o la muerte. Es significativo que la única crueldad que triunfa sea la del autor hacia sus monstruos, aunque, por supuesto, Nabokov se distanciaba de la «literatura didáctica». Como dijo él mismo: «Lolita no trae consigo ninguna moraleja». Y: «una obra de ficción existe sólo en cuanto que ofrece lo que llamaré sin rodeos dicha estética, es decir, la sensación de encontrarme, de alguna manera, en algún lugar, conectado con estados del ser en los que el arte (la curiosidad, la ternura, la amabilidad, el éxtasis) es la norma». Pero nótese la sutileza del paréntesis. Humbert es un monstruo, es un peligro, porque persigue sólo el éxtasis. La estética nabokoviana, en cambio, hace sitio a las otras tres cualidades. Y si hace falta una prueba, está en el estilo. A diferencia del de Humbert, el de Nabokov explora otras mentes, crea otras realidades.

Los «nervios de la novela», según el autor, estaban para el autor en detalles y escenas particulares: «Al leer –dice en sus Lecciones de literatura– uno debe notar y acariciar los detalles. Hay que tener en mente que la obra de arte crea siempre un nuevo mundo, de modo que lo primero que debemos hacer es estudiarlo tan de cerca como sea posible, acercarnos a él como algo por completo nuevo, que no guarda una obvia conexión con los mundos que ya conocemos». Pero una novela que se mete con la moral tiende también un puente entre el mundo ficcional y el mundo de la realidad. Como dice Rorty: «No puede crearse un personaje memorable sin sugerirle al lector un modo de acción». Lolita es una gran ficción, un mundo imaginario lleno de lúcidas miniaturas y alusiones ocultas; es también una novela en contra de la crueldad y a favor de la compasión. Mientras que lo segundo no es una medida de lo primero, la combinación de esos aspectos es una medida de su riqueza.

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