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Libertad e igualitarismo económico, o de la realidad a la utopía

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Con el título Desigualdad: mucho mas que una crisis se celebró en CaixaForum Madrid a lo largo de los primeros cinco meses de este año, y bajo el patrocinio del Colegio Libre de Eméritos, un ciclo de debates dedicados a este candente problema. Sus cinco sesiones se ocuparon de cuestiones tan actuales y relevantes como la discusión de los factores que provocaron el aumento de las desigualdades en los países calificados como «ricos» y la eficacia de las políticas redistributivas para paliarlas; por qué es tan elevada en España la incidencia del paro como factor agravante, y las posibles causas de sus desigualdades territoriales. No podía quedar fuera de estos debates el análisis de la transmisión intergeneracional de la desigualdad en nuestro país, ni tampoco lo que puede haber de realidad o mito en la tan repetida afirmación sobre el declive de nuestras clases medias. El ciclo se cerró con una interesantísima discusión en la que los participantes ofrecieron sus respuestas a la impopular pregunta: ¿es siempre mala la desigualdad?

El ciclo había estado precedido por tres extensos artículos publicados en esta revista a lo largo del mes de diciembre de 2105 en los cuales se estudiaron, respectivamente, las estadísticas de renta, riqueza y condiciones de vida como instrumentos para analizar la desigualdad; la solidez de las cifras y la coherencia de las recomendaciones que el economista de moda, Thomas Piketty, había ofrecido en un texto un tanto olvidado y en el cual avanzaba las tesis recogidas años después en su tan alabada obra El capital en el siglo XXI; en una tercera contribución, tres profesores universitarios españoles advertían del inminente peligro que corre el régimen de pensiones públicas (precisamente uno de los instrumentos de que se dispone para aminorar la desigualdad) a partir de 2019. Amenaza esta, por cierto, que ha cobrado relevancia en las últimas semanas, cuando los políticos están empezando a reconocer la crisis del sistema y a lanzar propuestas, más o menos interesadas o disparatadas, para resolver ese peligro y, de paso, intentar recoger votos.

Los debates alcanzaron un nivel más que satisfactorio, con cuestiones mejor preparadas y expuestas en unos casos que en otros. Acaso se echaron en falta referencias a problemas que cabría considerar como muy pertinentes para entender la génesis y la eficacia de las políticas paliativas de una cuestión tan compleja. Sin ánimo de extenderme en demasiados detalles, me sorprendió que no se mencionara cómo afecta el envejecimiento de la población a la evolución de la desigualdad o los resultados de estudios muy completos respecto a los efectos de la desigualdad en el crecimiento económico. Tampoco se hizo el suficiente énfasis en el papel crucial de la educación como instrumento para mejorar las rentas de los más desfavorecidos, o los efectos del cambio tecnológico y las repercusiones asociados a la mejora del capital humano en la reducción de la desigualdad, al tiempo que no faltaron afirmaciones demasiado generales sobre las consecuencias de los cambios en la legislación del mercado de trabajo, afirmaciones que en algún caso concreto evocaban más ecos propagandísticos que análisis académico.

El quinto y último debate tenía –ya lo he dicho– un título muy sugerente (¿Es siempre mala la desigualdad?), y su desarrollo no defraudó, siendo la intervención más interesante la del único ponente que no era ni economista ni sociólogo. Este comenzó con una pregunta cuya contestación ofrecía la oportunidad de matizar algunas de las afirmaciones que habían venido haciéndose en las anteriores sesiones. Se trataba, afirmó, de aceptar como premisa básica que la igualdad es imposible y, por tanto, la única cuestión relevante es qué desigualdades deseamos y podemos remediar. Así expuesta la cuestión, se imponía la necesidad de analizar la desigualdad con un enfoque alejado tanto de demagogias radicales como de utopías peligrosas, pues de lo que se trata es de mantener el difícil equilibrio entre igualdad y libertad.

En una reciente entrada de su blog, Manuel Arias Maldonado sentaba dos afirmaciones que considero plenamente atinadas: primero, es evidente que jamás alcanzaremos una estricta igualdad de oportunidades; segundo, esta cuestión se ha apoderado de la agenda política. En efecto, así es, lo cual nos fuerza a estudiar el asunto intentando partir de unos principios bastante diferentes. Los Estados democráticos en que vivimos han avanzado mucho, tanto en los fundamentos políticos en que se basan como en los resultados económicos del funcionamiento de los mecanismos de mercado que esas libertades han amparado. Pero así como la igualdad de derechos políticos es en principio indiscutible y por todos aceptada, los resultados de la distribución de las rentas y la riqueza económica que generan se han traducido en desigualdades que en no pocas ocasiones provocan una irritación que pone en peligro la convivencia pacífica de esas dos esferas, y, por ende, la justificación y la utilidad de los principios igualitarios de orden político en que se basan las democracias.

¿Habría que pensar entonces que la distribución de los recursos económicos que originan las economías de mercado debería seguir un patrón en el cual el igualitarismo fuese la regla de oro? Desconozco si Arias Maldonado estaría pensando en este dilema cuando afirmaba en su blog que arrancamos de diferentes posiciones de partida, comenzando por la existencia de una clara desigualdad de talentos, a lo cual se une la gestión –unas veces acertada, otras desafortunada– de las propias oportunidades. Pero lo que si está claro es que la sociedad, y su traducción política y legal que es el Estado, tiene la obligación de adoptar las medidas adecuadas para asegurar que todos los ciudadanos disfrutemos de algo parecido a lo que antes califiqué de igualdad de oportunidades. En mi opinión, una democracia moderna no puede subsistir sin una economía liberal de mercado y, por tanto – y vuelvo a la pregunta inicial del ponente de la ultima sesión de los Debates del Colegio de Eméritos–, nuestros esfuerzos deberían concentrarse en asegurar que el nivel de desigualdad en la distribución de renta y riqueza no dañe la igualdad política entre sus ciudadanos, con el consiguiente peligro para la propia subsistencia de la democracia.

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