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Las decepciones de Anne Applebaum

El ocaso de la democracia: la seducción del autoritarismo

Barcelona, Debate, 2021.

Anne Applebaum

200 p.

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La historiadora y periodista estadounidense Anne Applebaum fue testigo y protagonista de un tiempo que algunos echan de menos, pero que ya es historia: la década de los 80. La época de Reagan y de Thatcher, del triunfo del neoliberalismo y de la caída del comunismo. Fue también el tiempo del «fin de la historia», el preludio de los «felices noventa» en los que la democracia liberal y la economía de mercado parecían llamados a regir el mundo. En Europa fueron, además, los años de la ampliación de la UE, en la que los países de Europa central y oriental salían del período comunista con las expectativas de formar parte de una nueva Europa, gran mercado único y promesa de potencia global. Ni siquiera las guerras de los Balcanes sirvieron para sembrar la duda en este brillante porvenir de nuestro continente y del mundo. Applebaum, casada con un ministro de asuntos exteriores polaco, Radoslaw Sikorski, participaba de esa atmósfera optimista, que la crisis económica de 2008 y la ascensión de los populismos empezarían a ensombrecer. En El ocaso de la democracia. La seducción del autoritarismo, la autora cuenta desde sus experiencias personales, el conocimiento de la historia y su brillante capacidad de análisis el cómo hemos llegado a una situación en la que la democracia ya no puede darse por descontada, en la que la libertad y la democracia pueden recorrer caminos diferentes y en los que la categoría de «liberal-conservador», ampliamente reconocida en los años 80, parece pertenecer a una especie casi extinguida.

El libro de Applebaum apenas llega a las doscientas páginas, pero es denso y emotivo, además de una llamada a profundizar en la historia no como pretexto para una estéril nostalgia sino para extraer de ella enseñanzas para la vida, tanto pública como privada. Resultan oportunas sus referencias literarias, que siempre son incisivas, pues nos recuerdan el dicho bíblico de que no hay nada nuevo bajo el sol. Me limitaré a citar dos de ellas, con todo lo que suponen de invitación a la lectura. En primer lugar, el Diario personal del escritor rumano Mihail Sebastian (1907-1945), que resalta la transformación sufrida por algunos intelectuales de su país en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, cuando se sintieron atraídos por la ideología del fascismo, representada por la Guardia de Hierro de Corneliu Codreanu, y pasaron de ser de admiradores de Marcel Proust y viajar a menudo a París a ser rumanos de «sangre y tierra». La segunda cita está tomada del italiano Ignazio Silone (1900-1978), de su pequeño ensayo, La elección de los compañeros, en el que el escritor está de vuelta de su militancia comunista, del tiempo en que creía que era el mejor modo para luchar contra el fascismo de Mussolini. Anne Applebaum llega a la conclusión de que es conveniente elegir bien a los amigos y aliados no solo para no llevarse una decepción sino porque no se debe creer en la existencia de un mundo perfecto y simplificado que es capaz de salirse de la racionalidad y negar los hechos más evidentes. Después de todo, la incertidumbre forma parte de la vida. Así lo entendieron en sus escritos pensadores liberales, admirados por la autora, como Thomas Jefferson, John Stuart Mill y Václav Havel.

Anne Applebaum nos habla en su libro de la ascensión populista en países como Polonia y Hungría, y hace algunas referencias, más o menos extensas, a Francia y España. Pero, en mi opinión, lo más logrado de esta obra son sus testimonios, con valiosas aportaciones personales, sobre lo que la deriva del populismo ha significado en Inglaterra, más que en Gran Bretaña, y Estados Unidos. En esos países se reemplazó a Margaret Thatcher por Boris Johnson y a Ronald Reagan por Donald Trump. Los liberales conservadores serían sustituidos por los nacionalistas populistas. Por mi parte, cabe añadir la ironía de que los nuevos líderes pretendieron presentarse como los continuadores de sus antecesores, e incluso como la nueva encarnación de la «relación especial» de Londres y Washington, cultivada por Thatcher y Reagan. Bastaría recordar la primera visita de Theresa May a la Casa Blanca en 2016 para no dejarse convencer por este relato impostado. Es cierto que Reagan era un storyteller nato, dada su experiencia en Hollywood, pero tenía una afabilidad y cercanía de las que carece Trump. Por su parte, Thatcher, con sus aciertos y sus errores, asumía sus decisiones con cierta determinación y sentido de la historia. Podía ser incluso pragmática, como el Reagan del segundo mandato. En cambio, Johnson no ha pasado de ser un personaje de la novela Decadencia y caída, el primer gran éxito de Evelyn Waugh, en el que presenta la desenfrenada vida de los estudiantes de Oxford del Club Bollinger, que no es otro que el Club Bullingdon al que pertenecieron tanto Boris Johnson como Radislaw Sikorski, el marido de Anne Applebaum.

El retrato que la autora hace de Johnson procede, sobre todo, de su trato personal. Applebaum escribió durante años en The Spectator, semanario del partido conservador, y conoció a toda clase de tories, euroescépticos y eurófilos, si bien hoy no se reconocería en esta revista entregada por completo a la causa de su líder, al que llama familiarmente Boris. Para Applebaum, el partido conservador de los años 90 defendía la democracia y el libre mercado, y no le cabe duda de que el establecimiento del mercado único europeo fue un gran logro de los conservadores de Thatcher, pese a que la primera ministra arremetía al mismo tiempo contra todo atisbo de federalismo europeo. Hoy, en cambio, el líder conservador es ese antiguo alumno de Oxford, que escribía noticias burlescas para The Daily Telegraph desde Bruselas fomentando la idea de que la Unión era un ejemplo de histeria reguladora. Se asemejaba, como él mismo reconoció, a un estudiante que tira piedras contra los cristales de un invernadero desde el otro lado del muro, pues en el fondo nunca dejó de ser un miembro del Club Bullingdon. Poco a poco, Johnson iría ascendiendo hasta convertirse en el líder de los conservadores euroescépticos. A estos no les importaron sus frecuentes meteduras de pata, sus escándalos sexuales o su accidentado historial periodístico. Tras el fracaso de David Cameron, caído en su propia trampa del referéndum, y las vacilaciones de Theresa May, incapaz de encontrar la salida más beneficiosa para Gran Bretaña en el tema del Brexit, a los conservadores solo les importaba su supervivencia política. Necesitaban un líder que les diera confianza e incluso que les hiciera reír exhibiendo un desenfadado complejo de superioridad. Como bien señala Applebaum, fue el momento de Johnson el gracioso, al que, sin embargo, reconoce carisma y genialidad para atraer a la gente. Pero antes se había puesto en marcha la épica del Brexit, a la que el propio Johnson contribuyera en 2014 con una biografía de Churchill. En nombre de esa épica se cuestionaron instituciones como la judicatura y el parlamento, señalados incluso por medios informativos afines como «enemigos del pueblo», y se alimentó la ilusión de que Londres sería el nuevo Singapur de Europa. La decepción de la autora se hace comprensible. La Gran Bretaña liberal y democrática que ella admiraba parece haber sido sustituida por un nacionalismo inglés.

El desencanto de Anne Applebaum es mucho mayor en lo referente a Estados Unidos, su país de origen. Quizás ella misma creyera, como muchos de sus compatriotas, que la democracia liberal es imposible de revertir, pero los padres fundadores de su nación, inspirados por los ejemplos de la Antigüedad clásica, no lo tenían tan claro porque la historia suele repetirse en forma circular y la naturaleza humana es imperfecta, pues no era imposible que la democracia degenerase en tiranía. En la historia estadounidense ha habido minorías radicales, a izquierda y a derecha, aunque hasta la década de los 90 existía un consenso bipartidista sobre los valores de la democracia norteamericana. En el anticomunismo de la Guerra Fría se percibía un discurso común entre demócratas y republicanos, pero cuando aquel período tocó a su fin el consenso empezó a resquebrajarse. El optimismo, que algunos percibían como ingenuidad, de la democracia norteamericana sería sustituido progresivamente, sobre todo en la derecha política, por una visión pesimista en la que se presentaba a un país en decadencia y salpicado por la corrupción. El siguiente paso sería la progresiva deslegitimación de las instituciones, que también encontró eco a la izquierda. En el ánimo de muchos la democracia de Estados Unidos había dejado de ser un modelo para ofrecer al mundo. Según resalta la autora, se fue forjando una peligrosa mezcla de milenarismo, nihilismo y cinismo, que cristalizaría en el nacionalismo étnico de Trump y su eslogan, nada original de America First. Al asumir todo esto, una tremenda conclusión es llegar a pensar que no existen diferencias entre la democracia y la dictadura. Recordemos las solicitudes de Trump hacia Putin y otros líderes extranjeros, y cómo el predicador evangélico Pat Buchanan, político republicano, consideraba a Rusia como una piadosa nación cristiana que trataba de proteger su identidad étnica. Con todo, Applebaum se identificaba con el republicanismo moderado de John McCain, aunque no compartía las ideas de Sarah Palin, la candidata a la vicepresidencia en 2008. La autora se acabó distanciando de los republicanos antes de que el partido de Reagan terminara por convertirse en el partido de Trump. El optimismo de la época reaganiana se había desvanecido. Muchos electores republicanos habían llegado a la conclusión de que vivían en un país degenerado, que el verdadero Estados Unidos estaba desapareciendo y era necesario recuperar la nación de otros tiempos.

Una conclusión evidente en este libro es que Anne Applebaum se siente incómoda en un escenario político y social en que todo está regido por la simplicidad. Esa simplicidad es el ingrediente perfecto para la tentación del autoritarismo. A muchas personas les molesta la complejidad y la diversidad. Se sienten más cómodas con la unidad, aunque ésta se construya de modo artificial. No admiten la disensión, pues buscan soluciones definitivas, como diría Isaiah Berlin, en el pasado o en el futuro, en una revelación divina o en la mente de un pensador individual. Podría añadirse que este tipo de mentalidad es propicia a retorcer la verdad porque ni siquiera la verdad puede cuestionar el triunfo del «partido del bien». De este modo la política se convierte en la continuación de la guerra por otros medios y todo se reduce a una cuestión de supervivencia. En consecuencia, la polarización está servida tanto en las redes sociales como en el debate político. Hay que elegir entre nosotros y ellos.

El libro de Applebaum debería leerse paralelamente a La luz que se apaga del politólogo Ivan Krastev, aparecido en 2019, otro intento de explicar lo que ha sucedido en Occidente tres décadas después de la caída del muro de Berlín. La ascensión de los populismos no puede achacarse sin más a los efectos de la globalización, las crisis económicas o el auge del nacionalismo. Quizá sea más profundo que todo eso. Como apunta Applebaum, la presente situación se ha originado por no comprender que la democracia no viene dada por sí misma, pues exige participación, debate, esfuerzo y lucha. El éxito inmediato no está garantizado, y eso no lo entiende un individuo que está acostumbrado a satisfacer sus deseos a golpes de click y que no admite la posibilidad de fracasar. Pese a todo, la autora asegura que la historia puede inspirar nuestras vidas, y puede salir al paso de esas visiones alternativas de las naciones que intentan arrastrar consigo a sus habitantes.

Ivan Krastev escribió sobre la luz que se apaga, y Anne Applebaum está convencida de que se pueden abrir caminos a través de la oscuridad.

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Ficha técnica

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