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La retrovanguardia digital

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En un libro de reciente aparición, el británico Tom Standage, agudo observador de los paralelismos entre nuestra revolución digital y sus prefiguraciones victorianas, sostiene que la erupción de las redes sociales no constituye sino la prolongación natural de una constante histórica: a saber, una polifonía social sólo interrumpida durante la era de la comunicación de masasWriting on the Wall. Social Media, The First 2000 Years, Londres, Bloomsbury, 2013.. Y es que nuestros antepasados intercambiaban cartas a diario con la misma –o casi– facilidad con la que nosotros intercambiamos correos electrónicos. Naturalmente, esa frecuencia nada dice sobre el interés de los contenidos: no es lo mismo una carta de Cicerón que una nota sobre el noviazgo de un primo hermano. ¡Pero también de primos hermanos está hecha la vida! Si esta tesis es correcta, el florecimiento contemporáneo de las redes sociales es antes un renacimiento que un fenómeno de nuevo cuño: para más señas, un renacimiento impulsado por la formidable potencia comunicativa de las nuevas tecnologías de la información. Son éstas las que dan rienda suelta y publicidad a una pasión social que, como es sabido, no equivale necesariamente a una pasión cívica: queremos estar entretenidos, pero no comprometidos.

De momento, la eclosión de las redes sociales y demás artefactos digitales, verbigracia un blog como éste, coexiste con la pujanza residual de los medios de comunicación de masas que habían vertebrado la conversación pública durante los últimos dos siglos. Hay pujanzas más residuales que otras, dicho sea de paso, ya que la televisión continúa teniendo una fuerza de la que empiezan a carecer los periódicos. Sin embargo, también para la televisión vale esa creciente fragmentación de los contenidos y las audiencias, que es también, forzosamente, fragmentación receptiva: ya no sabemos del mundo lo mismo, no hay una experiencia mediada de la realidad que sea común a todos. Ahora, en lugar de congregarnos en un gran pabellón, nos disgregamos en un número borgianamente infinito de salones que se ramifican en direcciones insospechadas, disminuyendo así el número de las influencias compartidas sobre las que, a continuación, se organiza la conversación pública. Desde este punto de vista, el declive de los medios de masas –veremos si reversible– plantea nuevas preguntas acerca del futuro de la opinión pública y, por ende, de la propia democracia. Sucede que las plantea cuando no pocas de las preguntas pendientes al respecto no se habían respondido todavía.

Todas ellas remiten a una sola: ¿cuáles son las condiciones de posibilidad de un debate público orientado a la búsqueda de algo parecido a la verdad? No hablamos de la verdad en un sentido metafísico, denso, sino de una verdad pragmática, provisional, capaz de aglutinar consensos y de forjar legitimidades, susceptible de dar pie a una actividad política lo más eficaz posible. Porque la verdad es importante, pero más lo es la capacidad de alcanzar compromisos entre verdades incompatibles entre sí. Y subráyese que esa conversación pública se alimenta de las conversaciones privadas, que a su vez, circularmente, suelen estar influidas poderosamente por la primera, debido a la pereza cognitiva de que solemos hacer gala los ciudadanos, tan inclinados a tomar atajos heurísticos para reforzar nuestras opiniones con el mínimo de información –o de opinión ajena– posible. ¡Con qué frecuencia no decimos a un amigo lo que hemos leído a un columnista!

Pues bien, si a esa entidad amorfa denominada opinión pública, constituida en las democracias pluralistas por una razonable cantidad de voces significativas en discordia, que reducen a relativa unidad la mucho mayor diversidad social subyacente, añadimos la aparente cacofonía procedente de las redes sociales, ¿qué consecuencias tiene esto para el debate democrático? Si, en fin, el puñado de periódicos, televisiones y radios que solían ordenar esa conversación pierden fuerza en beneficio de una esfera donde parecen desaparecer las jerarquías y cualquiera puede tratar de hacer oír su voz, ¿es posible el debate mismo?

Aunque resulte decepcionante, esta pregunta no tiene respuesta. Al menos, no la tiene todavía, porque nos encontramos en plena transición entre un pasado dominado por los medios de masas y un futuro en el que no sabemos qué papel acabarán teniendo éstos. Ahora, mientras tanto, conservan un papel relevante (y cabría añadir: más relevante en unas democracias que en otras) entre ciertos lectores, pero van perdiéndolo entre otros. No en vano, esa coexistencia es reflejo de otra, la de tres generaciones socializadas de distinta forma en la lectura y su relación con el debate público. A saber: quienes sólo tardíamente han conocido las nuevas tecnologías digitales, pudiendo o no incorporarse a ellas; quienes las han conocido a mitad de su camino vital, teniendo por ello facilidad para hacerlas complementarias; y quienes se han iniciado o van iniciándose directamente en ellas, pero no en el papel y su galaxia de asociaciones. Hay que preguntarse qué sucederá cuando estas últimas generaciones hayan desplazado a las anteriores; pero es una pregunta que no se puede responder: la futurología es un arte con serias limitaciones.

Sí parece claro que la fragmentación de los públicos produce una menor comunicación entre ellos, de manera que, en el interior de los mismos, se propende al reforzamiento recíproco de las propias posiciones, intensificándose con ello el radicalismo hacia dentro y, hacia fuera, el faccionalismo. No obstante, esto no dejaba de pasar cuando se consumían exclusivamente medios de masas, porque el ciudadano solía, y suele aún, atenerse a su periódico, su emisora, su cadena de televisión; pocos son aquellos que, como pedía recientemente Obama a los norteamericanos, frecuentan medios de posiciones diversas o incluso antagónicas. A cambio, ciertamente, esos grandes medios tienden a poseer un mayor pluralismo interno y un mayor sentido de la responsabilidad institucional que el que encontramos en el interior de los públicos fragmentarios. También tienen más capacidad para controlar la acción de los gobiernos, porque son más visibles y su propia dimensión es garantía de independencia frente al poder. Y éste no es un asunto menor.

Más discutible es que estas transformaciones, todavía no completas, que bien pudieran aún no completarse en el sentido que suele darse por supuesto, conduzcan necesariamente a un deterioro de las democracias representativas. Por ejemplo, las propias tecnologías digitales que ponen en peligro la posición dominante de los medios clásicos facilitan el acceso de ciudadanos y organizaciones no gubernamentales a los documentos y presupuestos públicos; por mencionar sólo uno de sus beneficios colaterales. Asimismo, es perfectamente posible que los medios de referencia no desaparezcan, si es que no desaparecen los lectores; y hay razones para pensar que éstos no desaparecerán del todo. Tal vez el debate mismo se torne más complicado, más contencioso, irónicamente; irónicamente, porque vivimos un momento histórico de relativa abundancia y refinamiento de la especie, donde el papel de la violencia en la resolución de conflictos –confer Pinker– es menor que nunca y cuando, pese al resurgir de los populismos de izquierda y derecha al hilo de la crisis, el debate político es cada vez más pragmático: no se discuten los grandes objetivos sociales ni la necesidad de un Estado razonablemente intervencionista, sino cómo debe intervenir éste para producir, en conjunción con su sociedad, los más eficaces resultados sociopolíticos. Aunque, bien pensado, tal vez no sea irónico en absoluto; quizá la pasión comunicativa contemporánea sea una continuación del conflicto por otros medios, una sustitución de otras formas de enfrentamiento no carente, tampoco, de fuertes dosis de narcisismo exhibicionista.

Sea como fuere, así las cosas, las condiciones de posibilidad de una conversación inteligente sobre la cosa pública no han cambiado, ni difieren de las que requiere una conversación inteligente sobre cualquier otro tema: hacen falta interlocutores capaces y un debate razonado. Dejando aquí a un lado los imperativos sistémicos de unos medios contemporáneos empeñados, como ha señalado Fernando Vallespín, en irritar la realidad para extraer novedades que atraigan la atención del lector, el debate público posee de suyo características que dificultan la aquilatación pausada de argumentos bien fundados. No razona igual el historiador cuando se encierra en su archivo que cuando resuelve un encargo periodístico para el día siguiente. Aquello que Sánchez Ferlosio llamó, por oposición a la reflexión filosófica, «la calderilla menuda de la actualidad», nos empuja hacia juicios más o menos apresurados, reacciones poco meditadas, observaciones demasiado fugaces. Es imposible aplicar a la conversación pública aquella hermosa cautela que Ingeborg Bachmann propusiera a Paul Celan en una de sus cartas de amor, por aquel entonces ya más bien desamor, fechada en Zúrich en noviembre de 1959: «Encontremos las palabras» [Lass uns die Worte finden]. Quiere decirse las palabras justas, medidas, capaces de expresar con exactitud lo que se desea decir. Siendo responsabilidad de cada uno, en la medida de lo posible, esforzarse en buscarlas.

Desde luego, la inmediatez del debate público, no digamos de las redes sociales, parece ser enemiga de la justeza reclamada por la autora austríaca para la expresión de los sentimientos; pero ese ruido es tan dañino para la reflexión como los prejuicios, la falta de contraste empírico de ciertas afirmaciones, o la sustitución de la realidad por la ideología. Tal como subrayaba Giovanni Sartori, no es casualidad que las democracias liberales se asienten sobre la opinión y no sobre el conocimiento del público; porque éste es más difícil de atesorar. De manera que la única respuesta a la dificultad que plantea encontrar las palabras para la conversación pública es el pluralismo: el juego de voces de distinta profundidad que se compensan unas a otras para generar algún tipo razonable de equilibrio. Porque reportajes y artículos de opinión conviven con sesudos informes técnicos y monografías o artículos académicos de amplio calado; todo ello, a su vez, con redes sociales, blogs y demás plataformas digitales.

En ese contexto, habrá voces más relevantes que otras, por su propio peso específico y por el que posean o lleguen a poseer los medios donde escriban o comparezcan. En los márgenes de los medios más reconocidos, la dificultad estribará –para autores y lectores– en encontrarse, en el sentido descrito por Gabriel Zaid en Los demasiados libros: cómo puede el lector interesado llegar a saber que se ha publicado en la red algo que le gustaría leer. Máxime cuando son tantos los textos disponibles sobre tantos asuntos que pueden concernirnos y tan poco, en cambio, el tiempo que nos es dado; no digamos ya si se lee en más de un idioma y se presta cierta atención a la conversación global o europea.

Ahora bien, no tenemos otra cosa. La conversación pública nunca será perfecta, porque no puede serlo. De ella puede decirse que, sin embargo, funciona; acaso mejor en la práctica que en la teoría. Si en los años venideros perdemos algo de la función racionalizadora, a fuer de homogeneizadora, de los medios tradicionales, en beneficio de una polifonía más confusa, pero acaso más capaz de reflejar el pluralismo político, moral y estético del cuerpo social, tal vez eso no sea malo del todo, ni conduzca a la desarticulación de las democracias existentes. Sobre todo, porque ese cambio será reflejo de otros, ahora en marcha, que tienen que ver con la individualización, flexibilización y desterritorialización de las biografías y la cultura, fenómenos que las nuevas tecnologías de la información, nos guste o no, vienen a intensificar. Así que, si la fragmentación auspiciada por la revolución digital resulta ser el final de un período excepcional marcado por la comunicación de masas, tal como sostiene Standage, sólo podemos esforzarnos en hacerlo lo mejor posible, en el espacio que nos sea dado, con los medios de que disponemos. Y no son pocos.

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