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El exilio de Miguel Pérez-Ferrero

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Lo ha pintado uno de sus nietos, Carlos García-Alix. ¿Cómo se pinta un exilio, cómo se pinta una vida? Para responder, conviene conocer primero al personaje: Miguel Pérez-Ferrero, periodista. Como tantos otros de su generación, tuvo un antes y un después. De la guerra, por supuesto.

Antes, fue uno de los figurantes del cortometraje Esencia de verbena, de Ernesto Giménez-Caballero: trata de acertar a Ramón Gómez de la Serna lanzándole pelotas en un puesto de feria. Al terminar, se quita el sombrero y descubre su aire tímido aunque socarrón, con el cigarro en medio de la boca. Después, viviría solo, cerca del Retiro, tras haber regresado de su exilio francés. Antes, había sido el director de la página literaria del Heraldo de Madrid; después, firmaría una columna diaria en ABC con el seudónimo de Sic. Publicó biografías de Antonio y Manuel Machado, de Ramón Pérez de Ayala, de Pío Baroja en su rincón.

La guerra, siempre hay que repetirlo, lo trastocó todo. Vemos a Pérez-Ferrero en la redacción de Milicia Popular, el periódico del Quinto Regimiento, la unidad comunista cuyo primer comandante jefe fue Enrique Castro Delgado. La nómina de la redacción y sus colaboradores: el escenógrafo y director de teatro Eduardo Ugarte, el arquitecto Luis Lacasa, los escritores Ramón J. Sender, José Bergamín y José Herrera Petere, los poetas Miguel Hernández, Luis de Tapia, Rafael Alberti y María Teresa León, los periodistas Francisco López Ganivet, Paulino García Moya y Miguel González, los dibujantes Ramón Puyol, Félix Alonso y Manolo Prieto. Al frente de todos ellos, el comunista Benigno Rodríguez ?nunca he logrado dar con su segundo apellido?, futuro secretario del presidente Negrín.

Pérez-Ferrero quería abandonar España. Pertenecía a una familia liberal y, aunque era miembro de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética y había firmado manifiestos y proclamas a favor de Azaña y el Frente Popular, no era un revolucionario. Le negaron un destino diplomático en septiembre de 1936, cuando Madrid era un matadero. Bombardeos de Franco y exterminio en la retaguardia. Un día de finales de octubre, Pérez-Ferrero se presentó en el Instituto Francés de Madrid. Se convirtió en un refugiado. Y como otros refugiados que escribieron su peripecia, publicó Drapeau de France en la editorial Sorlot cuando ya estuvo a salvo en Francia: huyó en barco desde Valencia. El prefacio del libro, una carta de Gregorio Marañón a Jorge Edwards, representante de Chile en la Sociedad de Naciones.

En París, Pérez-Ferrero se alojó en el Colegio de España. Por allí estaba Baroja. Por allí estaba Azorín. Por allí estaban Ortega, Pérez de Ayala, Marañón, La Argentinita. Por allí estaba Joan Estelrich, encargado en París de la propaganda del bando nacional. Su oficina de prensa y propaganda creó una revista, Occident. Allí publicó Pérez-Ferrero. Allí publicaron también Ortega, Menéndez Pidal, Pérez de Ayala, Manuel Machado. La vida en París: el Colegio de España, la tertulia en el café Voltaire. Los hombres en la encrucijada. Españoles sin patria, como tituló Pérez-Ferrero las entrevistas que hizo a sus colegas y que se publicaron en La Nación de Buenos Aires.

Un exilio. Otro exilio. Algo más callado, el de aquellos que decidieron terminarlo y volver a España. Pérez-Ferrero lo hizo a comienzos de 1940 y se instaló en San Sebastián gracias al dibujante Baldrich. Dirigía la revista Mujer y Ferrero se unió a la redacción. A Madrid llegó en 1944, nueve años después de haber abandonado la ciudad.

Hasta aquí, la historia de Pérez-Ferrero. Desde aquí, la pintura de su nieto Carlos. Se exponen los cuadros que le ha dedicado en el mismo edificio en que se refugió su abuelo: el Instituto Francés en Madrid, en la calle Marqués de la Ensenada.

Una vitrina muestra el ejemplar de Drapeau de France, cartas y documentos. Asoma un archivo. En los cuadros, el sueño del archivo: «Hacer memoria y pintarla es ensamblar relatos con imágenes. Todo adquiere un aire de collage. Lo importante, a menudo, está en la juntura que los cose, aquello que liga el tiempo, el suceso, la imaginación y la vida. Al final lo que resulta es otra ensoñación más, una novela. Algo que, como dice Céline, sucede al otro lado de la vida. Mis pinturas no son más que el sueño de un archivo. Algo de su inconsciente».  Lo dice el pintor en el texto que ha escrito para el catálogo, presentado por Antonio Muñoz Molina con otras líneas tituladas así: «Carlos García-Alix: el sueño de un archivo».

¿Cómo se pinta un exilio, cómo se pinta una vida? Soñándola, ensamblando en el sueño los pecios que la vida ha dejado: rostros, espacios, libros, cartas. Y todo ello con un velo que García-Alix ha querido pardo y apagado, como pardo y apagado es el color de un archivo. El interior de un café, un hombre lee noticias de España frente a una mujer que nos mira con atención. El colegio de España se alza en escorzo como un búnker. Y frente al café Voltaire posan sus tertulianos.

Entre los rostros, casi siempre con los ojos ocultos a la mirada de quien escruta la pintura, Miguel Pérez-Ferrero, por supuesto, pero también Marañón, el editor Sorlot, el dibujante, escritor y crítico de arte André Villebœuf. Y Azorín y Baroja. Qué impresión nos han causado estos dos cuadros. Azorín en los buquinistas del Sena rodeado de libros y estampas y con una preciosa perra a sus pies, con la cabeza algo alzada y el pasmo en la mirada. Y un Baroja con su abrigo de bolsillos abultados, mirando de frente, serio y escéptico, con un grupo de coristas detrás, asomando por una puerta. Llamaron la atención de Baroja las norteamericanas del Colegio de España, corriendo por los pasillos animadas por el alcohol y ligeras de ropa. Carlos García-Alix lo sabe. Carlos García-Alix lo ha pintado. Ironía y humor en un mundo de sombras, el sueño de un archivo de tonos ocres y, como música de fondo, el paso errante de Miguel Pérez-Ferrero, un hombre que en la posguerra y tras su exilio, como dice su nieto, fue uno más de quienes se vieron obligados a esconder su memoria en defensa propia. 

 
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Ficha técnica

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