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Dennis Rodman juega al baloncesto con Kim Jong-un:
rnel vigor de los desalmados, o las paradojas del poder

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Dennis Rodman, que fuera jugador de los famosos Bulls de Chicago, el equipo de baloncesto eternizado por la figura de Michael Jordan, acaba de realizar un viaje a Corea del Norte en el que ha tenido ocasión de confraternizar con el sátrapa local, hijo y nieto de la misma especie, Kim Jong-un. La extraña visita ha tenido lugar en el contexto de una gira de los Globe Trotters a la capital norcoreana patrocinada por una productora de televisión que responde al nombre de VICE –una predestinación como cualquier otra– y que está realizando una serie semanal para la cadena de televisión por cable HBO. Según las constancias gráficas del evento, Rodman y Kim Jong-un contemplaron codo con codo el partido de exhibición jugado entre el equipo estadounidense y un conjunto coreano, bien que ayudado este último por dos de los malabaristas jugadores estadounidenses. El resultado, qué casualidad, fue un cuidadoso empate a 110. El excéntrico Rodman, que luce en su cara un número indeterminado de piercings y ostenta un vestuario propio de los más estrafalarios predicadores del Hyde Park Corner londinense, parecía compartir con entusiasmo y placer la compañía del joven y obeso líder norcoreano, en esta ocasión dado a la fácil carcajada de camaradería compinche, por más que su atuendo habitual se limitara a la oscura y sobria vestimenta estilo Mao. Al partido de baloncesto siguió una pantagruélica cena en la que no faltaron bromas, chistes y brindis. A su vuelta a Estados Unidos, Rodman, solicitado por multitud de televisiones, ha proclamado su amistad por el norcoreano, ha respondido a las críticas diciendo que su única intención era predicar «paz y amor» y ha recomendado públicamente al presidente Obama que llame por teléfono a su homólogo norcoreano para arreglar las cosas pendientes entre los dos países. Las cosas pendientes, como cualquier lector medianamente avisado habrá comprendido, incluyen la carrera nuclear norcoreana –que ya ha hecho estallar un tercer ingenio de ese letal tipo–, las amenazas constantes contra Estados Unidos y sus aliados en la vecindad asiática, la violación masiva de los derechos humanos de los habitantes del país, literalmente muertos de hambre bajo la opresión de uno de los más sangrientos regímenes subsistentes sobre la faz de la tierra, y la proliferación sin medida de cualquier tipo de armamento en favor de los regímenes que, como el norcoreano, hacen sistemáticamente caso omiso del derecho y de la costumbre internacionales.

Pero Rodman, al que evidentemente Dios dotó para el baloncesto, pero menos para la reflexión política –o para la reflexión sin más–, se ha encontrado con un caramelo inesperado: el de haber sido hasta la fecha el primer y único norteamericano que ha tenido la oportunidad de conocer a y hablar con el dictador norcoreano desde que este llegara al poder tras la muerte de su papá. Y su elemental mensaje, que seguramente los norcoreanos habrán implantado en su mente sin necesidad de recurrir a los métodos extremos que conocimos en The Manchurian Candidate, la excelente película de John Frankenheimer sobre el lavado de cerebro en los tiempos de la Guerra Fría, tiene la gracia de lo inmediato. Es decir, la prédica del diálogo. No importa que Kim Jong-un tenga bombas atómicas y desarrolle misiles para utilizarlas. No importa que sus portavoces amenacen continuamente a los vecinos con terrores nucleares. No importa que diezme a sus conciudadanos. Lo que importa es que ha puesto una sonrisita cómplice agarradito del brazo de Rodman y con mirada pícara haya transmitido el mensaje: «¿Lo ves, Obama? Hablando se entiende la gente». Y Rodman, puesto a ello, y seguramente sin quererlo, ha conseguido mojar la oreja al profesional estadounidense de la mediación con Pyongyang, Bill Richardson, que lleva meses intentando conseguir lo que ahora le han regalado al baloncestista, e incluso al presidente de Google, que recientemente había intentado lo mismo. Y no sólo eso, sino que se queja de que nadie del Departamento del Estado o de la CIA le hayan llamado todavía para preguntarle cómo es, de qué habla, qué dice y cómo se comporta el regordete norcoreano.
Esta partida, a diferencia de la del baloncesto, que quedó en tablas, la ha ganado Kim Jong-un, que ha colocado masivamente en los medios norteamericanos de comunicación la faz más amable, aunque sea la más falsa, de su auténtica dimensión. Lleva Washington años intentando atar corto al peligrosísimo régimen norcoreano y limitado, de un lado, por las objeciones chinas y, de otro, por su mismo y comprensible deseo de no llegar a mayores, ha buscado con tanto ahínco como fracaso el camino de la persuasión para evitar la nuclearización del norte de la península coreana. Ya en los tiempos de Clinton, la indomable Madeleine Albright implantó una batería de sanciones que en su contundencia estaban a punto de estrangular las posibilidades financieras del país, pero cuando Kim Jong-il, el papá del niño ahora reinante, emitió ruiditos de arrepentimiento, Washington se apresuró a cantar victoria y retirar la parte más onerosa del sistema. Le faltó tiempo a Pyongyang para volver a las andadas. Y así estamos.

Y es que los profesionales del chantaje internacional tienen ya muy perfeccionado su papel. Tanto que, como ocurre en el caso de Corea del Norte, o de Irán, o de Cuba, o de Venezuela, y como si se tratara de un combate de judo, es la fragilidad del débil la que acaba imponiéndose sobre la fortaleza del poderoso. Es un juego no exento de complicaciones y los contendientes deben atenerse a características precisas. El débil, por ejemplo, no puede permitirse ser una democracia abierta con libertad de expresión y prensa, sino un sistema dictatorial en el que no cabe la disensión y, menos aún, la alternancia en el poder. El fuerte, por el contrario, y el caso de Estados Unidos es paradigmático, debe ser una democracia liberal y participativa, con libertad de opinión, multiplicidad de ofertas políticas y prensa no controlada por el poder. El débil no debe mostrar ninguna vacilación sobre sus últimos objetivos, siempre concretados, sea cual sea el país de que se trate, en la superveniencia del régimen y de la «clique» que lo gobierna. El poderoso democrático, por el contrario, limitado como está por sus propias normas constitucionales y legales, que siempre contienen un trasfondo de comportamiento ético, tiene que hacer frente a la multiplicidad de respuestas que la opinión pública genera en una evolución temporal que incluye la limitación de los mandatos y la regularidad de las elecciones. El chantajista no tiene limitación en el tiempo para conseguir sus objetivos. El poderoso no tiene acceso a la opinión pública –por llamarla de alguna manera– del chantajista para explicarle sus propósitos, mientras que el chantajista, y si no véase la rocambolesca historia de Rodman, llega con facilidad a los ojos y a los oídos de la población del adversario. El poderoso democrático, acostumbrado al raciocinio e incluso a la duda, no siempre tiene la certeza de hacer lo que el momento exige y la conveniencia necesita. La satrapía nunca vacila. El chantajista, como ocurre con los terroristas en sus acciones, y no en vano todos los chantajistas practican también el innoble acto del terror, intuyen que en el entorno del secuestrado siempre existe la poderosa tentación de negociar, pactar y pagar el rescate, para evitar males mayores y, entre ellos, la pérdida posible de la vida del secuestrado. Rodman, al que seguramente escapan todas estas sutilezas, está invitando a sus conciudadanos a pagar el rescate. El rescate de la inacción, de la indiferencia, del aquí nunca pasa nada, del qué guapos son los niños coreanos que se mueren de hambre, el rescate de no mostrar músculo, ni compasión por el que sufre, ni deseo de corregir las monstruosidades del sistema. Pero qué más da, se trata de vender «paz y amor». No extrañaría que algunos de los compatriotas de Rodman acabaran por comprar su averiada mercancía. Y, si no, al tiempo. No son estos los tantos de un partido de baloncesto, sino más bien de uno de fútbol europeo, pero el final en esta exótica historia no puede ser más claro: Corea del Norte 1, Estados Unidos de América 0.

Y si el gordito de la casaca Mao ya se ha graduado en esto de los chantajes al poderoso –término que en estos momentos ya podrá incluir al noventa por cierto de los miembros de las Naciones Unidas–, los de la chilaba y el turbante en Irán llevan tiempo descollando en la faena. La manera en que han jugado, y siguen jugando, al ratón y al gato con el resto del mundo –incluyendo la más que inquieta vecindad islámica– es para nota, de no ser porque en la maniobra se halla encerrada el futuro de la frágil estabilidad de una de las zonas más volátiles del mundo: el Oriente Medio. Año tras año, y ya llevamos en ello más de una década, Teherán esconde sus intenciones y sus plantas de enriquecimiento de uranio mientras el grupo de países que intenta con ellos la negociación se muestra una y otra vez dispuesto a buscar compromisos que eviten lo inevitable, y caen sanciones, y Teherán se queja y promete portarse bien, y se abre una nueva ronda de negociaciones, y las centrifugadoras son cada vez más y más sofisticadas, y los negociadores se enfadan, y los iraníes dicen que bajo presión no negocian, que les quiten las sanciones, que entonces sí serán buenos, y así hasta el infinito. Bueno, hasta el infinito no. Más bien hasta que la bomba nuclear iraní sea una realidad y entonces los israelíes se planteen de manera definitiva si lanzan un ataque para acabar con ella y Washington vacile sobre si prestarles o no una mano en la tarea.

Argo, que ha recibido el Oscar a la mejor película de 2012, no ha gustado nada a los iraníes por razones evidentes: es una historia en la que los mullahs y sus seguidores quedan como atolondrados e incapaces testigos de un engaño que, para colmo de males, se le ocurre a la CIA. Pero en su prólogo, allí donde se narran con imágenes reales las vicisitudes iraníes hasta llegar a la crisis de los rehenes, los guionistas no pueden por menos de cantar la palinodia y mostrar su inevitable alma de nardo al reconocer de manera muy explícita los supuestos o reales pecados cometidos históricamente por los norteamericanos en sus relaciones con la antigua Persia. Tanto como si intentaran pedir perdón por lo que viene después, o incluso explicar, ya que no justificar, el porqué de la toma de los rehenes: uno de los actos de terrorismo de Estado más execrables cometidos en el último medio siglo. Hace todavía pocos días era sorprendente contemplar en la CNN dominical como Fareed Zakaria, un respetado y respetable comentarista internacional, se conducía de manera harto obsequiosa con el embajador iraní ante las Naciones Unidas para intentar conocer cuáles eran las condiciones de su gobierno para volver a la mesa de negociación e incluso para mantener una relación directa con Estados Unidos. Y es que Zakaria desplazaba tanta buena voluntad negociadora que el autosuficiente iraní –no era de los del turbante, pero sí de los descorbatados– se permitía sin tapujos ni reparos poner en solfa a todos aquellos, que son multitud, que vienen siguiendo con preocupación las andanzas atómicas del país y que, con el apoyo de la comunidad internacional, han creído conveniente imponer sanciones que eviten la carrera de armamentos y obvien cualquier necesidad de intervención armada. Pero el rapapolvos no era para los que con premeditación y alevosía incumplen la legalidad internacional y las resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, sino para los estadounidenses que, de la mano del bueno de Fareed, escuchaban el sonoro repaso que su nación y sus gobernantes recibían del embajador del país tan conspicuamente en falta. Pero, claro, no es posible imaginar que la embajadora estadounidenses ante Naciones Unidas, Susan E. Rice, frustrada aspirante a la Secretaría de Estado, tenga en Teherán el Zakaria que le ofrezca la posibilidad de explicar en la televisión local lo que piensa Washington sobre los regates persas. Aunque nunca se sabe, porque es tal la buena voluntad estadounidense para solucionar el tema por la vía negociada –de lo cual nadie va a echarles la culpa– que John Kerry, recién estrenado como Secretario de Estado, en su primer viaje al extranjero, y en un evidente deseo de acariciar los oídos del adversario, ha recordado que los Estados Unidos desean mantener esa relación bilateral con Irán que, al fin y al cabo, según dijo, «tiene un gobierno democráticamente elegido y es miembro de las Naciones Unidas». Lo primero es harto dudoso: al Supremo Líder no lo elige una consulta popular. Y lo del asiento en Naciones Unidas como vía legitimadora se aplica a otros 193 países. Entre los cuales, como en botica, hay de todo y no siempre democrático. Es de esperar que Dennis Rodman no encuentre en John Kerry motivos para justificar sus tesis sobre el nuevo amigo norcoreano.

Decía Winston Churchill, en frase grafica que no necesita traducción, que «it´s better talkie talkie than shootie shootie» y razón no le faltaba: siempre será mejor una mala negociación que una buena guerra. Queda siempre la duda de si el exceso de voluntad negociadora no acaba por garantizar ambas cosas, como ocurrió con Chamberlain en Múnich en 1938 frente a Hitler y Mussolini. Si el chantajista intuye que el poder no tiene la convicción suficiente para llevar sus exigencias hasta las últimas consecuencias, el resultado está cantado: gana el gánster. Y con ello no se trata en absoluto de predicar una práctica internacional llena de mandoblazos a diestra y siniestra según el deseo del poderoso de turno. Pero sí de esperar que la capacidad de acción para mantener una estabilidad internacional basada en la razón y en la justicia no se malgaste en salvas de impotencia. Y también para mostrar con hechos que la violación de las normas de la vida internacional tiene consecuencias. Esta, como tantas otras, no es una historia de buenos y de malos, pero sí una de mejores y peores y conviene que cada cual sepa dónde quiere situarse, si del lado de la coalición norcoreano-iraní-cubano-venezolana, o de la formada por el conjunto de los cinco países –Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Rusia y Alemania– que pretenden cortar el camino hacia el dislate nuclear de los de la chilaba y el turbante.

La tan denigrada intervención militar estadounidense en Irak en el año 2003 tuvo, entre otras, dos olvidadas y parecidas consecuencias. La primera afectó a Gadafi, que vio próximas las orejas del lobo y decidió la suspensión inmediata de sus investigaciones nucleares y la puesta de lo alcanzado en manos norteamericanas. Manos que, por cierto, contemplaron con horror y alivio lo cerca que había estado el coronel loco de dotarse del arma nuclear. Y la segunda significó la interrupción de los intentos que, en el mismo sentido, venían desarrollando los iraníes. Suspensión esta temporal, pero que dio lugar a un notable error de análisis: el que hizo pensar a Washington que Teherán había abandonado sus pretensiones armamentísticas.

Hacen bien los estadounidenses en procurar que los marines vuelvan a casa y que el bucle de la guerra se cierre en un final pacífico. Mal harán en transmitir la impresión de que su fortaleza, como en su momento vociferaban los discípulos de Mao y Stalin, se ha trastocado en el patetismo de un «tigre de papel», un combate en el que gana el débil desalmado y pierde el fuerte dotado de la inútil parafernalia bélica. No está el mundo para bromas. Aunque a Dennis Rodman le parezca otra cosa, si es que ha podido pararse a pensar en ello.

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Ficha técnica

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