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Cuando el pasado se parece al presente

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Introducción

A todos nos ha sorprendido el actual episodio de contagio que azota el mundo y hemos acusado la falta de experiencia en catástrofes de tal magnitud. Tal vez estábamos demasiado ensimismados, confiados en que el avance de la ciencia, los logros tecnológicos y la calidad de nuestros estándares de vida nos prestaban una total protección y eran una barrera infranqueable. En pleno siglo XXI, cuando la biomedicina augura que se puede prolongar la vida hasta los ciento cincuenta años o se empieza a cuestionar que la búsqueda de la eternidad es una utopía, un ser microscópico, diminuto, al parecer, incluso en relación con otros virus, nos ha colocado delante del espejo y nos ha devuelto nuestra propia imagen. Nos ha hecho ver de golpe la fragilidad y vulnerabilidad de nuestra existencia

En ocasiones como esta, se suele acudir al pasado para tratar de conocer cómo se vivieron episodios similares en épocas más o menos remotas. Lo que propongo es un breve paseo retrospectivo que permita recrear el ambiente de una localidad señorial andaluza asolada por la peste a mediados del siglo XVII. He elegido Osuna, villa ducal perteneciente al linaje de los Téllez Girón. Podría ser cualquier otro lugar y no habría diferencias significativas. Las epidemias y los vanos intentos de atajarla fueron muy similares en todo Occidente a lo largo de muchos siglos.

Los ayuntamientos modernos y la salud pública

Tal vez, habría que comenzar por ver qué se entendía por salud pública y el papel que jugaban en ella las instituciones. Como premisa básica, no existía nada parecido, ni de lejos, a una organización sanitaria de carácter supralocal. Todo el entramado asistencial no era más que la suma inconexa de iniciativas particulares de reyes, órdenes religiosas, nobles, municipios, cofradías o individuos caritativos y generosos. Descendiendo al terreno local, entre las múltiples competencias que asumían los ayuntamientos en el Antiguo Régimen se encontraba, de manera difusa, la tarea de velar por la salud de los ciudadanos. En el caso de Osuna, a principios del siglo XVI, se constata que existía un «físico» que percibía salario de las arcas municipales. El nombre de «físico» se solía utilizar en aquellos momentos para designar a los que estaban instruidos en algo parecido a la medicina, probablemente atendiendo a los conocimientos que deberían disponer sobre la physis. El término está tomado del griego y significa naturaleza. Todavía se usa hoy en la lengua inglesa. Evoca su estrecha relación con la Filosofía helénica y la vinculación de la práctica médica con esa rama del saber. Hasta mediados del siglo XVI sigue apareciendo en los documentos, aunque alternando con el de médico y cirujano.

Junto al «físico», en la relación de asalariados municipales aparecían dos profesionales vinculados con la salud vecinal: el boticario y el «saludador». Ninguno de ellos ejercía su cargo con exclusividad y podían disponer de una consulta privada. En lo que hace referencia a sus cometidos, solo queda constancia de las funciones que asumía el experto conocedor de la physis. Estaba «obligado a curar las personas muy pobres e necesitados» que no tuviesen medios para sufragar los servicios de un médico. Es llamativa la presencia del «saludador», cuya misión no era la de ser la persona que saludaba —la primera de las acepciones que aparece en los diccionarios—, sino la de sanar y procurar la salud de los vecinos. Juan Ignacio Carmona, en su espléndido trabajo sobre la enfermedad y la sociedad en época modernaCARMONA GARCÍA, Juan Ignacio: Enfermedad y sociedad en los primeros tiempos modernos. Madrid, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 2005, pp. 12-13., al referirse a la medicina popular afirma que esta «mostraba un confuso trasfondo mágico, religioso y natural (empírico)». Casi a continuación opinaba que la medicina académica no resultaba ser demasiado opuesta a la popular. Lo que demuestra su presencia entre los asalariados municipales es que ambas medicinas coexistieron más o menos armónicamente en Osuna, al menos en la primera mitad del siglo XVI. El saludador era una especie de curandero al que se creía capaz de sanar determinadas enfermedades con su aliento, su saliva o usando ciertas deprecaciones y fórmulas. Alguien a caballo entre ser un embaucador puro, taumaturgo, mago o chamán que curaba por ensalmo.

La temida peste, la amenaza mortal e invisible

Ese papel secundario y de última instancia de los ayuntamientos se convertía en protagonista casi absoluto en los episodios de epidemias, especialmente las de peste. En la lucha contra ese enemigo mortal e invisible, que se abatió sin discriminación sobre Europa desde el siglo XIV, en ocasiones con extremada violencia, como la Peste Negra de 1348, los cabildos se colocaban al frente de las distintas actuaciones para combatir los contagios y atender a los enfermos. La metodología empleada en la lucha contra estos episodios infecciosos era común y general en todas partes, a pesar de que el éxito era algo más que dudoso. Desde el momento mismo en que se tenía noticias de que en algún lugar más o menos cercano se daban casos de «pestilencia», se ordenaba, como primera medida, el cierre de la ciudad. Se tapiaban y «barreaban» (se colocaban barreras) los distintos accesos y calles que diesen al campo. Se procedía a dejar algunas puertas, aunque se controlaba la entrada y salida de las personas, con especial atención a las que procedían de territorios afectados por la dolencia. Se designaban una serie de guardias armados y a caballo para la vigilancia del perímetro urbano con el fin de evitar el acceso clandestino. La profilaxis se fiaba en el aislamiento de la población formada por gente forastera y productos «sospechosos» procedentes de lugares que pudiesen estar «inficcionados» (infectados). En el interior de las ciudades se adoptaban medidas higiénicas, que no iban mucho más allá de limpiar o baldear las calles y quemar hierbas aromáticas —en el caso de Osuna, romero— con la vana esperanza de mejorar el aire, que era por donde creían que se extendía el contagio. A los enfermos se les recluía en un lugar apartado, una especie de lazareto al que eufemísticamente designaban como «hospital», que solía localizarse en las afueras.

Cuando las primeras barreras interpuestas contra el contagio fracasaban y la enfermedad se extendía entre la población, el cabildo solía reunirse con los médicos que hubiese en la localidad. En el caso de Osuna, tras el establecimiento de la Universidad a mediados del XVI, el número de facultativos era inusualmente elevado. En ocasiones se designaba a esta comisión como «junta de médicos», aunque no era un organismo estable y regulado, sino la convocatoria de un grupo de expertos a los que se les solicitaba opinión y colaboración para el diseño de las medidas aplicables para combatir la epidemia. En Osuna hubo varias oleadas de suma gravedad en los siglos XVI y XVII. De especial virulencia fueron las acaecidas entre 1581-1583 y las sucesivas epidemias que asolaron Andalucía entre 1599 y 1603. Sin embargo, la que mejor se detalla en la documentación municipal fue la que tuvo lugar en 1650.

Anónmo. La peste de 1649 en Sevilla. Hospital del Pozo Santo.

La epidemia de peste de 1649-1650

Los años intermedios del siglo XVII no se caracterizaron por ser una coyuntura favorable. Confluyeron una serie de catástrofes naturales, epidemias, malas cosechas, hambrunas, movilizaciones y levas, a lo que se sumaba la presión recaudatoria de toda clase de instancias, incluida la Corona. El hambre física echó la gente a la calle y en 1652, coincidiendo con el Motín de la Feria sevillano, tuvo lugar el llamado de los Malcontentos en OsunaSobre la situación andaluza en general, DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio: Alteraciones andaluzas. Madrid, 1973. También, DÍAZ del MORAL, Juan: Historia de las agitaciones campesinas andaluzas. Madrid, 1984. Para el caso de Osuna, RAMÍREZ OLID, José Manuel: “El motín de los malcontentos (1652)”. Osuna entre los tiempos medievales y modernos. (siglos XIII-XVIII). Sevilla, Universidad de Sevilla, 1995, pp. 293-306., con su secuela de graves alteraciones del orden público, asaltos a almacenes de granos, etc. Por lo que hace a la epidemia, la amenaza se presentó en agosto de 1649. Llegaron noticias de los primeros casos contagiosos en Córdoba y, atendiendo al sistema ancestral de prevención, se cerró la villa a todo lo que procedía de fuera y era sospechoso. En agosto, mes en que los contagios repuntaban, el cabildo ursaonés se reunió para debatir sobre la situación. La villa estaba libre de la enfermedad y se encontraba cercada. Los oficiales debatieron entonces sobre la prohibición anteriormente prescrita de no dejar entrar algunos alimentos « …por haber parecido que serán dañosos para ello como son las frutas y legumbres de calabaza berenjenas y tomates y pepinos y porque esta villa es lugar que la mayor parte de las cosas con que se alimenta se traen de fuera parte…». Esta circunstancia había producido un serio desabastecimiento y los vecinos se quejaban. Se llamó a capítulo al doctor Martín López Suárez, catedrático de Anatomía y Vísperas de Medicina de la Universidad de Osuna, y se le pidió su parecer sobre «… si sería dañoso a la salud el que entrasen y se gastasen las frutas y legumbres el cual informó que no tan solamente no eran dañosos antes lo era el prohibir que no se entrasen y permitiesen gastar porque de ello resultaba el comer algunos mantenimientos más dañosos para la salud respecto de no haber qué por la dicha prohibición…».

Tal era el nivel de desconcierto y la carencia de directrices médicas claras sobre nutrición. El hecho no resulta anecdótico. No citan otros alimentos que el doctor señalaba como perjudiciales, aunque tampoco se mencionan las bondades de una dieta rica en frutas, hortalizas y legumbres. Tampoco hay referencia alguna a precauciones higiénicas que deberían estar presentes en la preparación de las comidas. Solo se atiende a la necesidad de cubrir la demanda de alimentos que eran propios de cocinas poco acomodadas. La salubridad que adorna a esta dieta vegetariana se reduce a su utilidad para evitar el hambre.

La «junta de médicos», el Comité Científico de la época

Las medidas profilácticas y preventivas no parece que contribuyesen demasiado a evitar el contagio. Es un hecho  que en marzo de 1650 se detectaron los primeros casos y que la epidemia consiguió burlar el cerco establecido. Ante la terrible novedad, las actuaciones de higiene pública y el confinamiento de la ciudad dan paso al repertorio de acciones para el cuidado y tratamiento de los enfermos. Se empezó por lo más inmediato. Había que señalar un lugar donde acoger a los contagiados y se necesitaba un médico que los atendiese. No se usaron para tales menesteres los hospitales con que estaba dotada la villa. Se montó uno provisional, casi de campaña. El lugar que solía elegirse se situaba al final de la calle Cañada, en la salida hacia Las Canteras. En cuanto al nombramiento de doctor, se confió en que alguno de los que estaban en la villa acudiría de forma voluntaria para hacerse cargo de las tareas de asistencia. Se envió notificación a todos los que había en la localidad: Lucas de Góngora, Juan Bravo de Morales, Miguel Guerra, Martín López Suárez —el que dio su parecer sobre la bondad de las frutas y legumbres—, Lorenzo Páez de Molina y Juan Díaz Belmonte. Esta abultada nómina de galenos no era frecuente en poblaciones del tamaño de Osuna y debía su elevado número a la existencia de la Facultad de Medicina.

Se presentaron todos menos Góngora, a la sazón catedrático de Prima de Medicina. Justificó la ausencia por estar indispuesto «y purgado». El escribano del cabildo se acercó a la casa del doctor para notificarle en persona la citación. Lo halló en cama y se excusó argumentando que no sabía cuándo estaría en condiciones de ejercer su oficio y añadió que «… aunque estuviera con salud competente para ello en semejante ocasión le son reservados de semejante carga los catedráticos de prima de las universidades actulexentes (sic., probablemente se refiera a la locución latina actu legente) y que dándole Dios salud servirá esta república en los enfermos de la villa así por su presencia como instruyendo y aconsejando a cirujanos y otros cualesquiera ministros de la salud…»Lucas de Góngora fue autor de varias obras sobre Medicina dentro de la mayor ortodoxia filosófica, especialmente dos infumables opúsculos sobre el tabaco. Su Parecer Médico Philosóphico… sobre la mixtura del tabaco, impreso en 1660 y un Opúsculo médico…en que responde a las instancias que contra su Parecer Médico y Philosóphico ha hecho el Doctor don Gonzalo de Aguilar, Médico de Cámara del Excelentísimo señor Duque de Medinaceli, impreso en Sevilla, en 1661, por el Impresor Mayor de dicha ciudad. En ambos textos, realiza alambicadas disquisiciones filosóficas sobre las mezclas que se usaban para la fabricación del tabaco, por las que conseguía “probar” lo dañino que resultaba para la salud el uso de musgo o barba de encina, así como cualquier tipo de musgo podrido o de elementos “astringentes” que se solían emplear en la confección del mencionado tabaco.. Incluso los profesionales rehuían de afrontar el mal contagioso. Finalmente, Lorenzo Páez aceptó el cometido y se fijó el salario diario que percibiría, así como la forma de abonarlo. Once ducados diarios y por adelantado. Ya se sabe que vale más pájaro en mano que ciento volando…

El cuidado a los enfermos

Una vez designado el médico, Lorenzo Páez, el Fernando Simón local de la época, y dispuesto el hospital para acoger a los enfermos y, por precaución, a las personas que convivían con ellos —hasta entonces, los muertos se sacaban sin control fuera de la ciudad y «se echaba» de la villa a los que habían estado cerca de los contagiados—, la prioridad era encontrar medios para sufragar los gastos que se ocasionarían. Se escribiría al Duque, proponiéndole una serie de arbitrios. De forma inmediata, se pediría licencia al rey para usar lo recaudado para la Real Hacienda y el impuesto de «Millones». Para tapar el descubierto que se provocaba en las arcas municipales, habría un recargo en la venta de jabón y las «demasías» de las tierras usurpadas por los vecinos en baldíos y dehesas. Resuelta esta faceta de intendencia, se nombraron diputados para limpiar las calles « …de todo género de inmundicia y para que se traiga a ello romero y palos de enebro para hacer lumbres en los sitios necesarios para la purificación de los aires…». A su vez, se eligieron las personas que se habían de ocupar de «reconocer» a los contagiados, auxiliarlos y. con el parecer del facultativo, trasladarlos a la enfermería montada en la Cañada.

Como si de una derrota anticipada se tratase, se designaron diputados para enterrar a las víctimas de la epidemia; los que habían de encargarse de aislar a los sanos que hubiesen asistido a los enfermos y hacer quemar la ropa «que se hallare o pareciere ser sospechosa…». Por último, se señalaron a los que tendrían como misión dar «socorro y sustento» a las personas sanas que habían tenido contacto con los contagiados y que se encontraban aisladas en cuarentena y custodiadas convenientemente con guardias. Como hecho anecdótico, aunque significativo, en mala hora aparecieron el comisario y el receptor de las bulas de la Santa Cruzada de aquel año. Conocedores del contagio, se negaron a entrar en la villa para entregarlas a quienes debían cobrarlas en la localidad. Se señaló un lugar en las afueras para que alguien —un depositario elegido provisionalmente- saliera a recogerlas—.


Sistemas de protección de los médicos en el trato con los pacientes contagiados.

El miedo al contagio no era monopolio de los buleros. Las personas señaladas para acudir al cuidado de los «inficcionados» habían desaparecido, bien por haber sufrido contagio, bien por haber huido. Esta carencia se cubrió recurriendo a los presos de la cárcel. Algunos de ellos se habían ofrecido voluntariamente para realizar tales tareas. En este trance se produjo un hecho del que no hay precedentes. Cuando se dio por finalizado el episodio de peste, se le concedió la libertad a uno de los detenidos, Miguel Domínguez. Se distinguía con ello su abnegación y generosidad. Auxilió «con todo celo y fervor de caridad y diligencia sin por ello habérsele gratificado ni satisfecho cosa alguna…» y se le declaró “bienhechor de la república”, liberándolo en adelante de cualquier carga concejil. Este reconocimiento ponía de relieve que su actitud era excepcional. Lo frecuente era la desafección y el rechazo, incluso médico, al contacto con enfermos. Sin embargo, en contraposición a esa cobardía, siempre hay ocasiones en que afloran gestos de grandeza y entrega.   

A modo de conclusión

Este breve relato del episodio de contagio, que se extendió por toda España a mediados del siglo XVII, no tiene como finalidad exclusiva ilustrar al lector sobre las carencias sanitarias que presentaba entonces una localidad andaluza de señorío. Pretende invitar a hacer algunas reflexiones. Desde 1650 hasta hoy, median casi cuatrocientos años. En ese dilatado periodo de tiempo, la humanidad ha asistido a enormes transformaciones. La ciencia, la técnica o la ingeniería han alumbrado productos que serían inimaginables para los hombres de la Edad Moderna. Ellos viajaban en caballerías o carruajes con animales de tiro que se arrastraban penosamente por caminos infames. Cada travesía en barco era una aventura casi épica. En ese ayer centenario, la Luna era un brillante astro nocturno que se escrutaba con algo que era poco más que un catalejo. La esperanza de vida apenas sobrepasaba los cuarenta años. El mundo combatía contra un enemigo desconocido al que no podía ver. A nosotros se nos muestra a través de potentes microscopios, lo aislamos, lo reproducimos en probetas, lo diseccionamos… No obstante, ese ser casi invisible ha logrado parar el mundo durante varios meses. Contra esa amenaza, a pesar de nuestros arsenales científicos, la primera respuesta eficaz que hemos podido plantear es recluirnos, tapiar y «barrear» nuestras ciudades…, como venía haciendo el hombre desde la Edad Media.

Francisco Ledesma es historiador, director del Archivo Histórico Municipal de Osuna. Entre sus publicaciones se encuentran Las murallas de Osuna. Fundación El Monte. Sevilla, 2003. Del arca de las tres llaves al fichero digital. Quinientos años del Archivo de Osuna. Diputación de Sevilla. Sevilla, 2009. Junto con Juan José Iglesias Rodríguez, La toga y el pergamino. Universidad, conflicto y poderes en la Osuna moderna. Diputación de Sevilla. Sevilla, 2013. La Dama de Palacio. Transgresión y violencia en la Universidad de Osuna. Escuela Universitaria de Osuna y Servicio de Archivo y Publicaciones de la Diputación de Sevilla. Sevilla, 2019.

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Ficha técnica

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