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Conversación con Eduardo Lago: «El realismo es una falacia»

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Eduardo Lago, que nació en 1954, vive en Nueva York desde 1987. Es doctor por la Universidad de Nueva York y profesor de literatura en el Sarah Lawrence College desde 1993; también fue director del Instituto Cervantes de Nueva York entre 2006 y 2011. Al comienzo de ese período sorprendió con la publicación de su primera novela, la magnífica Llámame Brooklyn, que obtuvo el Premio Nadal, así como el Premio de la Crítica de Narrativa Castellana y el Premio Ciudad de Barcelona, pero también ha publicado Cuentos dispersos, Cuaderno de Méjico (ambos en 2000) y Ladrón de mapas (2008). Este diálogo forma parte del ciclo «Antología en movimiento», una serie de conversaciones públicas entre el escritor Patricio Pron y una selección de artistas de la escena madrileña contemporánea en la librería La Buena Vida.

1
 
Llámame Brooklyn es narrada por Nestor Oliver Chapman, albacea literario y amigo de un escritor llamado Gal Ackerman, quien antes de morir lo conmina a asumir el compromiso de purgar sus archivos y terminar Brooklyn, la monumental novela que Ackerman lleva escribiendo desde hace décadas. Quisiera comenzar preguntándote, Eduardo, si la novela está inspirada al menos parcialmente en hechos reales que te hubiesen impedido escribir hasta ese momento, ya que Llámame Brooklyn fue un debut inusualmente tardío.
 
Por razones que no sabría explicar muy bien, no había querido publicar hasta ese momento, a pesar de haber estado escribiendo desde siempre. En 2000 había sacado unas cositas prácticamente inexistentes, pero, salvo por ellas, no había publicado nada, pese a que los amigos míos que venían a Nueva York a visitarme leían algunos cuentos y me decían «¿Qué te pasa? ¿Cuál es el problema? ¿Por qué no publicas?» La razón era que hay bastantes cosas que no me gustan nada del mundo editorial, pero también había un elemento de miedo, de incertidumbre y de inseguridad. Así que un día me dije: «Bueno, vamos a ver qué es lo que sucede» y me fui a Barcelona a hablar con la agente literaria Antonia Kerrigan, de la que tres personas me habían hablado muy bien unas semanas antes. La fui a ver, ella me dio un consejo y, resumiendo mucho, al cabo de seis años le di Llámame Brooklyn, una novela que llevaba gestándose muchos más. Un día estaba yo en mi universidad, en Nueva York (recuerdo que había nevado, era bastante entrado diciembre), y recibí una llamada de un editor que ahora es muy amigo mío, Malcolm Otero Barral, que me dijo: «Tengo que comunicarte que se ha reunido el jurado y ha votado por unanimidad tu novela, pero que todos estamos muy intrigados porque no sabemos quién eres. No te conocemos». [Risas.] Aún me estoy recuperando de lo que fue eso, y me ha costado bastante trabajo volver a escribir, no el segundo libro (que recurre a materiales que estaban dispersos y que yo engarcé en una estructura), sino una tercera novela, que acabo de entregar. O sea, que aquello fue una cosa bastante extraña que me cambió la vida. No sé si para bien.
 
Cuando se publicó Llámame Brooklyn, al igual que tras la publicación de Ladrón de mapas, que es tu segunda novela, la crítica destacó el fragmentarismo y lo que llamó el ejercicio de una cierta «metaliteratura». Quizá puedas explicarme, ante mi enorme desconocimiento de estas cosas, qué son para ti esa metaliteratura y ese fragmentarismo. ¿Un método de trabajo? ¿Accidentes? ¿Apreciaciones de ciertos críticos que dicen más de sus intereses que de los tuyos?
 
Es bastante complicado responder a esa pregunta, porque remite directamente a la cuestión del realismo, que es una cosa que me preocupa a mí muchísimo desde hace bastante tiempo, y que interesa a cualquiera que escriba, ¿no? El realismo es una falacia. Es decir, no es verdad que una novela realista describa la realidad, porque ¿qué es la realidad? [Vladimir] Nabokov, que era muy inteligente, decía siempre que a la palabra «realidad» hay que ponerla siempre entre comillas, ya que no sabemos muy bien de qué hablamos cuando le damos uso. Lo que me sucede a mí, que llevo veintiséis años viviendo en Nueva York, es que estoy expuesto mucho más a la literatura anglosajona que a la española, como autor y como traductor, un oficio que abandoné por agotamiento después de acabar una novela de mil doscientas páginas, El plantador de tabaco de John Barth, uno de los máximos representantes de la escuela de la metaficción posmoderna. De hecho, cuando se tradujo Llámame Brooklyn al francés, el crítico de Le Monde dijo algo que me dejó muy perplejo (porque yo creo que la función de los críticos es ésa, que te digan a ti cómo eres, porque tú no te enteras…). Dijo que yo no era un escritor hispánico. Sus palabras fueron: «Es un escritor norteamericano que escribe en castellano en Nueva York».
 
Mencionemos para quienes no lo sepan que has traducido a autores como Hamlin Garland, William Neil, Dean Howells, Charles Brockden Brown, Sylvia Plath, Junot Díaz y Henry James, entre otros.
 
Sí, ninguno de los autores que has citado hace metaficción, pero su lectura me influyó mucho. Recuerda lo que decía Barth: «La realidad es un sitio muy interesante para ir de vacaciones, pero no para quedarse a vivir. De hecho, la ficción nunca ha pasado mucho tiempo ahí». En ese sentido, es mentira que una novela realista refleje la realidad, ya que es tan tramposa como otra rarísima que se dedique a hacer juegos. Y lo que sucede en la metaficción es que el narrador le recuerda al lector: «Colega, esto es mentira y tú lo sabes». A mí me interesa eso y me hace sentir parte de esa tradición que comienza con Barth, la de la metaficción. Claro que, si soy parte de esa tradición, es de una manera muy especial que me hizo entender Czes?aw Mi?osz, cuando tuve la ocasión de entrevistarlo, hace muchos años. Yo le había preguntado: «¿Cómo nace un poema?» Y él me respondió: «No lo sé, me viene dado». «¿Por quién?», insistí. Y me dijo: «No lo sé. Yo no le nombro», lo cual es una manera de decir (tenía noventa y dos años y esta es una tradición de raíz profundamente romántica, en el sentido literario del término) que los creadores no escriben lo que quieren y que ninguno de nosotros es excesivamente libre a la hora de escribir. «Algo» (y no hay nada místico en mi apreciación) nos utiliza para expresarse a través de nosotros, quizás la época. Ezra Pound decía que los poetas son las antenas de la raza y yo coincido. No elegimos mucho, es muy poco lo que tenemos que decidir.
 
2
 
Además de como escritor y traductor, en España eres bien conocido por tu reporterismo literario para publicaciones como Babelia y El País Semanal. Me gustaría que mencionaras a algunos de los autores con los que tuviste la oportunidad de conversar y que me definieses muy brevemente, si es posible, cómo fueron las circunstancias en que te encontraste con ellos y qué impresión te produjeron.
 
Una vez estaba en México y recibí un correo de El País en el que me preguntaban «¿Te interesa entrevistar a Don DeLillo?» Me caí al suelo. [Risas.] La gente a mi alrededor decía: «¿Qué le pasa a este señor? Denle un café» [Risas]. Volví a Nueva York inmediatamente. Eso lo recuerdo. También recuerdo especialmente mi segunda entrevista, que fue a Barth, pero lo más interesante de entrevistar a un escritor es que los escritores detectan inmediatamente con quién están hablando y eso les lleva a razonar de forma diferente. Trataré de poner algunos ejemplos de lo que digo. Norman Mailer, que era un tipo ya mayor, que caminaba con dos bastones, pero que era imparable, me hizo pasar con él todo un día cuando fui a visitarlo a su casa de Provincetown, que era la única casa de ladrillo del paseo marítimo; fue un privilegio inenarrable y me dejó una huella muy profunda. A DeLillo, a quien he entrevistado tres veces, la primera vez lo entrevisté en el Instituto Cervantes de Nueva York, cuando su director era Antonio Muñoz Molina. Era un día de diciembre de muchísimo frío y a DeLillo no le gustan las entrevistas: pero su agente, que es una señora judía muy amiga mía y muy antipática (una antipática simpática, muy gruñona) le había dicho: «Tienes que ir. Te va a entrevistar un danés o no sé qué, pero tienes que ir». Así que DeLillo vino con una gorra de ésas de invierno con orejeras de piel y gafas oscuras. Podía ser Don DeLillo o el chófer del restaurante de al lado. [Risas.] Y se sentó allí, muy nervioso, incómodo, sin quitarse ni la gorra ni las gafas. Nos dejaron solos y yo, que creía haber comprendido cuál era la pregunta que tenía que hacerle, se la hice. Fue la primera pregunta: «¿Es la literatura un intento de derrotar a la muerte?» DeLillo me miró a los ojos y debe haberse preguntado «¿Y este tipo quién es?» [Risas.] Se quitó la gorra, se puso cómodo, se sacó las gafas de sol y dijo: «Esa pregunta es demasiado profunda. Necesito pensarla». A partir de ahí ya supo con quién estaba y se sintió cómodo.
 
Con él me sucedió, además, una cosa muy importante como entrevistador, que es que me di cuenta de que, a pesar de que es un escritor frío, un escritor bastante cerebral, obsesionado por el uso del lenguaje y del que mucha gente dice «Bueno, sí, es un escritor un poco aburrido, glacial y tal…», estando con él, esa frialdad desaparece. La capa de hielo se deshace y aparecen en él una humanidad y un calor muy extraños que me han llevado después a leer sus novelas de una manera completamente diferente, lo que es un extraño privilegio.
 
¿Quién más te causó una impresión profunda? Recuerdo que entrevistaste a Bret Easton Ellis, Philip Roth, Salman Rushdie, David Foster Wallace y a John Ashbery, entre otros.
 
Con Ashbery me pasó una cosa extrañísima en El Escorial. Yo estaba allí en un congreso sobre literatura norteamericana al que me habían invitado para que hablase sobre los escritores hispanos en Estados Unidos, de los que por entonces no se sabía absolutamente nada aquí, y César Antonio Molina me dijo: «Oye, ¿puedes acompañar a John Ashbery, que está en el hotel de abajo y hay que subirlo?» Le dije que sí. Yo lo había leído, pero no lo conocía aún, y fui a buscarlo con el coche. Él entró en el coche y a mí… No sé explicarlo de otra manera: se magnetizó todo el aire, o sea, no se podía uno mover ahí, había una cantidad de electricidad bestial y todo lo que había pasado era que había entrado el poeta, no había nada más que eso, pero era difícil hasta conducir.
 
En realidad, en todas las entrevistas que he hecho el mérito ha sido de los escritores y no mío. Lo único que yo hice fue poner el dedo en la llaga y hacerles hablar de lo que a ellos más les preocupaba, lo que (por ejemplo) con Ashbery fue muy difícil. A Peter Carey, que es un escritor australiano, le caí mal, me di cuenta de inmediato. Philip Roth, un tipo muy frío, no me transmitió ninguna emoción. Por el contrario, Bret Easton Ellis me resultó extrañamente conmovedor, a pesar de que creo que es un autor muy mediocre: cuando lo entrevisté vivía en el Chateau Marmont, que es un hotel legendario de Los Ángeles, creyendo que si salía a la calle iba a haber una legión de seguidores que lo iba a asaltar y seguramente a violar. [Risas.] Nadie le hacía el menor caso [risas], pero él vivía allí asustadísimo y me conmovió verlo así. En cuanto a David Foster Wallace, era parecido a Don DeLillo en el sentido de que no quería ser entrevistado, esa es la verdad. No quería estar ahí.
 
3
 
Quiero terminar esta conversación preguntándote acerca de la Orden del Finnegans, que incluye a Jordi Soler, Antonio Soler, Emiliano Monge, Malcolm Otero Barral, Marcos Giralt Torrente y Enrique Vila-Matas, y de la cual tú eres miembro. ¿Qué es exactamente la Orden?
 
Somos un grupo de adolescentes gamberros y anarquistas. El sesenta y cinco por ciento de los miembros de la Orden, que según los estatutos ha nacido para venerar la obra de James Joyce (cláusula que yo rechazo), no hablan inglés y tampoco han leído mucho a Joyce. Así que la Orden guarda una relación oblicua con la obra de Joyce, hasta el punto de que algunas veces, mirándola desde fuera, alguna gente dice: «Esta Orden es muy caótica, muy desigual, reúne gente de distintos niveles y con logros muy dispares». El problema es que cada vez que se lo digo a Enrique [Vila-Matas], Enrique me responde: «Mira, yo todavía no he estado nunca en un sitio donde no quisiera estar, y quiero estar en esta Orden porque me divierto mucho». Y eso es cierto: nos divertimos mucho, hacemos enormes gansadas y no nos tomamos nada demasiado en serio, incluyendo al propio Joyce. De hecho, nos llamamos «Finnegans», no por Finnegans Wake, sino por un pub de Dalkey que se llama Finnegans y en el que nadie ha sabido nunca qué es Finnegans Wake. Lo más importante de la Orden del Finnegans es que nos ofrece la rara oportunidad de tener una amistad como sólo se tiene en la adolescencia. El único problema que yo le encuentro es que, por razones que no vienen al caso, desaparecerá pronto. De hecho, ha habido varios momentos en los que hemos estado todos expulsados, lo que es un problema técnico muy difícil, porque tiene que haber uno sin expulsar para readmitir a los demás, pero cometimos un error y estábamos todos expulsados, y eso fue hasta hace poco tiempo. Así que no sé si saldremos adelante.
 
Por mi parte hay una última pregunta, que no puedo evitar hacer. ¿Qué te dijo Don DeLillo? ¿La literatura sirve para vencer la muerte?
 
Lo que sucedió fue que en aquella habitación se creó un ambiente muy tenso, en el buen sentido. Yo había llevado ejemplares de sus libros para que me los firmara, pero la situación era tal que se me olvidó pedírselo: DeLillo se fue y yo me quedé como levitando. Así que me encontré en la ridícula situación de tener que enviarle una nota a través de su agente simpática antipática diciéndole «Mira, ya sé que no tengo trece años, pero es que se me ha olvidado pedirte que me firmes los libros. ¿Podría ser…?» «No te preocupes», me dijo. Un tiempo después yo estaba en mi casa, sonó el teléfono y era él, que me invitaba a comer en uno de sus restaurantes italianos favoritos. Tuvimos una conversación muy grata y DeLillo me dijo: «Llámame cuando quieras», así que lo llamé varias veces hasta que un día, de repente, que es como sucede también en sus libros, noté que no lo debía llamar más. Así que lo llamé y le dije: «No te voy a llamar más porque comprendo que te estoy quitando tiempo». ¿Y sabes qué me respondió? Me dijo: «Sí. Es que tengo muchas cosas que escribir aún y me queda poco tiempo». Fue un momento aterrador que me hizo pensar que todas sus obras hablan de ello, de la literatura y la muerte. Así que yo pienso que su respuesta fue que sí, que la literatura sirve para vencer a la muerte.
 
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