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Blanco tirando a rojo

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Nunca encanece a gusto de todos. Es más, a quien encanece temprano Dios no le echa una mano. Este es un argumento que definitivamente lastra toda discusión al respecto, porque, aunque es arduo de probar, siempre resulta engorroso poner en evidencia al mismísimo Padre Eterno, que bastante tiene él ya con su dosis de abstracción, empezando por la láctea pelambrera y acabando por esa barba lustrosa y nacarada que se confunde con un entorno de nubes o edredón de plumas, capaz de amortiguar las súplicas del más avezado beato. En fin, creo estar en disposición de asegurar que Dios
no se hace cargo de nuestras canas; de ellas tampoco. No, a él, como a todos los intemporales estetas, las canas le parecen una solemne tontería humana, una birria intempestiva, una demostración de que somos criaturas eminentemente perecederas y dolientes, solitarias. Así que uno encanece por las bravas, incomprendido por las fuerzas sobrenaturales y, aunque pongas el grito en el cielo  –en eso consisten precisamente las religiones, en un desgañitarse en balde–, nada podrá cambiar el hecho de que con la llegada de este «blanco roto», se inaugura un período de aspereza, de tirones, de humillantes combates, de pérdida del prestigio intelectual; de terror, porque la cabeza «sabe» que quedarse blanca es una forma de demudarse como otra cualquiera.

Sin embargo, «en medio de la presión», como se dice ahora, brillan algunos momentos de esperanza en el más acá. Te cruzas en la calle con poderosas cabezas blancas cubiertas de presuntuosos rizos plateados y te reconfortas. Piensas: «Yo también llegaré a dar con el tono apropiado, es únicamente cuestión de tiempo». Antes de que sea tarde, os tuteo (porque este es un asunto muy de andar por casa) y os aviso de que no hay manera digna de hacer blanco en la diana; encanecer no es un simple juego de dardos. Y tarde es ya cuando sales de esos antros de charlatanería y engreimiento, las peluquerías, donde ponen a tu alcance un minucioso plan de evasión, llamado «tinte», del que deduces atolondradamente que estás a salvo. Entonces, un buen día, te miras en el espejo y descubres que tu blanco sucio, tus lacias greñas no eran, ni muchísimo menos, lo peor. El persuasivo «pantone» de colores desplegado ante ti se ha reducido dramáticamente a dos posibilidades: bien un seráfico malva de clase alta , que te condena a vestirte exclusivamente en lilas y violetas, tone sur tone, bien el rojo enardecido que ninguna ceramista de vanguardia y de mediana edad que se precie dejaría escapar. Regresas a tus cuarteles de invierno; al blanco sin paliativos; a las poco fantasiosas  pero indomables canas y aun sientes un escalofrío de agradecimiento porque el tránsito entre el rubio y el blanco –te dices– es menos traumático.

Los morenos lo tienen más crudo. Encanecen a ojos vista y eso afecta a su carácter. Se vuelven filosofánticos y acomodaticios; pasar del negro al blanco, al fin y al cabo, es metafóricamente aceptable, porque es como pasar de las tinieblas de la alocada juventud a las luces de la sabiduría que acompaña a la madurez. No saben que no caerá esa breva, y si lo hace, se chafará, como un copo de blanda nieve, sobre el suelo. Se consuelan pensando que la sabiduría es blanca, lunar, redonda: todo en orden. En ese preciso momento, el canoso se mimetiza por entero con su espumosa cabeza, empieza a vivir en un mundo raro, si bien dulce, como de algodón de azúcar. Pero no hay que confiar: la herida del blanco, a pesar de que cicatriza, muestra aún sus bordes tiernos, de un rojo sanguinolento y amenazador. Te meces entre el blanco al rojo sin apenas notarlo, al fin y al cabo los colores son pura endogamia. El rojo tiene sus encantos. De pronto recuerdas la vivificante estampa de los oficiales del siglo XVIII y principios del XIX con sus casacas encarnadas, inmaculados como piezas de plomo pintadas con esmero, donde el rojo cumplía una doble función, pragmática y simbólica a la vez: por un lado, escondía y diluía las heridas, y, por otro, subrayaba el rango. ¡Ah, el blanco y el rojo! Dejadme que me sumerja sin más en el automatismo reparador de las asociaciones caprichosas para calmar mi extraviado corazón. Para empezar, el rojo y el blanco, decididamente sensual, de una iconografía pictórica que adornó muchos comedores burgueses: «cardenales comiendo langosta», lo llaman los historiadores del arte. Eran escenas casi cómicas, muy naturalistas, que estaban en la fantasía de todo hambriento, y tengo un testigo de fuste para acreditarlo. Escribe Ezra Pound en su Canto LXV a propósito de un viaje por España:  

O’Brien después me envió una torta de picadillo y otra de carne
en Santiago de Compostela y dos botellas de vino Frontenac,
nada rico salvo las iglesias, nadie gordo salvo los clérigos.
NO hay síntomas de comercio ni siquiera de intercambio interior
entre Galicia y León 1780.

Esos cardenales ahítos me llevan a pensar en otros despreocupados vividores, aquellos vestidos de blanco riguroso con un pañuelo rojo al cuello, las cuadrillas de mozos que he visto desde niña en cada fiesta popular, bailones violentos y un poco temibles, con los que no me mezclé nunca sin cierta arrobada aprensión. Sigo con mi lista. ¿Existe alma alguna tan melancólica que no se haya fortalecido ante la visión de un jarro de porcelana blanca lleno de vino tinto o en presencia de la infantil promesa de felicidad de una tarta de fresas con nata?

Podría seguir sin descanso, pero acabo de darme cuenta de que las listas, como
el relato pormenorizado de los sueños propios, cansan al más entregado oyente. Por pura cortesía, obviaré a Blancanieves, princesa sosa donde las haya, que abusaba de la confianza de los laboriosos siete enanitos; a la Cruz Roja y a las banderas nazis; al retrato que Goya pinta de una antepasada de Cayetana de Alba –que estos días se exhibe entre otros tesoros de la familia, para solaz y envidia, de la mala, del pueblo llano–, en el que ama y perrito de aguas, a juego, lucen sus adornos de color carmín; ella sobre la muselina del níveo vestido, él sobre su ensortijado pelo blanco. Obviaré también, y no sin pena, al mantecoso lechoncillo bajo cuya piel se adivina la rojiblanca carne que luego será sacrificada.

Caigo de bruces –es una manera indolora de terminar– en el flambeado ambiente navideño que ya nos rodea; la brusca apoteosis del rojo en el hogar encendido y el blanco adormecedor de la nieve. Apago y me voy. 

In loving memory of «Copito de nieve»

En algún sitio he leído, o tal vez lo he soñado, que el turbante que muchos indios utilizan durante su vida, una vez desenroscado y extendido ritualmente, les sirve de sudario. Eso me ha dado una idea: dejarme crecer la blanca cabellera hasta los tobillos y cortarla cuando me llegue la hora. Tejer con ella un manto funerario. Volver a la especie a que pertenezco. Morir hecha una monada peluda. No sé, tengo que darle todavía unas vueltas.

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Ficha técnica

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