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Apenas me despierto

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A mí me ocurre cada día, tal y como decía Chesterton que le pasaba a Dickens: que a la mañana siguiente de una noche de pesadilla me siento de nuevo lo suficientemente bien como para enfermar de nuevo y, así, inopinadamente, las ruedas de la gran factoría siguen marchando. Por las mañanas revivo de puro mal que me despierto y lentamente avanzo, mientras garrapateo, hacia un saludable optimismo que dura un suspiro. La amenaza puntualmente cumplida del dolor que llegará me asegura unas pocas horas de esparcimiento: horas de manga muy ancha, para entendernos. Pero la verdadera razón de este sobreponerse, más propio de sobrehumanos animales que de melancólicos seres lingüísticos, se debe en realidad a un hecho fortuito, y es que aprendí a madrugar apenas comencé a vivir en el campo, un saber que domino a la perfección como todo lo que se aprende a la pata la llana. Mi padre, campesino sobrevenido en su vejez, madrugaba con ahínco y de manera espectacular: se desayunaba con huevos fritos y con algo que jamás compartí, las Variaciones Goldberg, que sonaban a toda mecha en su estudio de pintor y que a mí me resultaban, en cambio, demasiado sinfónicas y uniformes; yo soy más de tangos y tarantelas, un género eminentemente perdulario, como ya se encargó de recordarnos el mismísimo Borges, que era, en estos asuntos capitales, más de milongas.

Pero cómo no sucumbir y levantar hogueras y amañar sacrificios, aunque te destrocen el estómago y el oído a partes iguales, ante ese increíble prodigio que es el comienzo de un día enteramente visible y palpable; un día que no tiene que luchar con la silueta de los edificios de apartamentos ni con el ruido atronador de los operarios, quienes, para «poner bonita tu ciudad» –la crueldad de los mandatos o «guiños» ciudadanos a cargo de los ayuntamientos lo es más en su vertiente ñoña e intimista–, hacen desaparecer todas y cada una de las hojas secas de las calles junto con su música de crujiente descuido. ¡Con lo que les gusta a los perros refocilarse en esos montones de risa dorada! Cómo no rendirse al día, que es capaz, él solito, como un peregrino pródigo, de derramar su luz y apurar su marcha sin otro intermediario que las montañas o los árboles. Con el día, y en el campo, comienza un minucioso despilfarro de vida y todo su serio desfile de instantes desiguales. Su rosada vanidad de fenómeno luminoso es curativa, y, la verdad, ¡eso es lo menos que podríamos demandarle! a esta divinidad, tan festejada por el moderno utilitarismo y tan ignominiosamente desactivada por los actuales acuerdos laborales. ¡Ah, el día, quién te ha visto y quién te ve!

En honor del orgulloso resplandor de la aurora junto yo palabras: canto por hablar. Escribo, como dice Chauteabriand en sus diarios, un poco «a la diabla», oscuramente y a trompicones, fiándome siempre de que la lengua (y los que la hablan vigorosamente y sin cuento) vendrá en mi ayuda con su luz siempre nueva, por más que me entregue sin descanso últimamente a los elegantes placeres del pesimismo. Pondré un ejemplo: «ceniciento» era hasta hace casi nada un adjetivo que utilizabas como quien usa un ungüento mágico, sin reparar en su lado cómico. El otro día, mientras fumaba, se me cayó la ceniza encima y me puse perdida. Contraje el morro en señal de duelo momentáneo y, de pronto, mi tata Lisi, que siempre me observa sin contemplaciones, pero con miedo constante a que vaya a desmoronarme, me dijo con la mejor fe y con perfecta gracia: «Hija, mientras sólo sea la ceniza del cigarrillo y no la tuya propia…».

Escribo, sí, a la que salta, y de oído, y para empezar hoy estas notas cada vez más privadas echo mano de una interjección que me anima a casi todo. Miren ustedes: «¡Qué caramba!» es siempre un buen comienzo para frenar y hasta conjurar los pensamientos erráticos y pomposos, y para evitar, bajo su encanto, languidecer. Es como poner el carro delante del burro. Así dispuesto, puedo ver ya con meridiana claridad que todo pensamiento tiene un origen equino. Las patas delanteras permanecen inactivas y sólo de las de atrás, del prestigioso y ocultón arrière-pensée llega la  coz o pensamiento brioso. Del fondo del pensamiento, de atrás, del trastero y las traseras, proviene ese pensar inesperado y vivaz que el pueblo llama con negra desconfianza y acierto simbólico «pensar con el culo». Por más arriesgado que parezca, eso me lleva, ¡por fín!, a una reflexión categórica y de gran efecto: todo pensamiento que no sea amoroso es, courage!, escatológico.

Esto lo entienden muy bien los perros, coprófagos descarados, que, aunque cuando envejecen, como uno mismo, toleran los ambientes de recogimiento reflexivo, son enemigos declarados del pensamiento débil y aceptan el pensamiento fuerte sólo en su vertiente  disciplinaria. Hay que aprovechar los interminables intervalos, por solemnes y vacíos que sean, de su desaparición, para entregarse al vicio, nunca suficientemente combatido, de la sintaxis, que si bien es una de las potencias del alma, o precisamente por eso, no ayuda a la irresponsable pasión de vivir. Cuando de nuevo la casa vuelve a llenarse con sus ladridos, que son siempre de victoria; su tendencia meona y destructora de cachorros irresistibles; su extravagante afán de posesión, y su amor a prueba de mundanas deslealtades, es el momento de abandonar toda esperanza y dejarse llevar por la tenue soberbia del ágrafo, único elemento en la vida cultural que te devuelve la esperanza en la cultura. Pero acabo. Con el regreso de tus cómplices matutinos llega la revelación de que todo lo escrito en su ausencia, y casi todo lo vivido, no era más que un recurso; y lo que es peor, estilístico. 

Nota presuntamente erudita

Sólo por marearme a mí misma, y por pura impaciencia, en vez de consultar la resbalosa palabra «escatológico» en el Diccionario de Autoridades, en el que no viene, acudí al innoble Google. Cuál no ha sido mi sorpresa al descubrir que en las tres primeras entradas se me negaba el paso bajo la admonición que suele aparecer cuando buscas, por ejemplo, marcas de consoladores no eléctricos. El aviso, imperecedero como todo lo que se cuelga en «la nube», es una pièce de resistance que no me resigno a ocultarles por más tiempo. Dice así: «La página que desea visualizar ha sido filtrada por el sistema, ya que su contenido ha sido clasificado dentro de las categorías no permitidas. Se considera que ha habido un error. Le daremos una respuesta una vez hayamos analizado su petición».

Me asombra que un lugar como la Red, en el que tengo entendido que los abusadores hacen su miserable agosto sin grandes trabas previas y donde las anoréxicas encuentran consejos puntuales para agravar su trágica enfermedad, se anden con tantos remilgos e hipocresía. Y no me digan que el estilo lisonjeramente protector de esta belle page no podría formar parte del más conspicuo informe policial, destinado sin duda, no sólo a los ¡enfermos sexuales!, sino muy singularmente a los perros callejeros, tan aficionados a lo dulce y a lo salado, y redactado, más que por un representante de la policía secreta, por un envanecido miembro de una de las sociedades más temidas en nuestros días, la muy popular «Poesía Secreta».

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Ficha técnica

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