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Autores y actores de la historia

E. P. Thompson y la historia. Un compromiso ético y político

PEDRO BENÍTEZ MARTÍN

Talasa ediciones, Madrid, 1996

180 págs.

Braudel y las ciencias humanas

CARLOS ANTONIO AGUIRRE ROJAS

Trad. de Montesinos, Barcelona, 1996

216 págs.

La obra de un historiador: E. J. Hobsbawm

PEDRO BENÍTEZ MARTÍN

Monográfico de la revista Historia Social, nº 25, 1996

202 págs.

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La historia es obra de sujetos sociales en el tiempo; pero estos personajes históricos sólo existen para nosotros por medio de conceptos, teorías y narraciones con los que diversos autores explican sus encrucijadas e interpretan el sentido de su acción. Braudel, Thompson y Hobsbawm son tres de los nombres propios que más han contribuido a dar apellido a la historiografía hoy predominante: la historia (económica y) social. Contemporáneos e incluso, en el caso de los dos últimos, temporales compañeros de militancia política, su actividad cubre una parte importante de la segunda posguerra mundial, en un escenario de fenómenos económicos, sociales, políticos y culturales en gran medida compartido por sus respectivos países de origen, Francia y Gran Bretaña. Pese a ello, la manera en que estos profesionales han tratado de encarar los principales retos de la investigación e interpretación de la historia ha sido muy diversa, en particular en lo tocante a la identificación y definición de sus actores protagonistas. Tal vez por ello las reflexiones sobre su papel como autores son también variadas.

Ferdinand Braudel es el historiador francés más impresionante de la mitad del siglo XX. A él debemos un relanzamiento de la historia universal y una apuesta por las visiones globales y las pretensiones de totalidad en la comprensión de los grandes fenómenos del pasado. Junto con el empleo sistemático de factores geopolíticos en el análisis histórico, su principal originalidad reside en la concepción del tiempo histórico como una estructura constituida por diferentes ritmos encabalgados a lomos de un marco de referencia estable: el sugerente concepto, acuñado por él, de longue durée o larga duración. Desde estas coordenadas, Braudel afianzó un tipo de investigación situado entre la historia económica y la historia social, cuyas temáticas, desde la lenta evolución de los nichos ecológicos a la volátil moda, pasando por el estudio de los niveles de vida y alimentación y de las pautas de sociabilidad colectiva, siguen hoy en el centro de la atención de los historiadores.

Carlos Aguirre Rojas posee las condiciones, por su trayectoria, para escribir un libro como éste, destinado a una colección de divulgación. El tono ensayístico del texto y la ausencia de notas y referencias críticas agilizan la lectura, a pesar del abuso de frases largas y subordinadas y de construcciones sintácticas francesas. La síntesis que hace de las contribuciones de Braudel queda, sin embargo, un tanto deslucida por su pretensión de presentar al autor como un personaje completamente original dentro del panorama intelectual de su época. Por una lectura sesgada de las opiniones críticas de Braudel sobre la obra de Claude Lévi-Strauss, Rojas cae en el espejismo de menospreciar la evidente influencia de la corriente estructuralista en el historiador. Como sabemos por François Dosse, los debates con su colega antropólogo no reflejan sino su profunda admiración por el análisis estructural. De hecho, el concepto de larga duración viene a adaptar el análisis estructural para hacer protagonistas de la narración histórica a unos descomunales personajes –como el Mediterráneo o el capitalismo– conformados por complejos de factores pero opacos a la actividad de sujetos de rostro humano.

Braudel, principal representante de la «segunda generación» de la Escuela de los Annales de Francia, fue algo menos «excéntrico» de lo que Aguirre Rojas afirma. Su concepto de civilización, entendida como un complejo de rasgos materiales y dimensión universal, es uno de los términos que, según Norbert Elias, remiten más directamente al carácter de la identidad cultural francesa. En este sentido, su obra parece haber venido más bien a «re-centrar» la historiografía francesa, alejándola de la fuerte relación con la cultura alemana del período de entreguerras y devolviéndola a su más telúrica matriz ilustrada, materialista, universalista (por católica) y cosmopolita. Así, quizá el declive del paradigma cultural francófono desde los años setenta puede explicar las dificultades persistentes todavía hoy para rehabilitar su figura, asunto que motiva a este su abierto defensor y biógrafo.

Es la obra de Edward Thompson la que, en cambio, no se entiende sin referencia a su particular batalla contra el estructuralismo. Joven militante comunista desvinculado del partido durante la desestalinización, dirigente después del movimiento pacifista inglés, Thompson destaca como una figura profundamente insólita y polémica también en su actividad como historiador. Para abordar su singular visión del drama de la formación de la clase obrera en Inglaterra, realizó un arriesgado viraje de perspectiva que le llevó a distanciarse tanto de las corrientes académicas del momento cuanto del marxismo, con el cual siempre tuvo una relación sui generis. Thompson rechazó el estructuralismo de impronta francesa y con él, sobre todo, la excesiva reificación de las categorías que el materialismo histórico aplicaba en sus análisis del pasado, apostando por un enfoque comprometidamente agencial de la historia, es decir, centrado en la acción, que iba acompañado por un giro epistémico empirista y culturalista.

Con su biografía intelectual, Pedro Benítez aporta un trabajo más al elenco de reflexiones críticas sobre esta contradictoria y –aquí sí– «excéntrica» obra. Ya en los años setenta, Thompson protagonizó una polémica con Perry Anderson que resultó crucial para que toda una generación de «neomarxistas» aprendiera a reconocer el valor causal de las estructuras sin tener que comulgar con las ruedas de molino del estructuralismo. A finales de los años ochenta, Miguel Ángel Caínzos escribió en castellano una crítica que todavía hoy es probablemente la más inteligente e incisiva síntesis del universo conceptual de Edward Thompson, identificando en sus obras históricas antinomias insolubles y mostrando que el verdadero protagonista de su historia de la clase obrera no es sino la experiencia cultural colectiva, un vago término acuñado de forma probablemente tan ahistórica como las invariables estructuras de Braudel. A diferencia de éstas, sin embargo, la conciencia de clase resulta fácil de referir a actores sociales de la historia, en particular a una clase obrera cuyo primer proceso de gestación Thompson dramatizó de manera impresionante.

Es claro que la obra de Thompson se presta a la discusión, particularmente entre los marxistas. El autor del libro dialoga críticamente con él desde el materialismo histórico, reconociendo sin duda con ello la capacidad de estímulo de un historiador que trató con su trabajo de superar la contradicción entre teoría y práctica política de los marxistas occidentales. Además de una interesante reflexión sobre su concepto de ideología, otra sugerente aportación de la biografía crítica de Pedro Benítez es el análisis de la conexión entre ética y política subyacente en sus escritos. También el socialismo de Thompson fue, como su marxismo, sui generis: estaba cargado de reminiscencias premarxistas, sobre todo de pensadores «utópicos» como William Morris que inyectaron a su enfoque de la historia fuertes dosis de romanticismo antianalítico y de moralismo atávico. Y es que, a pesar de su aparente excentricidad, Thompson ha contribuido con su obra, si no a recentrar, sin duda sí a «re-vivir» todo un patrón del inconsciente cultural colectivo de su país natal: en este caso, se trata de una concepción esencialmente popular de la cultura que arranca desde los mismos tiempos del Movimiento Cartista de comienzos del siglo XIX y que, impregnada de valores morales y lenguaje politizado, otorga el papel principal en la historia a los actores a quienes les toca sufrir para mayor gloria de lo que otros denominan «progreso».

Braudel y Thompson representan en cierta medida dos caras de una misma moneda: la tendencia extrema de los autores de la posguerra a identificar la historia con estructuras o con normas que tienden a reducir a los actores individuales a la posición de comparsas, de objetos recipientes de los procesos históricos. La obra de Eric Hobsbawm no ha terminado de sacar a la historiografía de estos atolladeros, pero ha contribuido a elevar la credibilidad científica de muchos de los desarrollos teóricos e interpretativos de estos y otros enfoques. Su trayectoria política transcurre cercana a la de E. P. Thompson, pero en 1956 se separa de ella: Hobsbawm no abandonó nunca el Partido Comunista hasta su reciente disolución, a pesar de los sucesos de Hungría del 56, de Checoslovaquia en el 68, etc. Pero además, Hobsbawm sigue todavía hoy en activo, lo que hace posible que el número monográfico que le dedica la revista Historia Social incluya una entrevista con él que tendrá sin duda un lugar entre los materiales para una futura biografía.

La obra de Hobsbawm es un soberbio ejercicio de equilibrio entre dos extremos de difícil síntesis práctica: el análisis marxista y el rigor científico. Las claves político-intelectuales de esta magistral balanza se resumen en el ejercicio de memoria personal que el propio autor hace en las páginas de la revista, en un artículo donde desgrana la composición, funcionamiento y actividades del denominado Grupo de Historiadores del Partido Comunista que, entre 1946 y 1956 sobre todo, alumbró a toda una fértil generación de profesionales militantes, y que sería el germen de la prestigiosa revista de historia social Past & Present. Convencidos del valor político de la historia, estos comunistas ingleses de la posguerra se comprometieron con la discusión de teorías e interpretaciones de la historia sin caer en el dogmatismo ni en el sectarismo, asegurando así a sus visiones críticas un puesto en el mundo académico británico. Miembro fundador de esta informal pero renovadora escuela, Hobsbawm ha logrado con su prolongada actividad una contribución absolutamente decisiva para conformar lo que hoy es ya, por derecho propio, un concepto cultural asumido por los científicos sociales y los historiadores occidentales: la historia social.

No es de extrañar que, frente al irredentismo de Braudel y Thompson, Hobsbawn haya creado escuela entre los historiadores. Pero siguiendo la línea marcada por su propia educación junto a sus inquietos compañeros de generación, su obra también ha sido discutida hasta la saciedad, desde la publicación de su clásico Rebeldes primitivos (1959) hasta la reciente última entrega de su tetralogía sobre la formación y evolución del mundo contemporáneo, un recorrido por los grandes procesos históricos desde las revoluciones del siglo XIX hasta la caída del muro de Berlín, organizado en torno a cuestiones analíticas ampliamente consensuadas –el capitalismo, el imperialismo, etc.–. El monográfico de la revista se hace eco, de manera equilibrada, de este reconocimiento crítico de su obra e incorpora artículos de especialistas que analizan con diverso empeño polémico las interpretaciones de Hobsbawm. Hay que destacar la revisión de Manuel González de Molina sobre el sentido de los movimientos de protesta campesina y la de José Álvarez Junco sobre una clásica bête noire de Hobsbawm, el nacionalismo.

Los textos del propio Hobsbawm recogidos en este monográfico permiten un recorrido a través de las protagonistas de su interpretación de la historia: las clases sociales. Ante todo, la clase obrera, especialmente sus sectores mejor organizados y situados en la negociación política; los campesinos; pero también las clases medias, burguesías revolucionarias y pequeñas burguesías conservadoras. Al definirlas y analizarlas, se advierte la tendencia de Hobsbawm al eclecticismo, a los matices y los compromisos y en suma, a la resolución puramente narrativa, mas no teórica, de las tensiones entre estructura y sujeto en la investigación del pasado histórico. El enigma que sigue planteando Hobsbawm es cómo su versión de la historia social, tan exquisitamente indefinida, ha podido enunciarse desde una definida posición militante comunista. Tal vez la respuesta esté en la capacidad de Hobsbawm para interpretar el papel del historiador dividido entre su pertenencia a una comunidad de aspiraciones científicas y su lealtad a una actitud política progresista, actitud que le ha conferido un gran prestigio sobre todo en el sur de Europa. Y es que la historia social, que él ha contribuido a edificar, es experimentada por muchos historiadores como parte de su identidad colectiva inconsciente.

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