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Villiers de L'Isle-Adam: Axel

Axel, de Villiers de L'Isle-Adam

Ediciones del Bronce. Noviembre, 2001.

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Axel es un nombre sumamente respetado en la historia de la literatura no sólo por tratarse de la obra póstuma y más ambiciosa de un autor de verdadera importancia dentro de las letras francesas de finales del XIX sino por ser una de las creaciones más acabadas y significativas del movimiento simbolista, cuya influencia alcanza directamente a las vanguardias que cubren el primer tercio del siglo XX. Se trata de una especie de drama en prosa, pero de clara influencia poética, que también contiene largas exposiciones de orden especulativo acerca, precisamente, de la confrontación entre mundo imaginario y mundo real. Además, un ensayo literario canónico del siglo XX, El castillo de Axel, de Edmund Wilson, toma su título –y más que el título– de la obra de Villiers, precisamente. En fin, es una obra que tiene historia literaria sobre sus espaldas.

¿Tiene sentido leerlo ahora como algo más que un clásico y una valiosa muestra de una época en la evolución de la expresión literaria? Evidentemente, su empaque expresivo lo aleja claramente de los gustos actuales, pero la experiencia de su lectura me parece extraordinariamente interesante desde el punto de vista literario y eso es lo que pretendo exponer.

La obra se divide en cuatro partes tituladas respectivamente El mundo religioso, El mundo trágico, El mundo oculto y El mundo pasional. Una división tan tajante e interrelacionada demuestra la voluntad e intención decididas de su autor por presentar el resultado de una concepción del mundo. La anécdota es sencilla: En la primera parte, una joven, último vástago de la familia Maupers, es forzada a ceder sus tierras y su fortuna a la Iglesia y a tomar los hábitos; ella se rebelará contra lo segundo y en una escena digna de las novelas de capa y espada, huirá del convento bajo la tormenta. En la segunda parte, asistiremos al encuentro entre un vividor, el comendador Kaspar, y su joven pariente el conde Axel; en este encuentro se enfrentan dos actitudes contrarias: Kaspar es la vida real, el mundo exterior y también la corte; Axel vive encerrado en su castillo escondido en la Selva Negra, dedicado al estudio del ocultismo bajo la férula de un rosacruz que le guía hacia los misterios últimos y secretos. El castillo, a su vez, encierra su propio secreto. Este secreto –la existencia de un tesoro que el padre de Axel protegió de la codicia de sus pares a costa de su vida y su reputación– llega a oídos de Kaspar, quien planea hacerse con él. Entonces, tras fingir un interés aledaño, intenta rodear al joven conde para que revele el lugar donde se esconde; pero Axel no sólo lo desconoce sino que, advirtiendo la maniobra del otro, lo rodea a su vez hasta dejarlo frente a frente a espadas desnudas. En el duelo, Kaspar morirá.

La tercera parte narra, sobre el fondo de la existencia del tesoro intangible, una discusión decisiva entre Axel y Janus, el maestro rosacruz, que actúa en sentido contrario de la anterior: esta vez es el joven Axel quien contrasta sus dudas con Maese Janus, que le apremia a dar el paso que cumpla con su iniciación y Axel duda, se niega por un momento en la medida que, afectado por la imagen del tesoro desconocido, ha entrevisto también que la fuerza azarosa de lo terreno es tan vigorosa como la fuerza de lo sagrado («¡quiero vivir! –dice– ¡Quiero no saber ya! El oro es el azar, he aquí la palabra de la Tierra. Esferas de la elección sagrada, puesto que también vosotras sois, siempre, sólo posibles, ¡adiós!»; a lo que pregunta Maese Janus: «A ti te toca hacer real lo que, sin tu voluntad es sólo posible. ¿Aceptas la Luz, la Esperanza y la Vida?». Y Axel responde: «No»; a lo que contesta Janus: «Sé pues tu propio apóstata»). La cuarta parte comienza con la llegada de la señorita de Maupers al castillo, al que ha llegado protegida por la rosa mística que cortó con su cuchillo cruciforme, y sigue con su entrada en la cripta, donde descubre el tesoro cuya ubicación conoce gracias al libro de horas de la fallecida madre de Axel, que vivió en el convento del que ella escapó. Ambos, Axel y Sara, se confiesan su amor. Con la llegada del día, la luz le incita a ella a salir al mundo para disfrutar de su amor, pero Axel se niega: nada en el mundo puede haber superior a la excelsitud que acaban de vivir y el mundo no hará más que deteriorarla. Cuando él la propone morir, ella le seguirá contra sus propios deseos, por amor.

Como se puede ver, la anécdota raya en lo tremebundo, sobre todo por esa atmósfera entre gótica y romántica que Villiers crea, sí, gracias al excelente empleo de los diversos tonos de voz de los personajes, pero también a las acotaciones al modo teatral –visualmente, el texto está dispuesto como una obra teatral– que, salvo las referidas estrictamente a asuntos de escenario, que son las menos, operan con una descripción de genuina eficiencia narrativa. En conjunto, la lectura remite a veces al lector al escenario de una ópera, a una concepción operística del drama. No en vano considera Edmund Wilson que «es absolutamente cierto que en un sentido viene a ser un Fausto del fin de siglo». Pero si es verdad que la obra marca admirablemente la diferencia entre Romanticismo y Simbolismo, mejor será dejar ese asunto en manos de Wilson para entrar en lo que me parece un paradigma de la lectura moderna de un clásico.

En la disposición de la obra, Sara Maupers es quien la abre y la cierra; primero, como rebelde; una rebelde muy especial, pues su renuncia a caer en las garras se refiere a su persona, es decir, a su libertad, no a su fortuna. En este asunto demuestra ser tan valerosa y decida como lo será el propio Axel cuando le llegue el turno. Todo el tránsito a través de la tormenta y los bosques hasta el castillo de Axel permanece mudo, sucede por detrás de los sucesivos encuentros que parecen duelos de Axel con la Tierra (el comendador Kaspar) y el Espíritu (Maese Janus). Tanto Kaspar como Janus llevan al límite sus posiciones; el primero, dejando ver, aparte de su gusto por la vida terrena, su codicia; el segundo, encaramado en la supremacía extrema del Espíritu por medio de la ascesis. Aquí tenemos además un eterno conflicto literario: la relación entre lo imaginario y lo real. Villiers, desde luego, inclina su obra hacia la superioridad de lo posible sobre lo tangible, de lo que puede ser sobre lo que es, de la pureza sobre la contaminación. Naturalmente, como toda pureza, la historia acaba en inmolación.

Ahora bien, expuestos estos duelos –cruento el primero, incruento el segundo–, Sara, que ha hecho, como dije, su camino con ayuda de la rosa y la cruz, vuelve a entrar en escena y con tal ímpetu y decisión que llega a disparar contra Axel, aunque ese sea el punto de partida de la relación amorosa en la que se funden ambos jóvenes. Y en esta cuarta y última parte del relato está, a mi juicio, lo más importante de la obra.

Por más que el debate entre materia y espíritu se eleve a sus cualidades esenciales, los personajes no dejan de tener un pie en la tierra pues su verosimilitud exige un reconocimiento por parte del lector: no son almas esenciales que discuten sino seres humanos que representan unas ideas; y al humanizarlos, se ve obligado a dotarlos de una presencia que contiene las impurezas propias del contacto con lo terreno; de este modo, Kaspar aparece también como codicioso, astuto y traicionero, y Axel como un ofendido que, a la infamia que se arroja sobre la memoria de su padre, responde con una forma de soberbia bien poco espiritualista, como es la de encerrarse altanera y despectivamente en su castillo; porque el origen de su encierro no es la iniciación en lo mistérico sino la desdeñosa soberbia, aunque luego, en su retiro, decida iniciarse y se entregue a ello. El único espíritu puro de toda la obra es, lógicamente, Maese Janus, el maestro rosacruz. La ingenuidad del joven Ukko o de los viejos soldados sólo es la corona de afecto y ternura terrenos que Villiers pone sobre Axel. Así pues, es un drama de ideas, pero no de personajes unívocos; en ellos hay suficiente equivocidad como para reconocerlos, además de como portadores de ideas, como seres humanos complejos; o, al menos, suficientemente contradictorios como para resultar aceptables y compatibles con el tono alto de su declamación.

¿Y Sara Maupers? Esta es mi apuesta; primero: que se trata del personaje más interesante como tal, con diferencia de los demás; segundo: que su complejidad es extraordinaria en una lectura actual.

Toda la primera escena, que domina ella en su impresionante encuentro con las fuerzas de la Iglesia, con la «temporalidad» de una Iglesia cuyo reino sí es de este mundo, muestra con innegable habilidad y un medido y magnífico crescendo la convicción, la audacia y la resolución de la última de los Maupers. Su huida, atravesando un bosque ––símbolo característico de la pérdida y el reencuentro–, se produce a escondidas del lector, por detrás de las dos partes centrales. Cuando reaparece, sigue poseyendo esas cualidades: baja decidida a la cripta, sabe lo que quiere y lo busca, lo encuentra, se enfrenta a Axel con valor y… Axel, apenas malherido, con una finta la sujeta y la desarma. «¡Quiero ver el color de tu sangre!», grita levantando su puñal sobre ella y, entonces, ella toma la muñeca de Axel, se hiere a sí misma y grita a su vez: «¡Pues bien, mira!». En este momento, ambos desconocidos caerán profundamente enamorados y ese amor impregna el resto de la escena hasta el final del libro. La hermosísima diferencia entre ambos en torno a su amor es que, cuando tratan de decidir qué rumbo tomar para vivirlo (subrayo deliberadamente la palabra), ella hace una bella descripción de los lugares de la tierra que pertenecen a sus ensueños y a sus deseos de vivir al fin, descripción llena de sensualidad y de deseo; en cambio, Axel considera que nada hay en el mundo semejante al éxtasis amoroso en el que ambos se encuentran y, siendo así, la única salida será abandonar este mundo. Son, si bien se mira, dos posturas características de la concepción clásica de femineidad y masculinidad como materia y espíritu, deidades terrenas y deidades celestes, sensualidad y ascesis, concreción y abstracción; la castellana y el guerrero representan en este punto dos concepciones de vida sublimadas. Aquí sí que Sara Maupers representa la belleza y aun el ideal de lo terreno sin mezcla de malicia, como era el caso del comendador Kaspar. Y entonces sucede: Axel, poseído por el ideal, se niega a continuar sobre la tierra un amor que considera definitivamente sublimado por una suerte de encuentro místico insuperable; Sara, poseída por el amor –y por la comprensión del amor, hay que añadir– será, de ambos, la que ceda, precisamente porque es la verdaderamente enamorada, la enamorada terrenal –perfectamente acorde con su carácter de la escena inicial, perfectamente realista––. En su cesión hay una grandeza humana ante la que la visión mística de Axel palidece en la mente del lector. Ella muere por Axel y por su amor a Axel, Axel muere a favor de una imaginaria perfección que le impide gozar de su amor y de los bienes de la tierra; ella se entrega a él, él se entrega a las Alturas. La diferencia es tan emocionante e inteligente que uno no puede por menos de pensar que toda obra que de verdad toca cuestiones esenciales posee la complejidad de lo esencial bajo la apariencia de los sencillo. Axel es una obra tan interesante y bien resuelta en su construcción que admite una lectura como la mía, donde Sara se convierte en el personaje más atractivo y complejo, algo que no estaba en la intención central de su autor, pero que no pudo evitar que existiera y permaneciera en la obra, al alcance de otra lectura, gracias a que Villiers cumplió con el compromiso decisivo que toda obra que se precie ha de adquirir: el de someterse a las reglas de su propia verdad y de su propia coherencia antes que a cualquier otra exigencia.

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