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Intimismo, introspección, enclaustramiento

Vidas ajenas

ÁNGEL RUPÉREZ

Debate, Madrid, 250 págs.

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Un sector de la narrativa del siglo pasado arremetió con desdén contra el prolijo descriptivismo decimonónico. Otra suerte de morosidad, y no menos latosa que aquélla, vino a entronarse en el siglo XX : el discurso de la mente remansado en mil minucias y en intrincadas cavilaciones. A este último modo de novelar pertenece Vidas ajenas, de Ángel Rupérez. Y dentro de él, puede tenerse como uno de los casos más representativos de un tipo de relato que parte de tan magra materia novelesca que en sus 250 páginas de letra más bien menuda apenas pasa nada de nada. Una pareja de americanos residentes en Madrid venden los libros y objetos artísticos de su vivienda. Con este motivo el narrador entra en contacto con ellos y asiste como testigo a la degradada relación entre ambos personajes. A falta de que suceda algo anecdóticamente notable, la conciencia del narrador y sus percepciones de los habitantes de la casa se explaya en cavilaciones incesantes y enredadas como las cerezas.

Llevar adelante este proyecto narrativo requiere dotar a los personajes –a la pareja mencionada y al propio narrador, que se ve condicionado por ella– y a la fábula de una dimensión que supere un simple costumbrismo. Y eso hace, en efecto, Rupérez. Plantea el relato con un perfil simbólico, que se nota desde el emplazamiento de la acción en el otoño, época apropiada a una historia que sugiere decadencia. A ello se debe el predominio de espacios cerrados, asfixiantes. En ese doble soporte coloca el autor las dos vidas aludidas, las de Daniel Lewis y su novia Laura Baker, y la aureola de un carácter misterioso, reforzado, asimismo, con el ambiente enigmático de la propia casa. En resumidas cuentas, con este procedimiento busca forjar dos tipos extraños que alcancen una dimensión legendaria.

De esta mínima información se desprende la seriedad de este primer fruto novelesco del autor. Todo él está concebido con los requisitos de la literatura más exigente. Se parte de una voluntad artística incuestionable: leemos una historia muy trabajada tanto en la determinación de los personajes y de sus conflictos como en un tratamiento lingüístico basado en el cultivo de la discursividad. Sin embargo, esta novela que rehúye la banalidad de una técnica introspectiva sin concesiones, de una problemática psicológica honda, no logra resultados muy felices. ¿A qué se debe la distancia entre los objetivos y las consecuencias literarias? Al efecto potenciador de varias limitaciones de peso.

La primera de esas limitaciones está en que la pareja de protagonistas tiene muy poca entidad para encarnar el papel de una leyenda que se les atribuye. El misterio de las relaciones entre ambos resulta postizo. ¿Por qué la chica anda como escondida? ¿Por qué el chico le da vueltas en la cabeza a naderías? El narrador –en verdad, el autor-atribuye a todo ello un valor trascendente gratuito. Hay una hipertrofia de los conflictos, las sensaciones y las emociones que no responde a nada real. Y uno (quiero decir este lector) acaba bastante harto de todos ellos. La morosidad del relato se convierte en tedio.

La expectativa de que exista alguna razón que justifique tanto cavilar se desvanece al cerrar la novela sin que nada lo explique. Al revés, en el capítulo final el narrador se afana en poner letreros que exigen «No entrar» en la vivienda y habitaciones de los americanos, como si allí se escondiera un tesoro, y en comentar estos actos con explicaciones rebuscadas. Por aquí llegamos a otro flanco muy débil del texto: su hipertrofia discursiva que con frecuencia bordea la palabrería. Daré un ejemplo. Daniel se queda sin tabaco y el narrador explica que como él no fuma y el chico lo sabe, no le pide. La aclaración sobra por entero. En ausencia de otra materia, la novela tiende a la retórica. De ello, enseguida nos apercibe la propensión a la frase larga y subordinativa. Dejando aparte algunos deslices (un «satisfaciera» o el empleo reiterado en algunos trozos de adverbios acabados en «mente»), abundan oraciones artificiosas y vacías. Al narrador le parece que cuanto ve en la casa era «todo mi propiedad y mi ajenidad al mismo tiempo», o que una foto «dejaba en la cuneta la adversidad», o que tiene «el sentimiento de furtividad», o que un semáforo verde le «obligó a atravesar» la calle. Hay una enojosa inclinación a decir de manera no ya retórica sino envarada contenidos simples. Por ejemplo, leemos que la policía vuelve a sus cuarteles «en los que asignaban probabilidades al crimen o a la desgracia». O, lo que es peor, a no decir nada de semejante modo solemne.

Vidas ajenas tiene, además, un inconveniente de raíz: en ella no existe materia bastante, ni humana ni anecdótica, para una novela larga. Creo que este nuevo narrador no ha acertado al elegir el género. A la historia que cuenta, que en esencia consiste en una mezcla intensificadora de intimismo, introspección y enclaustramiento, le vendría mejor la condensación propia de esa forma conocida, a falta de un término específico en nuestra lengua, como nouvelle o novela corta. De todas formas, estas severas reservas no descalifican el empeño creativo de Rupérez. Sería injusto hacerlas sin dejar de señalar a la vez el mérito de una escritura responsable y exigente, ajena a la comercialidad y la trivialización tan abundantes en nuestros días. El autor ha trabajado con conciencia de perseguir una obra de arte, pero no ha atinado en los medios dispuestos, que revelan, por otra parte, una notable capacidad para la manipulación antinaturalista y barroquizante del idioma.

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