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Varanini y la geografía oculta de la literatura hispanoamericana

Viaje literario por América Latina

FRANCESCO VARANINI

El Acantilado, Barcelona, 832 págs.

Trad. de Attilio Pentimalli

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Se preguntaba, con infinita enjundia Gustavo Bueno en el comienzo de uno de sus más recientes ensayos: «¿qué capacidad desmitificadora podría tener un libro que no va a ser leído precisamente por quienes están envueltos en el mito al que el libro se refiere?» Sin duda, la confesada dedicación por parte de Francesco Varanini a la antropología ayuda, con enorme generosidad, a colocarse en la perspectiva –en el sentido orteguiano del término– más comprensible, tal vez generosa, en cuanto a la lectura de su Viaje literario por América Latina (El Acantilado, Barcelona, 2000). Ahora ya, también la literatura de Borges, Cortázar, Carpentier, García Márquez, Jorge Edwards, Vargas Llosa y Lezama Lima –por no citar a los todavía lamentablemente «raros» Felisberto Hernández, Andrés Caicedo y Adalberto Ortiz– se incorpora a la agenda del exotismo (europeo) antropológico. Como novedad, nadie se atreverá a discutirla. Otra cosa es la opinión que en alguno de los citados autores hubiera provocado o provoque tan pintoresca «lectura» e inclusión. Lo cierto es que este «viaje literario» se inscribe en un hecho de mayor proyección como es la revisión, pasado el tiempo, de lo que fue y no fue, de lo que pudo ser y resultó siendo el denominado boom de la novela hispanoamericana, allá por los años setenta. Una nueva generación de autores hispanoamericanos –Fuguet, Volpi, Padilla, Bolaños, Fresán, Aira, Vallejo, Baily, Rey Rosa, Fontaine– ya había comenzado esa revisión no sólo en lo que es el aspecto esencial de su trabajo –los asuntos, las retóricas, las voluntades, los anhelos, las metáforas que forman y conforman el texto literario–, sino también en sus declaraciones públicas. La estela del boom marcó una época de la literatura en español y hoy ya es objeto de historiadores ––Bryce Echenique recordaba a quien esto escribe cómo los comentaristas le colocaban en una generación posterior al boom, lo que de manera harto peregrina se denominó la «Generación del Post-boom» y el mismo escritor se lamentaba, con envidiable humor cervantino, de tal denominación, pues, en sus palabras, tras un boom sólo quedan ruinas–. Sin embargo, al hilo del trabajo citado –y de los que puedan venir con similar ímpetu «viajero»– bueno sería recordar, y perdone el lector el rictus historiográfico, que sin atender al devenir, al proceloso, confuso, profuso y difuso curso de los acontecimientos histórico literarios que dan en descubrir un tiempo, un espacio y una literatura, la crítica, o la estimulante siempre voluntad de crítica, puede convertirse en sofística vaporosa llena de ingenio, sin duda, pero también de dudosas aproximaciones o tentativas. Tal vez no sea este el único caso. Para el historiador –¿o comentarista?, ¿o viajero?– de la literatura hispanoamericana, la cuestión clave, dicho sea con todas las cautelas necesarias, es describir –más allá de la bienintencionada exégesis o el legítimo vituperio de tal o cual autor– en qué estrato y en qué momento conviene buscar el impacto de época. ¿Es en una obra particular de ese sustrato colectivo e históricamente fechado como es el lenguaje? ¿Es desde otra perspectiva del análisis, como puede ser relacionar los cambios profundos de la civilización y el modo de vida con la evolución correspondiente de la bendita práctica literaria? A propósito de esto último escribe Georges Steiner, en ese deslumbrante tratado de crítica estética que es Presencias reales (1991): «El lenguaje, el estilo, la instrumentalización y la materialidad de un diseño arquitectónico o un fresco están basados en una temporalidad histórica. Las posibilidades de comprensión, las necesidades de esa fundamentación –la ciudad-Estado medieval con referencia a la Commedia de Dante; el principio del mercantilismo y la modernidad profana como marco de Shakespeare; la armonía entre collage fotográfico, entre libertades cinematográficas de localización espacial y el surrealismo– son de la mayor pertinencia». La historia literaria cuando no tiende a una simple enumeración de acontecimientos, de obras, de grupos y de creadores, se ve tentada a remitirse a un cuadro cronológico, atribuyéndole a éste, de manera retroactiva, su veracidad explicativa. Pero con frecuencia la cronología engaña. Sin ello, el atractivo viaje literario se ve en medio de la selva de las palabras sin una dirección –la que sea–, sin una mera orientación de lectura. Y, tal vez, en esa «silva –o acaso, selva– de varia lección», la antropología sí encuentre su lugar y sentido. Tal vez. Pero sólo en ese caso. Y lo cierto es que, más allá de la impresión de un lector –eso que se ha dado en llamar la crítica impresionista–, la literatura hispanoamericana de las décadas del boom ha estado marcada, mire el lector por donde, por la irrupción de las vanguardias históricas. El momento inicial en el que el texto hispanoamericano se desprende, lenta, lentamente, de las querencias, añadidos y postizos europeos, sin dejar, por otra parte, una relación que va casi implícita en la vida cultural americana. Pero sin esa referencia, se hace difícil la fijación exacta de los asuntos en cuestión. La literatura, lo advirtió ese extraño y gran escritor mexicano que fue Julio Torri, es sólo un «diálogo de libros». Un diálogo circular, un jardín de conversaciones que se bifurcan. El empuje creador surgido en la década de los años veinte, se reforzará en las décadas sucesivas. Con los movimientos de vanguardia –hoy en días malos para la crítica–, y un sinnúmero de escritores girando en sus aledaños, se observan los primeros signos de una originalidad absoluta y el surgimiento de una poderosa identidad literaria frente a los modelos europeos. De ahí que –cabe conjeturar de acuerdo a la bibliografía más cabal– sólo desde esta perspectiva sea posible comprender, de manera cautelosa, el posterior impacto de lo que se dio en llamar la nueva novela hispanoamericana, el boom y demás: García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Fuentes, Cabrera Infante, Donoso… o la anterior irrupción de ese núcleo fundacional en la poesía: Huidobro, Vallejo, Borges, Neruda, Paz y en espacios sin lugar como es el caso de Lezama Lima, junto con el posterior descubrimiento narrativo –para Europa y Estados Unidos– de los Asturias, Rulfo, Carpentier, Onetti, Sábato, Bioy… todos, al final, metidos en el mismo baúl de viaje. Y, sin embargo, el mapa de este viaje sí tiene su particular geografía. Este impacto, más sospechado que conocido, se realiza a través de la actitud y de la obra de personajes opacos, marginales, que forman parte, tal vez sin ellos saberlo, de los vanguardistas del primer tercio de siglo y de su labor de entronque con el Modernismo. Lo que sale de ahí recibirá la denominación de texto de la modernidad; un texto literario que surge y se forma a lo largo del siglo en Iberoamérica. Esta historia es, en el fondo, una metáfora del relato magistral de Carpentier, Viaje a la semilla. Y es que el éxito del boom permitió un fascinante viaje hacia atrás; un juego de espejos en el dudoso espacio del tiempo, que recuperó los pasos justos y medidos que la literatura hispanoamericana había dado hasta entonces. Y puestos a viajar queda mucho por hacer, más allá que turismo. Por ejemplo, volver a esos escritores marginales que, gracias a sus tanteos y riesgos, permitieron la llegada de los otros. Así, nombres como los de Lugones, Tablada, Maples Arce, Martín, Adan, Güiraldes, Queremell, Macedonio Fernández, Brull y Arévalo Martínez, entre otros, ocupan un espacio de singularidad en el arranque de la historia literaria contemporánea de ese vasto territorio físico y estético que hemos dado en llamar Iberoamérica. Las palabras de Borges son concluyentes: «ya estamos inventando y soñando con plena libertad».

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