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Viaje alrededor de un mundo sin fin

El novio del mundo

FELIPE BENÍTEZ REYES

Tusquets, Barcelona, 1998

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Tengo para mí que algunos de los mejores efectos literarios del pícaro provienen de su capacidad para hacer simultáneamente aceptable, a los ojos del lector, tanto su inocencia como su cinismo –el ejemplo excelso es Lázaro de Tormes–; a Walter Arias, el «novio del mundo», le sucede algo parecido, sólo que en otro plano; puede tontear con la dialéctica de Hegel, con el Banquete de Platón, puede mirar por encima del hombro a Kant y Spinoza, o puede informar al lector de que no sabe que «catorce versos dicen que es soneto»; o bien, en otro plano, no muy diferente del anterior, puede llenar una página tras otra de egregias insulseces que desea hacer pasar por revelaciones filosófico-sociológicas de primera magnitud; no se pierdan las que dedica a las inglesas, porque las que dedica a Freud no van a poder perdérselas, ocupan virtualmente toda la novela. La feliz combinación de talento crítico y expresión afortunada alterna con opiniones, definiciones, digresiones y variaciones dignas todas ellas de los momentos más bajos (¿o serán los más altos?) de fray Gerundio.

Walter Arias tiene muchos parientes en la narrativa actual, todos ellos comparten un sello de fábrica que los uniforma de manera irremediable, desde Londres a Los Ángeles; todos ellos viven unas vidas en las que flotan como sobre la corriente de la casualidad (y en el torrente del verbo), tienen un sorprendente interés por el sexo, y muy secundario por el amor, eluden cualquier perspectiva crítica sobre sí o sobre los demás, admiten con ecuánime imparcialidad y condescendencia al científico y al vendedor de crecepelo, su idea de la ley emparienta a ésta con el juego de la oca, su Walpurgisnacht reviste forma de discoteca, y su dieta consiste casi de forma exclusiva –y harto monótona– en drogas y alcohol; en suma, como diría Tibor Fisher, este tipo de personaje es «propenso a ser propenso».

He mencionado el juego de la oca, no sólo puede servir como término de comparación para las leyes. La propia vida, en su manifestación como novela del novio del mundo, tiene mucho de juego de la oca: el lector siente cómo se agitan los invisibles dados, se abre una pausa infinitesimal, se pasa de hoja, y, voilà, Walter Arias aparece en cualquier rincón del globo, siempre dispuesto a disertar, a recordar, a divagar, a desvariar, a comparar, a sermonear. Lo malo de la oca (del juego) es la poca variedad que posee: hay laberintos, donde, acaso, después de todo, no se esté tan mal; y está el puente, la casa, la torre, la muerte, un sinfín de regresos y detenciones, de rápidos vuelos; y también se halla la promesa siempre diferida de alcanzar algún fin. Y así concluye la novela, con una tirada de dados que deja al protagonista en la casilla en la que comenzó el juego, y con una explicación que sólo puede parafrasearse diciendo que no hay explicación, que todo es como un laberinto circular, un viaje en tiovivo, un juego, un misterio tal vez pueril.

Lo malo de un juego de estas características es que todo tiene un vago aire de predecibilidad, de un eterno retorno que dura casi medio centenar de páginas, y el lector sospecha que detrás de cada anécdota (casilla) late el deseo de Walter Arias de opinar sobre la muerte, el amor, el sexo, el psicoanálisis, el arte moderno, los porteros, la poesía, el narcotráfico, Bogotá, Madrid, Berlín, París, los perros, los futbolines, la cárcel, la comida basura y, en fin, sobre lo que haga falta. Tómese la casilla de la muerte, por ejemplo. Cada vez que el lector pase por ella –y no serán pocas precisamente: la niña de Bogotá, la madre, Vannesa María, el padre, Sharon Moore, Wendy Manzanera; no menciono todas –adquirirá un nuevo matiz de, ¿de qué? Compárense, el primer ejemplo describe la muerte de la niña de Bogotá, el segundo se aflige por Vani: «Yo tenía once años y no sabía gran cosa del horror, pero allí estaba la muerte, dueña del mundo, como una función de magia: el prestidigitador que saca de la chistera un conejo desollado». «El corazón me sangraba igual que el Sagrado Corazón de Jesús que Vani tenía colgado de la pared de su cuarto junto a todos los monstruos de Walt Disney». Es inevitable que al lector se le hiele la sonrisa, por más de un motivo, en más de un momento, ante semejante bricà-brac. No es para menos, una acumulación caótica de esta índole no puede sino conducir al desaliento. Walter Arias exhibe un descarnado desamor por el mundo, que lo celebre con una risa es una de esas perplejidades que acaso la ayuda de Sigmund Freud ayudaría a despejar, o tal vez no.

Walter Arias acomete en esta novela un empeño heroico: demostrar que es un majadero, y demostrar que es alguien que tiene algo importante que decir sobre el mundo del que es novio. Eso no es tan difícil, dirá el lector. Sí, pero lo difícil es hacerlo invirtiendo las polaridades, ocultando el juego. Y yo creo que lo consigue, lo consigue precisamente porque ha logrado que la contigüidad de lo sublime y lo grotesco haga nacer zonas intermedias, provoque erosiones entre las superficies de ambas, promueva inversiones de valores, contaminaciones. También la estupidez le da la mano al ingenio, pero ambos se disfrazan de lo opuesto en más de una ocasión, y el lector se verá forzado a reconocer que, como en el caso de la novela picaresca, no sabe muy bien si lo solemne le solicita una sonrisa, o si lo jocoso debe celebrarse con lágrimas. Con lo cual crecerá la inseguridad hermenéutica del lector, incluso es probable que el propio lector esté previsto en la novela como parodia.

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Ficha técnica

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