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¿Verde que te quiero verde?

TE QUIERO VERDE

Elaine Dundy

Duomo, Barcelona

Trad. de Ismael Attrache

320 pp.

18 €

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Qué tiene que ver una tal Elaine Dundy con el «Verde que te quiero verde» de Federico García Lorca? Para evitar confusiones –o decepciones–, advierto de entrada que no hay ninguna relación. El título original, ocurrencia del marido de Dundy, es The Dud Avocado (que solo podría traducirse literalmente como «El aguacate defectuoso», o «chungo»). Como este título seguramente no ayudaría nada a las ventas en España, sin duda Te quiero verde es un título más llamativo para una novela que hasta hace poco no ha sido redescubierta en inglés. Pues la tal Elaine Dundy es una escritora de esas que, al dar con ella por primera vez, uno se pregunta: ¿Cómo no la habré leído antes?
 

Te quiero verde (1958) fue la primera novela de Dundy, y cuando se publicó contó con admiradores como Terry Southern, Gore Vidal, Ernest Heming-way, Groucho Marx y Laurence Olivier. La novela cuenta las vivencias de Sally Jay Gorce, una joven actriz neoyorquina que pasa un año en París al final de la Segunda Guerra Mundial. Sally Jay tiene mucho en común con su coetánea Holly Golightly de la novela Breakfast at Tiffany’s, de Truman Capote. Ha venido a una gran ciudad, en este caso europea, para huir de sus orígenes, y canjear su juventud, belleza y otros talentos por el glamour y la sofisticación del demi-monde urbano. Pero reinventarse no es tan fácil como parece y los fracasos de la protagonista permiten entrever los aspectos más cutres de París: todo lo que brilla no es de oro, y a menudo ni siquiera de hojalata, y los que van de príncipes lituanos no son ni siquiera condes.

Dundy comparte con Capote una prosa seca y clara como un dry martini. Pero lo que entusiasmó a sus lectores, y consiguió que la novela fuera un best-seller inmediato fue la voz de Sally Jay: íntima, directa, irónica, ocurrente, rápida y tronchante como un diálogo ametrallador de Billy Wilder. Dundy (cuyo nombre original era Elaine Rita Brimberg) es un ejemplo femenino de ese tradicional sentido del humor judío-neoyorquino más conocido hoy en día gracias a Woody Allen y Philip Roth. Sally Jay parece estar siempre observando, y la distancia entre ella y la vida, tal y como la viven los demás, le permite ofrecer unos retratos acertadísimos del reparto de personajes que la rodean: turistas, bohemios, expatriados, aristócratas decadentes –entre ellos, un amante casado con el rimbombante nombre de Teddy Alfredo Ourselli Visconti– y funcionarios insoportables. La narradora es una pícara norteamericana perdida en el paisaje parisiense de finales de los años cuarenta, y la novela retoma uno de los grandes temas de Henry James: el enfrentamiento entre los inocentes del nuevo mundo capitalista con la decadencia europea.

Tanto los norteamericanos –empezando por ella misma– como los europeos son blanco de sus retratos agudos y llenos de humor. Pero, a diferencia del París de los expats de Hemingway, en el mundo de Sally Jay no hay héroes ni antihéroes con ideales y principios literarios: solo hay seres humanos.
A su manera, la novela es también una oda al París de la época, una ciudad aún destrozada y llena de almas perdidas cuyas fronteras son el bar del Hotel Ritz y el Café Select, donde una joven estadounidense con insomnio puede bajar, en pijama y una gabardina cerrada con imperdibles, a tomarse un pernod y un croque-monsieur a las dos de la madrugada.

¿Cómo distinguirse del resto de los «aguacates» (así describe un personaje parisiense a las exóticas turistas norteamericanas de carne suave e interior duro, de ahí el título) que plagan la ciudad? ¿Cómo entregarse a la experiencia parisiense y destacar en el intento? Sally Jay se tiñe el pelo de rosa y lleva un ceñido vestido de noche a todas horas. Evidentemente, intenta alejarse de los demás estadounidenses, entre ellos un primo hermano recién llegado al que describe como «mi odioso primo John Roger Gorce […] uno de esos estadounidenses auténticos, serios, entusiastas, ingenuos, complacientes y mojigatos» (p. 75).

El amor es la entrée evidente a la vida parisiense, pero Sally Jay es consciente de que los romances también son un tópico de la americana en París: «Tener un romance con un hombre, que encima sea el primero que tienes en tu vida, solo porque te aborda en circunstancias muy románticas en los Campos Elíseos, porque te lleva al Ritz y a sitios así y, sobre todo, porque te impresiona que ya tenga mujer y amante […] no se puede ser más predecible. La Turista Desorganizada de Segundo Año» (p. 19).

Aunque la protagonista es una jovencita, queda claro que la autora escribe con la ventaja de muchos años de experiencia de vida: como actriz, como esposa del temido crítico de teatro e aristócrata inglés Kenneth Tynan y como madre. Sally Jay a veces refleja esta experiencia con unas salidas geniales. Hay una escena en la que un don nadie se mete con ella por ser actriz, diciéndole que no entiende cómo puede hacer algo tan aburrido como repetir el mismo diálogo noche tras noche. Sally Jay le contesta que casi todo el mundo repite el mismo diálogo todas las noches de su vida, y que la diferencia es que a los actores se les paga por hacerlo.

Aunque no se hayan traducido al castellano, las memorias de Dundy, La vida misma (Life Itself), valen la pena. Por ellas pasan los amigos del mundillo de teatro británico, entre ellos Orson Welles, Peter Ustinov, Laurence Olivier o Richard Burton. También cuenta cómo Tynan le propuso casarse con él en su primera cita, animado tras beberse dos botellas de champán: «Soy el hijo ilegítimo de sir Peter Peacock. Vivo de las rentas. Tengo veintitrés años y cuando llegue a los treinta me mataré si no me he muerto ya, porque no me quedará nada nuevo que decir. ¿Quieres casarte conmigo?» Se casaron: una aventura digna de Sally Jay, aunque Dundy insiste en que Te quiero verde no es del todo autobiográfica. Según la autora, las insensateces del personaje son autobiografía pura, y todo lo que hace bien es ficción.

Kenneth Tynan fue un genio feroz, pero acomplejado, y su relación con Dundy no sobrevivió el enorme éxito de Te quiero verde. Al final, el aguacate defectuoso fue el matrimonio, y no la novela.

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Ficha técnica

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