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Verano, viajes, tránsitos

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¡Qué ordinario es el verano! La primera vez que escuché la frase de labios de mi trasnochada abuela hacía ya mucho tiempo que el gobierno del Frente Popular de León Blum había conseguido aprobar la ley de las vacaciones pagadas, y aún mucho más de que Ortega, con su verbo ampuloso y poniendo su granito de arena «a la faena hercúlea de las auténticas aristocracias», constatara aquello de que, tras «el advenimiento de las masas al pleno poderío social» comenzaba a ser un problema lo de encontrar sitio. No sé qué hubiera escrito hoy, sobre todo si estuviera pensando en pasar las vacaciones en alguno de los llamados destinos turísticos.

Tampoco yo he encontrado sitio, de manera que me he decidido a permanecer en la ciudad. Si uno consigue establecer corrientes de aire en la casa y se promete no conectar el televisor –donde proliferan los magazines en torno a esa nueva especie de famosos que son conocidos sólo por su propia celebridad– todo es perfecto. Sobre todo los fines de semana. No hay teléfonos, los vecinos han desaparecido (quizás hayan encontrado sitio) y el silencio se ve tan sólo subrayado por el ronronear de un lejano aparato de aire acondicionado con cuyo hipotético usufructuario/a se genera casi inmediatamente una corriente de simpatía neutra y volátil.

De los libros leídos este verano hay dos de los que quiero hablarles. Ambos son de viajes, aunque de distinta clase. El primero, más ligero, entraría de lleno en ese género tan posmoderno de los travelogues, narraciones híbridas en los que ficción y no ficción, historia, ensayo y documental, se mezclan en torno al relato de un desplazamiento más o menos aventurero. Driving Mr. Albert: A Trip Across America With Einstein's Brain, de Michael Paterniti, cuenta la peripecia viajera de dos personajes, el propio autor, un escritor free-lance, y el doctor Harvey, un patólogo octogenario de Princeton que, cuarenta años antes, tuvo el privilegio de realizar la autopsia de Albert Einstein. Una vez analizadas las vísceras del científico, Harvey devolvió el cuerpo a sus deudos, que lo incineraron y arrojaron sus cenizas al río Delaware. Pero se quedó con su cerebro, que mantuvo en su poder durante cuatro décadas bañado en una solución de formoaldehido. El robo se descubrió pronto, pero la legislación forense norteamericana era demasiado ambigua al respecto y, por otra parte, las autoridades médicas pensaron que, al fin y al cabo, era mejor que el órgano se quedara en Princeton, aunque fuera custodiado por el excéntrico patólogo. Harvey pensaba estudiarlo, medirlo, compararlo, desentrañarlo. Pero nunca lo hizo.

En 1996, cuando Paterniti dio con Harvey, el cerebro de Einstein consistía en multitud de pequeños fragmentos gelatinosos con aspecto de pequeñas croquetas irregulares que flotaban en el interior de dos tarros de cristal. Entretanto, el anciano patólogo había decidido devolver el órgano a los descendientes del físico. Había localizado a su única nieta superviviente, Evelyn Einstein, en California, pero necesitaba que alguien le llevara. Ese alguien fue Paterniti. El libro –del que ya se conocía una versión abreviada que publicó la revista Harper's– relata precisamente el viaje de casi tres mil millas y dos semanas de duración de los dos protagonistas desde New Jersey al Oeste. Bueno, y de la parte fundamental del tercero que llevaban metida en un tupperware guardado en el maletero del buick en el que se trasladaban. Paterniti aprovecha el relato del disparatado viaje para salpicarlo de su satírica visión de la sociedad norteamericana contemporánea y de acotaciones más o menos sabrosas en torno a la personalidad y la obra del revolucionario descubridor de la formula que fijaba la relación entre la masa y la energía. Memorables son algunas de las paradas efectuadas en el recorrido, como el encuentro en Kansas con el novelista beat William Burroughs (1914-1997), un anciano decrépito atiborrado de metadona que en todo momento permaneció ignorante del tesoro orgánico guardado en el automóvil aparcado en el patio de su casa. En todo caso, el viaje acabó en frustración. Según Paterniti, Evelyn, que ya era una anciana y no quería problemas, no mostró especial entusiasmo por la reliquia familiar, de modo que los dos viajeros tuvieron que regresar a su origen llevando de vuelta el asendereado órgano. La dirección del Departamento de Patología del Centro Médico de Princeton exigió a Harvey que devolviera el cerebro y renunciara por escrito a cualquier reclamación sobre él. Ahora descansa definitivamente, sumergido en su líquido ambiental, y suscitando la curiosidad de los científicos. Paterniti vendió su historia a una prestigiosa revista y, según dicen, una opción sobre los derechos cinematográficos del libro a una conocida productora estadounidense. Fin del resumen.

El otro libro, bastante menos hilarante, cuenta otro viaje de distinta índole. El itinerario ideológico y moral transitado por Ignazio Silone (1900-1978), fundador del Partido Comunista Italiano y prestigioso novelista social, desde la lucha revolucionaria hasta la delación de sus camaradas ante la OVRA, la policía política de Mussolini. El escándalo estalló en Italia hace pocos años, cuando el joven historiador Dario Biocca reveló que había encontrado papeles que le hacían sospechar que Silone –el nombre de guerra escogido por Secondo Tranquillini– había sido informante de la policía fascista entre 1928 y 1930. Desde entonces la controversia ha venido acompañando cualquier pronunciamiento a favor o en contra de una figura todavía muy querida por los demócratas italianos. Ahora Dario Biocca y Mauro Canali aportan nuevas (y, aparentemente, definitivas) pruebas de la traición –que pudo haber comenzado mucho antes, cuando Silone era un joven dirigente de la Komintern– en su polémico estudio L'informatore: Silone, i comunisti e la Polizia. Silone fue expulsado del PCI en 1931, en la época en que los estalinistas decidieron que los socialdemócratas («socialfascistas») eran el enemigo principal. Más tarde, como muchos otros excomunistas, escribió acerca de su antigua fe. Recuerdo especialmente el impresionante alegato de Salida de urgencia, un libro prologado sintomáticamente en su versión española (1969) por un Dionisio Ridruejo también de vuelta de casi todo. La lectura de L'informatore, que ha encrespado los ánimos de buena parte de la intelligentsia italiana, es, además de un descenso a los infiernos represivos del fascismo, una gravísima y documentada acusación contra uno de sus más conspicuos –y hasta ahora irreprochables– combatientes históricos.

El verano trajo también otros tránsitos más cercanos y dolorosos. En julio nos dejaron José Ángel Valente y Carmen Martín Gaite. El primero se fue tras regalarnos una de las trayectorias poéticas más coherentes y sintomáticas de esta última mitad del siglo. Casi todos lo han reconocido, aunque con un grado de entusiasmo que depende del mayor o menor grado de fanatismo de bandería. Carmiña, que en sus últimos años logró ampliar considerablemente el abanico de sus lectores –algo de lo que se mostraba satisfecha–, fue una mujer generosa y receptiva a cuanto de nuevo escriben los jóvenes, que siempre encontraron en ella valedora y consejera. Su obra novelística, rebosante de oficio y dignidad, quedará probablemente como ejemplo del sustrato necesario que precisa toda gran literatura para desarrollarse. Leerlos, como siempre, es el mejor homenaje.

REFERENCIAS: Paterniti, Michael: Driving Mr. Albert: A Trip Across America With Einstein's Brain, Dell Publishing, Nueva York, 2000, 192 páginas, 18,95 $.
Biocca, Dario, y Canali, Mauro: L'informatore: Silone, i comunisti e la Polizia, Luni Editrice, Milán, 2000, 276 páginas, 30.000 liras.
Silone, Ignazio: «Salida de urgencia», Revista de Occidente, Madrid, 1969, 306 páginas, descatalogado.

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