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Siempre Velázquez

Velázquez

ENRIQUETA HARRIS

Akal, Madrid, 240 págs.

Trad. de Amalia López Yarto Elizalde

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No disminuye visiblemente la riada de publicaciones sobre Velázquez que alcanzó su cenit en 1999, con motivo del cuarto centenario del nacimiento del artista; y eso sin contar las numerosas actas de congresos, sesiones y cursos monográficos, celebrados por las mismas fechas y todavía inéditas, que, con un poco de suerte, irán llegando eventualmente a los anaqueles de las librerías. Ahora, nos toca ocuparnos de dos de estas publicaciones de reciente aparición, ambas de muy diversa naturaleza y, cada una a su modo, de notable interés: Velázquez de Enriqueta Harris y Velázquez en Italia de Salvador Salort Pons.

Realmente produce cierto pudor reseñar a estas alturas la monografía de la extraordinaria historiadora británica, Enriqueta Harris; una monografía que ciertamente se puede definir como clásica y que ya ha alcanzado el honor de ser conocida por el artículo determinado seguido del apellido de la autora: «el Harris», como «el Justi» o «el López-Rey». Sin embargo, se trata de un libro relativamente poco conocido en España fuera del circuito de los profesionales y especialistas. Esto es algo que resulta sorprendente; en primer lugar, porque la edición original inglesa es nada menos que de 1982 y en segundo lugar, porque existía ya una traducción española (Vitoria, 1991) que de hecho es la que reproduce fielmente la que ahora reseñamos, tan solo reduciendo ligeramente el formato y aumentando el número de reproducciones en color. Pero esta primera traducción, editada por el Instituto de Estudios Iconográficos Ephialte, debió tener una difusión prácticamente nula, algo que suele acontecer con las instituciones públicas que a menudo editan primorosamente pero descuidan la distribución. En cualquier caso, toda iniciativa que suponga un mayor conocimiento de la obra de esta investigadora británica entre el público español debe ser bienvenida.

En el año 2002, Enriqueta Harris, hija de inglés y española, fue condecorada con una merecidísima Gran Cruz de Isabel la Católica; con este motivo, la Fundación de Amigos del Museo del Prado le tributó un homenaje que incluía su semblanza biográfica, luego publicada, por su amigo y colega Nigel Glendinning; lo que nos exime de mayores precisiones sobre su vida. Pero sí queremos destacar al menos un aspecto de su trayectoria profesional: su larga y fecunda vinculación con el Instituto Warburg, de Londres, ese impagable regalo que la barbarie nazi hizo a la capital británica.

Acostumbrados como estamos en España a lo que alguna vez se ha denominado «iconologismo salvaje» de soidisants seguidores de las pautas establecidas por Warburg, Panofsky y otros, vale la pena que nos detengamos, aunque sea brevemente en the real thing, en esa mezcla de rigor intelectual germánico y pragmatismo y sentido común británicos que caracteriza la obra de Enriqueta Harris como la de tantos otros distinguidos historiadores relacionados con el Instituto, historiadores de la talla de un Blunt o de un Haskell.

El Velázquez de Enriqueta Harris es, en este sentido, paradigmático. En primer lugar, hay que tener presente que su edición original (de la benemérita Phaidon Press) iba dirigida a un público amplio, culto pero no especializado; una obra, pues, hasta cierto punto, de divulgación. Precisamente por ello, la autora incluyó traducciones parciales de las dos principales fuentes antiguas sobre Velázquez, poco accesibles entonces al profano: el Arte de la pintura de su suegro y maestro Pacheco y el Parnaso de Palomino, quien, si bien no llegó a conocer al sevillano, sí trató a su discípulo Juan de Alfaro.

Cualquiera pensaría que tratándose de una obra, pues, de divulgación, dirigida a un público no especializado, estaríamos ante una obra primeriza, de juventud. En realidad, ocurrió todo lo contrario; la obra estuvo precedida de una docena larga de eruditos artículos (el más antiguo de 1957) y de otros cuantos trabajos más en colaboración con historiadores de la categoría de John Elliott, todos ellos publicados en revistas del mayor prestigio científico. Con estos artículos, la doctora Harris fue estableciendo los cimientos de su posterior monografía velazqueña; en primer lugar con importantísimas aportaciones documentales inéditas, particularmente en lo que respecta al segundo viaje italiano del pintor. Para calibrar la trascendencia de estos documentos a la hora de entender a un artista que siempre fue la reticencia personificada (para desesperación de los investigadores) baste citar la carta que en 1654 Velázquez dirigió al nuevo nuncio Camillo Massimi, más esclarecedora de la singular relación del pintor con Felipe IV que toda la abultada documentación oficial.

Pero además la doctora Harris supo situar a Velázquez en su contexto, con inteligencia y sensibilidad: primero en su Sevilla natal, luego en el proceloso mundo de la corte (evitando los tan peligrosos anacronismos y/o psicologismos), más tarde en sus relaciones con otros artistas italianos y flamencos, tanto antiguos como modernos, para terminar con un brillante epílogo que parece prefigurar las recientísimas exposiciones en torno a Velázquez y la tradición contemporánea.

Pero lo que aquí nos interesa subrayar sobre todo es su método disciplinar, tan claro y racional que, de puro obvio, puede pasar inadvertido; un método deductivo que profundiza sistemáticamente en los diversos aspectos de la vida y la obra del artista, de modo que, al final, la síntesis monográfica parece caer por su propio peso y sus conclusiones adquieren un carácter apodíctico.

Alguna vez he oído contar la anécdota de un viejo don de Oxford, quien opinaba que las tesis doctorales eran en realidad «un peligroso invento de los alemanes» a lo que añadía que, en su época, había quienes la leían justo antes de jubilarse, habiendo obtenido sus cátedras sobre la base de algún artículo de recóndita erudición. Se trata evidentemente de una boutade, pero de una boutade que encubre una tradición de rigor y honestidad intelectual, que prima el paciente trabajo deductivo, por encima de parti-pris disciplinares, tan sujetos a los vaivenes de la moda y, por ello mismo, tan efímeros.

El resultado de esta tradición está a la vista: «el Velázquez» de la doctora Harris no ha envejecido desde su ya lejana publicación; su estructura, sus «huesos» podríamos decir, son tan sólidos que las más recientes aportaciones sobre la vida y la obra del artista se integran en ella, enriqueciéndolo pero sin desvirtuarlo. Señalemos, por lo demás, algo cada vez más difícil de encontrar en nuestro ámbito académico: una prosa tan llana, tan absolutamente carente de afectación que se aproxima al «grado cero» barthesiano. Y hay que decir que la traducción de A. López Yarto refleja fielmente este estilo «desornamentado».

Si hubiera que hacer un reproche a esta edición, reproche menor desde luego, habría que hacerlo a la editorial antes que a la autora. A sus noventa y tres años, pese a conservar intacta su lucidez y un envidiable sentido del humor, es perfectamente comprensible que Enriqueta Harris no se haya sentido con ánimos para poner la bibliografía al día, especialmente tras la avalancha de 1999; incluso, como la misma autora reconoce en el prólogo a la nueva edición, las modificaciones del texto son mínimas. Pero quizás la editorial pudo haber encargado a algún joven historiador estas ingratas tareas. Más de algú

n lector quizás se sienta sorprendido de encontrar una bibliografía cuya referencia más reciente es de 1990. El libro de Salvador Salort sobre Velázquez en Italia es, en cierto sentido, lo opuesto al anteriormente reseñado: es una obra de juventud, de hecho, su tesis doctoral, con todas las ventajas y los inconvenientes que ello conlleva. Pero vaya por delante una primera afirmación: que un doctorando se atreva con Velázquez y nada menos que con sus dos estancias italianas, con lo que ello implica de trabajo en los archivos y las colecciones de ese país es algo, para los tiempos que corren en nuestra universidad, poco menos que milagroso. Pero es que, además, Salort cumple su cometido con la mayor dignidad, iluminando puntos oscuros de la trayectoria del artista, precisando otros, rectificando algunos e incluso (aún más raro en un doctorando) arriesgando hipótesis, todo ello basado en una exhaustiva documentación parte de la cual era inédita.

Desgraciadamente para el autor, los más atractivos documentos sobre el periplo italiano de Velázquez habían sido ya publicados en buena medida por la propia Enriqueta Harris (1958, 1960, 1961, 1981 y, en colaboración con Colomer, 1994) por Jeniffer Montagu (1983) y por José Luis Colomer (1993 y 1999). Ahora bien, el valor de una monografía histórica no reside única, ni siquiera principalmente, en la aportación de documentación inédita. Como afirmaba Lafuente Ferrari, lo importante no son los ladrillos sino lo que construimos con ellos. Y Salort con los «ladrillos» ya conocidos y otros descubiertos por él ha levantado un edificio sólido, capaz de resistir el tiempo, a expensas de dramáticos pero improbables nuevos descubrimientos.

Curiosamente, este «edificio» historiográfico atañe sólo parcialmente a Velázquez, propiamente dicho, como intentaremos explicar más adelante; algo, por lo demás, que de ningún modo debe ser entendido como censura.

Del primer viaje del artista a Italia (1629-1630) poco puede añadirse, pues, como señala con razón el autor, al tratarse de un artista poco conocido entonces, apenas dejó huella en los documentos. Salort, sin embargo, rastrea las posibles influencias en el sevillano del ambiente artístico romano contemporáneo y de las grandes obras de la Antigüedad y del Renacimiento. Ya don Diego Angulo señaló algunos de estos precedentes formales hace años, pero ahora se añaden aportaciones originales (algunas más convincentes que otras, hay que decir) pero que, en cualquier caso, confirman el impacto en Velázquez del clasicismo romano-boloñés.

Más peliagudo es el asunto de la extraña tablita de la Riña delante de la Embajada de la colección Pallavicini, de autoría intensamente discutida y por cuya autoría velazqueña Salort apuesta valientemente. Sin embargo, las mismas conexiones formales de la Riña con otras obras seguras del maestro, aducidas en apoyo de esa atribución, servirían a sensu contrario para considerarlo un pastiche. Aunque bien es verdad que, en ese caso, la alta calidad de la obra resultaría difícil de explicar.

Donde el libro de Salort hace las aportaciones más interesantes, sin embargo, es en lo referente al segundo viaje italiano del artista (1649-1651). Y aquí debemos explicar algo que decíamos líneas atrás: en efecto, el interés de esta sección no reside tanto en lo que atañe al artista o a su obra, en sí, sino a su misión como agente del rey, encargado de buscar obras de arte y artistas para la decoración de los palacios reales.

Estuvo de moda en una época lamentar estas actividades de Velázquez como «decorador» real, por tratarse de actividades menores que le robaron tiempo para su pintura; ello revela una profunda ignorancia de la cultura del Barroco: la magnificencia de la corte, el esplendor que debía rodear al monarca fueron auténticas cuestiones de Estado y sólo tenemos que pensar en la creación de Versalles para comprenderlo. Pero por lo que respecta a España, nunca se había tratado este asunto con tanta claridad ni con tan abrumador despliegue de datos. Salort nos permite seguir prácticamente día a día las farragosas gestiones de Velázquez para rastrear e intentar comprar obras de arte (en el caso de estatuaria antigua, para obtener sus vaciados), para proceder luego a su almacenamiento y embalaje y, por fin, para el transporte de las piezas; pero también para contratar fresquistas capaces de decorar los muros de las residencias reales que, signo de los tiempos, se mostraron bastante más reacios que los pintores contratados por Felipe II para El Escorial. Y a ello hay que sumar las gestiones realizadas en Módena y Venecia y, plausiblemente, en Verona y Padua para adquirir nuevas pinturas o conseguir que se las regalaran al rey.

Este Velázquez que nos dibuja Salort tiene bien poco del «flemático» que nos ha transmitido la tradición; por el contrario, aparece dotado de una asombrosa capacidad organizativa y entregado a una actividad frenética. Es preciso tener en cuenta la escala de la misión desempeñada por Velázquez, que precisó de la intervención de los embajadores en Roma y Venecia además del virrey de Nápoles y el gobernador de Milán; sólo de las aduanas de Roma salieron 462 cajas con obras de arte valoradas en 17.600 ducados y ello sin contar con las que pudieron embarcarse en Génova. Que en un momento de hondísima crisis económica y política de España pudiera invertirse tanto esfuerzo y dinero a cuestiones, en definitiva, de decoración, sólo podía comprenderse desde una mentalidad cortesana del siglo XVII. Y aun así, no todos lo entendían: las cartas del cardenal de la Cueva a su hermano el marqués de Bedmar, publicadas hace tiempo por Pita y recogidas ahora por Salort, en las que califica de «vergonzosas» las actividades del pintor, son, en este sentido, reveladoras.

Son también del mayor interés las precisiones que hace el autor sobre la actividad de los artistas italianos contratados por Velázquez para la corte, así como el impacto que produjo entre los artistas españoles y la opinión que los unos tenían de los otros; pero aparte de los celos profesionales, la presencia de los italianos, especialistas en fresco, supuso una clara renovación en los conceptos decorativos de la escuela madrileña, que hoy sólo alcanzamos a entrever en los escasísimos ejemplos conservados en interiores eclesiásticos.

Obra, pues, la de Salort que amplía y concreta dimensiones mal conocidas de la trayectoria velazqueña y de la pintura cortesana de su época; se complementa con un catálogo de obras del artista relacionadas de un modo u otro con sus estancias italianas y con un amplio apéndice documental donde se recogen, no sólo los nuevos documenos localizados por el autor, sino otros relevantes para el tema y a veces publicados en obras de difícil consulta.

De nuevo un reproche menor: el Velázquez en Italia de Salort se hubiera beneficiado considerablemente si el autor hubiera limado las asperezas del formato de tesis doctoral que tan evidente resulta y que a veces implica reiteraciones y digresiones innecesarias. Pero sería, seguramente, mezquino que quienes a diario desesperamos del vergonzoso nivel al que están llegando las tesis doctorales en algunas de nuestras universidades, planteáramos ahora objeciones meramente formales a una obra cuyas faltas tanto como sus aciertos son fruto de la ambición y del esfuerzo.

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