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Variaciones y tendencias

Un dinosaurio en un pajar

STEPHEN JAY GOULD

Crítica, Barcelona, 1997

Trad. de Juan Domènech Ros

487 págs.

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Desde enero de 1974 Stephen Jay Gould publica un artículo mensual en el Natural History Magazine. Los primeros 224 han sido recogidos en siete volúmenes, aparecidos regularmente cada tres años a partir de 1977 (Desde Darwin, El pulgar del panda, Dientes de gallina y dedos de caballo, La sonrisa del flamenco, Brontosaurus y la nalga del ministro, Ocho cerditos y Un dinosaurio en un pajar). A éstos debe añadirse la recopilación de 18 críticas publicadas originalmente en The New York Review of Books (An Urchin in the Storm, 1987) que no ha sido traducida al castellano. El conjunto constituye la obra actual más sobresaliente de un género en boga, el de la divulgación biológica. Prueba de ello es el rotundo éxito que ha acompañado a la serie desde su inicio, tanto en el original inglés como en sus traducciones, de manera que la mayor parte de las españolas (iniciadas en 1983) han sido reeditadas varias veces.

Los asuntos tratados son muy diversos aunque, en su mayor parte, giran alrededor de un mismo eje: el del cómo y el porqué de la evolución biológica que Gould considera el «giro intelectual más desconcertante de todos los que la ciencia nos ha obligado a aceptar». La estructura del relato se ajusta a una fórmula narrativa tradicional, comenzando por una referencia a menudo erudita, que se relaciona más o menos tangencialmente con el motivo científico central, desarrollado a continuación siguiendo una línea que mantiene la claridad de exposición sin mayor pérdida de rigor. Aunque el procedimiento dista de ser novedoso, la fortuna de su utilización es mérito exclusivo del autor.

Para proporcionar al posible lector una muestra, evidentemente sesgada por mis preferencias personales, expondré el contenido de dos de los ensayos incluidos en la más reciente entrega.

El mayor de los éxitos de Poe. Desconozco si las frecuentes depresiones sufridas por Edgar Allan Poe pueden atribuirse a que, en vida, sólo logró ver reeditada una de sus obras: el manual escolar titulado The Conchologist's First Book (1839). La trama de este desconcertante suceso es la siguiente. Thomas Wyatt, autor de un extenso tratado de conquiliología (estudio de las conchas de los moluscos), pretendía aumentar sus ingresos mediante la venta de una versión abreviada (y más barata) de su libro, aprovechando sus giras como conferenciante. La operación, sin embargo, estaba vedada por su contrato editorial y, para eludir este impedimento, alquiló por cincuenta dólares el nombre y los servicios de su amigo Poe. Como éste reconoce en una carta, su labor consistió en acortar las descripciones de las partes duras del animal (procedentes del volumen original de Wyatt) conjuntándolas con especificaciones de sus partes blandas (tomadas del célebre naturalista francés Cuvier), rematando la tarea con la redacción de una introducción plagiada en buena medida de un texto inglés. A pesar de todo, hasta Poe pudo escribir recto con renglones torcidos, resolviendo una de sus numerosas crisis económicas mediante la redacción de una de las primeras exposiciones de la moderna malacología (integración de las descripciones de las partes duras y blandas del mismo animal). En otras palabras, The Conchologist's First Book representó para la biología del momento un importante avance conceptual, por superar los análisis parciales tratando al animal como un todo.

Enganchar a Leviatán por su pasado. Uno de los atavismos de la postura antievolucionista es proclamar la inexistencia de formas intermedias en el registro fósil. Esta objeción, admisible el año de la publicación de El origen de las especies (1859), perdió gran parte de su fuerza dos años más tarde con el descubrimiento de los restos del ave-reptil Archaeopteryx y hoy sólo se esgrime en ciertos reductos del fundamentalismo acientífico. No obstante el descubrimiento de nuevos datos siempre es esclarecedor. En este ensayo se expone lúcidamente la transición entre dos grupos de mamíferos: los actuales cetáceos y sus antecesores terrestres (mesoníquidos). Los primeros carecen de extremidades posteriores visibles (aunque conservan algunos huesos vestigiales) y se desplazan mediante oscilaciones verticales de la columna vertebral recogidas por una aleta caudal horizontal (en los peces, por el contrario, el movimiento de la columna es horizontal y la aleta vertical). A partir de los fósiles descubiertos durante los últimos quince años Gould nos muestra cómo la función de las extremidades traseras pasó de la plenamente locomotora a la de gobernar el sentido del movimiento, para acabar perdiéndose por completo con la reducción de su tamaño; mientras que la capacidad de ondulación vertical de la columna, propia de los mamíferos terrestres, se ha conservado hasta hoy.

Es difícil resistir la tentación de aplicar al corpus ensayístico gouldiano el procedimiento de análisis de tendencias que su autor pormenoriza en otra de sus obras que comentaremos a continuación. Un ensayo debe tener una extensión mínima, para no quedar reducido a la categoría de nota erudita y, por tanto, si esa extensión experimenta alguna tendencia temporal su sentido debe ser el de aumento. Desde 1974 la longitud promedio de los artículos de Gould ha crecido alrededor de un 4% anual, de manera que la de los últimos casi dobla la de los primeros. Por otra parte, la limitación del repertorio de la serie al ámbito científico de la evolución implica que, con el paso del tiempo, los ensayos propenderán a una mayor reiteración, rebuscamiento o ambas cosas a la vez. En ese sentido, la novedad y frescura de la primera entrega (Desde Darwin) no ha permanecido inmune al paso del tiempo aunque, con todo, los productos del ingenio de Gould siguen manteniendo unas calidades científica y estilística que los hacen imprescindibles para el profesional y el aficionado y, en este respecto, Un dinosaurio en un pajar no es excepción.

En una confiada hipérbole, excesivamente invocada en provecho propio por la literatura evolucionista, Freud caracterizaba el desarrollo científico como un continuo proceso de demolición del egocentrismo humano: Copérnico habría iniciado la tarea desplazando a la Tierra del centro del Universo y Darwin la habría continuado relegando al hombre a la condición de un producto evolutivo más (no siempre se menciona que Freud veía en su propia obra el remate de la operación). Sin embargo, Gould opina que la humanidad aún no ha asimilado las que él estima como principales implicaciones de la revolución darwinista: la evolución no es progresiva y la aparición del Homo sapiens es un mero fruto de la casualidad. Esta preocupación es un leitmotiv de la obra divulgadora de Gould desde su arranque: «Homo sapiens no es el producto preordenado de una escalera dirigida a nuestro exaltado puesto desde el principio de las cosas. No somos más que la rama superviviente de un arbusto otrora tupido» (Desde Darwin, pág. 66 de la traducción española de 1983). Con el tiempo, cada una de esas dos proposiciones ha llegado a convertirse en el tema único de un libro: «La vida maravillosa [1989, traducción española 1991] declara el carácter imprevisible y contingente de cualquier acontecimiento evolutivo concreto, y hace hincapié en que el origen del Homo sapiens debe ser considerado como uno de tales sucesos irrepetibles, no como una consecuencia prevista. La grandeza de la vida presenta el argumento general contra la idea de que el progreso define la historia de la vida o, incluso, contra la idea de su mera existencia en tanto que tendencia general» (pág. 12). Aquí nos ocuparemos únicamente de la última obra, cuyo título americano Full House (alusivo a la jugada de póquer), por una decisión editorial cuyo alcance se me escapa, ha sido sustituido por La grandeza de la vida al otro lado del Atlántico (Reino Unido incluido).

Gould define el progreso evolutivo «como tendencia de la vida a una creciente complejidad anatómica, a una mayor complejidad neuronal, a un más amplio y flexible comportamiento» (pág. 29). Planteado así el asunto, la denegación del progreso es inmediata, puesto que muy pocos evolucionistas aceptarían que la complejidad sea definible en términos globales y, aunque lo fuera, todavía menos afirmarían que el incremento temporal de la complejidad pudiera equipararse a progreso, a no ser en el sentido trivial de subproducto originado por la utilización de unas técnicas estadísticas inadecuadas. Otra cosa sería discutir si existe progreso definido en otros términos; por ejemplo, la acumulación y perfeccionamiento de las adaptaciones (R. Dawkins) o la capacidad de obtener y utilizar información sobre el entorno (F. J. Ayala) o, incluso, dilucidar si la propia noción de progreso evolutivo es aceptable (R. C. Lewontin), pero esto nos apartaría del propósito del libro.

En esencia, La grandeza de la vida pretende convencer al lector de que «el progreso es, pese a todo, un espejismo» (pág. 30). Por ello, su mayor parte está dedicada a elaborar verbalmente el siguiente argumento estadístico: una tendencia temporal del valor promedio de una característica puede ser únicamente fruto de los cambios experimentados por su variabilidad, sobre todo cuando la amplitud de ésta se halla constreñida por la existencia de límites inferiores o superiores. Tomemos, por ejemplo, la conocida regla de Cope: el aumento temporal del tamaño corporal experimentado por la mayoría de los linajes evolutivos. Esta generalización se ha interpretado tradicionalmente en función de ciertas supuestas ventajas evolutivas que conferirían unas mayores dimensiones (aunque sospecho que la versatilidad de la especulación evolucionista sería perfectamente capaz de elaborar un razonamiento opuesto en caso necesario). Sin embargo, como quizás ya había intuido el propio Cope en 1896, si las dimensiones de los primeros seres vivos estaban muy próximas a los mínimos valores posibles, el único sentido en que puede darse cambio evolutivo (que no progreso) es en el de aumento del tamaño corporal promedio. En términos más amplios, la relativa simplicidad inicial de la vida no dejaría abierto otro camino evolutivo que el de la complejidad creciente.

El acuerdo en que muchas tendencias pueden no ser más que un subproducto es general; otro asunto es cómo averiguar en la práctica si una tendencia obedece a algo más que a una inercia, ya que diferenciar convincentemente las propensiones reales de las ficticias no es nada fácil, como se reconoce al final del libro (págs. 215-226). Gould trata de convencernos de lo primero mediante una excesiva acumulación de ejemplos que ocupan las primeras tres cuartas partes del libro. El recurso a la metáfora se justifica por el «rechazo cultural que despierta en nosotros todo aquello que huela a matemáticas» (pág. 10). No me cabe duda de que esto es así, aunque me resista a calificar el rechazo de cultural, pero el precio que hay que pagar por esas limitaciones que ahora sí quiero tachar de culturales, es el de tener que movernos en el terreno alegórico, con la consiguiente falta de precisión y un excesivo alargamiento de la duración del viaje. Por otra parte, el motivo de algunas de las metáforas elegidas puede ser tan incomprensible para un lector español como el razonamiento estadístico. Este es el caso de la más querida por su autor, una detallada disquisición sobre la evolución de las marcas del béisbol que ocupa nada menos que la cuarta parte del volumen. Mi absoluto desconocimiento de ese deporte no me permite enjuiciar el asunto; sí quiero hacer constar aquí mi compasión por el traductor.

El segundo argumento de Gould en contra de la noción de progreso se basa en que la aparición de novedades evolutivas no suele resultar en la eliminación de las formas anteriores. Aunque esta noción forma parte del bagaje general del evolucionista, también es cierto que suele ser flagrantemente ignorada fuera del ámbito estrictamente técnico. El tema se elabora en su mayor parte al final de la obra, en el capítulo dedicado a las bacterias, un saludable recordatorio de que no puede decirse que los organismos modernos sean más evolucionados que los antiguos: «Desde cualquier punto de vista […], las bacterias son y siempre han sido la forma de vida predominante sobre la tierra» (pág. 188).

En resumidas cuentas, Gould se ha esforzado en transmitir aspectos importantes del pensamiento evolucionista y, a pesar de los circunloquios, su excelente oficio acaba persuadiendo de que los «seres humanos estamos aquí gracias a los caprichos de la suerte, no a algún tipo de inevitabilidad impresa en la dirección de la vida o en los mecanismos de la evolución» (pág. 187). Otra cosa es que haya convencido al lector de que ello signifique la consumación de la operación de derribo freudiana: «el destronamiento de la arrogancia humana» (pág. 148). Dadas las circunstancias, me parece más probable que ese lector adopte un lema parecido al que estaba bordado en los cojines de la casa del abuelo de Gore Vidal: «Better nouveau rich than not rich».

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