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Valor de ley, de Ethan y Joel Coen

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Ala gente no le parece posible que una muchacha de catorce años abandone su casa en pleno invierno para vengar la muerte de su padre, pero entonces no pareció tan extraño, aunque he de admitir que no era una de esas cosas que ocurren a diario. Yo tenía catorce años recién cumplidos cuando un cobarde que utilizaba el nombre de Tom Chaney disparó contra mi padre en Fort Smith, Arkansas, quitándole la vida, el caballo y ciento cincuenta dólares en efectivo, aparte de dos piezas de oro californiano que llevaba en el cinturón»: así comienza la película de los hermanos Coen, Valor de ley, con una voz femenina en off, y justamente así empieza también la novela en que está basada, cuyo título original en inglés es True Grit. Ese párrafo anuncia lo que va a ser la novela pero, sobre todo, ilumina el carácter decidido de su protagonista. Y resulta pertinente señalarlo porque esa voz narradora, que los Coen incorporan a su película, es la diferencia fundamental con aquella primera versión cinematográfica, la que hizo en el año 1969 Henry Hathaway, a sólo escasos meses de haberse publicado la novela.

Su autor, Charles Portis, nació en 1933 en la localidad de El Dorado (Arkansas), un lugar con un nombre muy significativo para un autor de novelas del oeste, en cuya colonización tanto tiene que ver la codicia por el preciado metal, asunto de fondo de tantas novelas y que, desde luego, no podía faltar en ésta, aunque sólo sea por esas dos piezas de oro californiano que le son robadas al ranchero Ross, asesinado alevosamente, según nos cuenta su hija. En Norteamérica se considera a Portis un comic novelist, algo así como un novelista de entretenimiento, lo que en el mundo anglosajón no prejuzga la calidad literaria: baste decir que son muchos los que colocan a Chesterton o al genial Evelyn Waugh entre ellos.
 

True Grit se publicó seriada en el The Saturday Evening Post en 1968. Después de ver la película he querido leerla y, aunque hubiera preferido hacerlo en inglés, tuve que conformarme con la edición en español publicada por Random House Mondadori y fechada en febrero de 2011, prácticamente coincidente con la fecha del estreno de la película de los hermanos Coen en las pantallas de nuestro país. Mi experiencia con las traducciones suele ser mala. Recuerdo cosas tan pintorescas como tomar al revisor de un tren por el maquinista; ese «conductor», en inglés, al que se denominaba continuamente conductor: un conductor que revisaba los billetes de los pasajeros. Y no se trataba de cualquier libro, sino de una obra monumental del novelista norteamericano y escritor de libros de viaje, Paul Theroux, publicada por una conocidísima firma barcelonesa. Es lógico preguntarse si la excesiva preocupación por hacer caja no estará echando a perder el estímulo por el trabajo bien hecho, con el consiguiente daño para la cultura de la que se pretende vivir, pues esa es su mercancía o su producto en el caso de las editoriales.

La traducción de True Grit es buena, pero confieso que me inquieté cuando ya en la página 12 me encontré con lo siguiente: «Como Martha, siempre he andado atareada y preocupada por los problemas cotidianos, pero mi madre tenía un espíritu sereno y cálido. Era como Mary y eligió esa buena parte». Habida cuenta de que previamente no se ha mencionado a ninguna Martha ni a ninguna Mary, el lector entra en un estado de perplejidad, del que sale atreviéndose a una conjetura: esa Martha y esa Mary no pueden ser otras que Marta y María, las hermanas del resucitado Lázaro, de las que hablaba el evangelio, la una tan hacendosa, la otra tan pasiva, que, según el mismo Jesucristo, «eligió la buena parte». Conjetura que va haciéndose certeza con la lectura del libro, cuya joven protagonista y narradora se ha formado básicamente con lecturas de la Biblia, según se acredita por las muchas citas y referencias que a ella se hacen, así como por su repetidamente declarada fe presbiteriana. Un pequeño descuido que, como digo, no afea una traducción correcta, que incluye algunas notas a pie de página que demuestran un buen conocimiento del marco en que transcurre la acción.

Una de las mayores virtudes de la novela es, precisamente, la voz narradora, algo que los hermanos Coen saben conservar en su versión cinematográfica. Porque, aunque supuestamente escrita cincuenta años después de los sucesos narrados, recrea vívidamente aquella perspectiva de una niña de catorce años, entreverando el candor y la firmeza a partes iguales. A veces –las menos– es la narradora adulta quien hace apreciaciones sobre la época o sobre el artículo que está escribiendo –así llama a su novela– para quejarse, por ejemplo, de lo poco que pagan los editores de revistas. Y no hay que olvidar que, como ha quedado apuntado, la novela fue publicada por primera vez precisamente en una revista.

Los tiempos de la narración son dos. El primero es el de la acción principal, a poco más de una docena de años de terminada la guerra civil, cuya huella es omnipresente en la biografía de todos los protagonistas, sureños en su mayoría, que afrontan la derrota en la forma de un destino truncado, sometidos a los designios de los vencedores y a ese ferrocarril que simboliza la nueva sociedad que arrasa sus tierras. El segundo, el de la escritura, cincuenta años más tarde, lo que implica una narradora con sesenta y cuatro años que hace balance de su vida y encuentra en ella un episodio central muy superior a cualquier otro, un sol del que no ha podido apartarse nunca lo suficiente y que ahora se atreve a exponer al general conocimiento, preguntándose si todavía vive uno de los protagonistas que más huella le dejaron: «No volví a saber nada de LaBoeuf, el comisario texano. Si aún está vivo, y por un azar lee estas páginas, me agradaría tener noticias suyas».

Y todavía hay un tercer tiempo, muy breve éste, que también pertenece a la acción, en medio de los dos anteriores, veinticinco años después de la acción principal y veinticinco antes del de la supuesta escritura. En él se narra la vuelta a Fort Smith de una Mattie Ross a punto de cumplir cuarenta años, que perdió un brazo en su aventura adolescente, para ver al comisario Rooster Cogburn, el hombre que le salvó la vida. Se trata de un tiempo epilogal, pues el comisario ha acabado sus días exhibiéndose en un circo junto a los otrora célebres forajidos Cole Younger y Frank James, el hermano de Jesse James. Mattie se presenta ante ellos y sólo Cole se levanta de su asiento para saludarla. Y es bonito ver cómo la adulta Mattie conserva el carácter de la niña Mattie cuando, en el momento de despedirse, le dice a Frank James: «No te levantes, escoria». Y, a continuación, la narradora escribe: «Luego me fui. Ahora se dice que fue Frank James quien mató al cajero de Northfield. Por lo que sé, ese sinvergüenza no pasó ni una sola noche de cárcel en toda su vida y, sin embargo, Cole Younger pasó veinticinco años encerrado en la penitenciaría de Minnesota».

Un latido de verdad vivida alimenta la novela que excede los moldes del género del oeste. Quizá tenga que ver en ello el hecho de que su autor naciera más o menos por los años en que se supone que Mattie Ross rememora sus catorce años en el momento de escribir su relato; como también que la acción se sitúe en los escenarios de la infancia y juventud de Portis, su Arkansas natal fronteriza con el Estado de Oklahoma, por entonces conocida como Territorio Indio, una zona parcialmente fuera de la jurisdicción de los Estados Unidos, refugio de muchos individuos buscados por la ley, donde era amo y señor, a través de sus comisarios cazarrecompensas, el juez Isaac Parker desde su sede en Fort Smith. Este juez, que tiene algún protagonismo en la novela, es conocido por la historia con el remoquete de «juez de la horca». No sólo envió a ciento sesenta individuos a la muerte, sino que asistió en persona a buena parte de las ejecuciones.

Con todo esto quiero decir que sus raíces se hunden tanto en la realidad como en la ficción, lo que ha sido cuidado especialmente por los hermanos Coen. Hay un evidente toque local en la novela, una cercanía a lugares y a personajes que llevan a pensar que sólo desde el conocimiento profundo de lo que se escribe, un conocimiento que incluye el impacto emocional de la experiencia, es posible construir una ficción que pueda ser universalmente compartida. Esta novela lo logra con aparente sencillez, permitiendo, además, con igual facilidad el cambio de medio expresivo, es decir, su adaptación al cine.

Y de eso hablaremos ahora. Ya hemos aludido a la primera versión, la de Henry Hathaway con el inevitable John Wayne de protagonista. Hathaway era ese director que nunca logró el favor de los intelectuales, pero sí el del público, un tipo de director que algunas revistas denominaban artesano, por contraposición a los verdaderos artistas, cualidad que sí se reconoce a los hermanos Coen. De ahí la oportunidad de la comparación.

Ethan Cohen declaró en una reciente entrevista que, desde niños, tanto él como su hermano Joel no habían sentido necesidad alguna de volver a ver la versión de Hathaway. De John Wayne comentó que para ellos, más que un actor, era como el monte Rushmore, esa montaña de granito en la que están esculpidas las cabezas de cuatro presidentes norteamericanos, no obstante haber ganado el único Oscar de su carrera por su interpretación del comisario federal Reuben «Rooster» Cogburn.

El caso es que yo sí he sentido esa curiosidad y he vuelto a ver la vieja versión de Hathaway. Y debo decir que no me ha decepcionado. Es una estupenda película que me ha ayudado, además, a entender mejor esa condición de artesanos que se atribuía a determinados directores. Unos profesionales que casi nunca fallaban, que hacían su trabajo de modo impecable. Su sello distintivo no era el de la mirada personal, sino el de la eficacia. Siempre agradaban a los productores, que veían asegurada con ellos su inversión y era muy raro que defraudaran al público. En sus obras había siempre la garantía de un tono medio alto que, en ocasiones, llegaba a la excelencia, como es el caso de la película a que nos referimos ahora, porque, si algún defecto tiene, no es otro que el del género, al responder con fidelidad al arquetipo del western, tan en boga por aquellos años. Pero esa cualidad de artesano implicaba otras cosas, entre ellas una probada capacidad para adaptarse a unos determinados condicionantes, entre los que se incluye el del tiempo de rodaje; de ahí acaso que esta versión de Hathaway, comenzada casi inmediatamente después de que saliera la novela, se rodara a finales del verano y no en el invierno, como requeriría la acción de la misma.

En la versión de los Coen, las cosas son de otro modo desde el primer párrafo en off con que da comienzo la película. Se trata de una diferencia muy poco importante en el devenir general del argumento, pero altamente significativa en los matices; esa especie de densidad, que me atrevo a llamar literaria, que enriquece las imágenes, en las que los personajes se perfilan con más hondura y complejidad. Si tomamos el papel que John Wayne y Jeff Bridges comparten, el comisario Rooster interpretado por el último tiene una encarnadura más poderosa y convincente, y su gesto y voz (hablo, naturalmente, de la versión original) en el juicio en que declara como testigo son ejemplares, aunque no hay necesidad del excesivo subrayado expresionista con que lo presentan los hermanos Coen, hablando a voces desde una letrina de madera.

El escenario es también muy importante en la filmografía de los hermanos, concebido casi como un personaje más. En este caso es el paisaje de invierno lo que retratan, el invierno y la frontera, así como los límites de una civilización que se impone con la norma implacable del patíbulo. Porque si en la obra de Hathaway la naturaleza tenía una exuberancia esplendida, idónea para un western grandioso, en la versión de los Coen la naturaleza es algo más que un escenario, resultando tan inquietante como una alimaña de los montes, acorralada por el hambre y la nieve, lo que impregna el carácter de los hombres. Hay mucho de daguerrotipo de la época en la imaginería, ese patíbulo elevadísimo, esas calles anchas de Fort Smith, las cabañas en el monte, los tipos patibularios, y hay esmero también en los interiores –la hospedería de Mattie, las oficinas, la funeraria– y en el vestuario.

Todo lo que en la versión de Hathaway responde a los códigos de un sobresaliente western se hace aquí más personal, no sólo inspirado en la novela, sino en las ilustraciones y periódicos de la época. Es significativo que, contrariamente a lo que se hizo en 1969 –al tomar a una actriz de veintiún años, Kim Darby, para representar el papel de la niña Mattie, de catorce–, los Coen hayan elegido a una niña de esa edad, Hailee Steinfeld, para lo mismo. Y si en aquella versión el papel de Wayne oscurecía al de los demás, no ocurre así en la de los Coen, en la que, no obstante la enorme presencia y la gran interpretación de Bridges, Matt Damon sobresale en el papel de comisario tejano LaBoeuf, lo mismo que la niña Steinfeld en el suyo.

Hay algo en el cine de los Coen, una aparente –digo aparente– premiosidad que ayuda a la construcción de los personajes; en sus historias, la acción fluye sin ralentizar el paso, pero los caracteres quedan magníficamente subrayados. Sólo uno de ellos estaría bastante por debajo del presentado en la novela, el del villano Tom Chaney, cuyo hondo patetismo, esa condición de perdedor sempiterno y desdichado, al que nada ha salido bien en la vida, queda fuera de la película.

 

Valor de ley está distribuida por Paramount

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