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El maestro y el discípulo

MIGUEL DE UNAMUNO Y BERNARDO G. DE CANDAMO. AMISTAD Y EPISTOLARIO (1899-1936)

Jesús Alfonso Blázquez González

Ediciones 98, Madrid

410 pp.

25 €

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Nada más mendaz que aquel marbete de «raros y curiosos» donde escondemos a los escritores que no conocemos y que, en rigor, acuñó un bibliófilo del XIX, don Bartolomé José Gallardo, con más ánimo eutrapélico que clasificatorio.

Ni raro ni curioso es Bernardo González de Candamo, amigo de Unamuno, nacido el mismo año que su también confidente Juan Ramón Jiménez (1881) y muerto en 1967, solitario sobreviviente de todo un mundo. Vino a él en París, hijo de una familia asturiana linajuda, en casa de unos parientes peruanos muy ricos y toda su vida cultivó, sin apremios ni desgarros, por pura vocación, la literatura. Sólo publicó un libro, Estrofas (1901), colección de doce prosas anfibias con algo de cuento y de poema, que mereció un encendido elogio de Joan Maragall en su artículo «La joven escuela castellana», donde lo emparejaba con las novedades de Baroja (Vidas sombrías, La casa de Aizgorri) y Azorín (El alma castellana), con alusiones de fondo a Unamuno, Altamira y Clarín. Pensó en escribir otro, Fiestas del alma, que hoy nos parece mucho más interesante: hubiéramos registrado así otra acepción de «alma», esa palabra ­comodín de la época, y hubiéramos tenido una colección de ensayitos y semblanzas sobre un índice tentador. El ­libro –como cuenta la carta a Unamuno de 18 de febrero de 1900– hubiera tratado de Amiel, Goethe, Nietzsche, Ruskin, Ibsen, la evolución de la métrica en Francia, Verlaine, el parnasianismo, el simbolismo, el decadentismo, el helenismo, el impresionismo y el prerrafaelismo… Todo apostillado por un epílogo que se titularía «Hacia el ideal». No lo llegó a escribir por escrúpulos de lector y por afán de perfeccionismo, pero, de hacerlo, hubiéramos tenido un documento importante sobre las fuentes del modernismo español. Unos años después, cuando Candamo (siempre dejó en inicial aquel modesto «González» de su apellido) fue secretario de la sección literaria del Ateneo, publicó en la revista Nuestro Tiempo (1905) una conferencia sobre el alcance del movimiento que sigue siendo una de las más pertinentes y certeras visiones de aquella polémica, como ya previne yo al escribir un lejano artículo sobre la autopercepción del modernismo entre no­so­tros. Luego, nunca pasó de ser un articulista asiduo, de buena prosa e ideas muy claras, colaborador de muchas revistas y periódicos, cuya fuente de ingresos era un puesto en la Administración pública (un enchufado, vamos). Fue confinado por la dictadura de Primo de Rivera y quedó cesante, aunque vino a remediarse con una herencia que llegó oportunamente en 1924. Después, vino más silencio que otra cosa, aunque en 1942 fuera compilador y editor de la nutrida selección de Ensayos de Unamuno, publicada por Aguilar (bajo el franquismo, don Manuel fue un benefactor de los viejos mosqueteros de las letras primiseculares: casi tuvo en nómina a Luis Ruiz Contreras y Rafael Cansinos Assens).

Muchas de estas cosas nos las cuenta por menudo el largo estudio introductorio de Jesús Alfonso Blázquez que se lleva algo más de la mitad del volumen de 410 páginas, si se deduce del cómputo un evocador y vivaz prólogo que ha escrito el hijo de nuestro escritor, Luis G. de Candamo. Lo que resta viene ocupado por la transcripción del epistolario que cruzaron Candamo y Miguel de Unamuno, copiosamente anotado. El resultado es un libro entusiasta y algo prolijo, un tanto bisoño, planteado casi como una cuestión personal, todo lo cual no deja de suscitar simpatía en un ámbito demasiado frecuentado por amanuenses probos y poco imaginativos. Apenas lo mancilla algún error (Jaime Freire es el poeta Ricardo Jaimes Freyre; Sagesse y no Sagasse es un libro de poemas de Verlaine, etc.) y delata su pro­cedencia extraacadémica la falta de ­jerarquización de los numerosos datos, algunos demasiado obvios.

Unamuno conoció a su corresponsal en la redacción de Revista Nueva (1899), la publicación de Ruiz Contreras. En su primera carta, el mozo Candamo (1 de febrero de 1900) le pide ­recomendación para Dionisio Pérez y esboza su poética de novicio modernista. Pero Unamuno era un epistolómano (si se me acepta el neologismo) incurable y sólo necesitaba hallar un alma juvenil e idealista para derramarse espontáneamente. Candamo, como Luis de Zulueta (recordemos el memorable epistolario entre ambos que publicó Carmen de Zulueta), tenía alma de admirador. Y Unamuno adoraba la paternidad espiritual, hecha de confidencias personales, recomendaciones arrebatadas y permanentes apelaciones a la filiación espiritual. Era el clima de la época –la de Le disciple, de Paul Bourget, pero también la de Amor y pedagogía– y Geor­ge Steiner hubiera sacado mucho partido de esta colección de cartas al escribir Lecciones de los maestros, su agudo análisis histórico de la relación maestro-discípulo.

La respuesta unamuniana del 12 de febrero es desbordante: pasa de su condena del literatismo (que no debe entenderse como militancia antimodernista: es justo lo contrario) a una defensa de la poesía de lo científico y lo filosófico, propia de quien prefiere «leer mi Hegel y mi Schleiermacher y mi Schopenhauer que echarme al coleto la turbamulta de literatos parisienses». Pero a despecho de esa repugnancia (a la que se une su desdén por el erotismo vigente, 13 de marzo de 1900), Unamuno es un poeta que quiere publicar sus versos y que en octubre maquina escribir una larga composición sobre «María al pie de la cruz», donde la madre de Dios, encarnación de la Humanidad, palpará la muerte de la religión. Y lo hará en unos versos que no suenen con el tamborileo de la rima sino «con la melodía dulce y algo monótona de los versos ingleses». Se trata de un Unamuno moderno que elogia Vidas sombrías y La casa de Aizgorri (29 de diciembre de 1900), pero que se irá distanciando de Baroja y su arbitrariedad. Y que nunca aceptará a Juan Ramón Jiménez, cuya lectura le ha encarecido Candamo: «Casi nunca sabe lo que dice –dictamina–, balbucea y tararea como los loros, imitando lo que ha oído» (1 de julio).

El solícito Candamo le consulta todo y, con pedantería de novel, le habla de sus entusiasmos y sus lecturas, buscando refrendo. A Unamuno le encanta su ingenuidad, «ese entusiasmo contenido, esa vida interior, ese perpetuo soñar y proyectar, todas esas vaguedades son mis veinticinco años. Deje usted a la nebulosa que ella cuajará sus mundos» (31 de agosto). Por eso reprocha las reser­vas de Candamo respecto a José Lázaro, el editor de La España moderna y quien brindó a Unamuno ancha palestra y le publicó los ensayos de En torno al casticismo. Lo importante, le aconseja a su joven amigo, es la bondad y la naturalidad, nunca el recelo. «Acérquese a los vulgares y busque su bondad […]. Déjese pensar y sentir, con la mayor sencillez posible», le recomienda como si hablara con sus héroes de ficción condenados a buenos, los de Amor y pedagogía o el futuro Augusto Pérez de Niebla. Y Candamo le obedece, incluso intentando la lectura del pesadísimo Obermann, de Senancour, aquel libro que tanto en tantos lugares elogió Unamuno.

na carta del padre de Candamo, el 30 de noviembre de 1900, habla del malestar crónico de su hijo y le pide al escritor vasco que ejerza su valimiento ante Romanones para que Bernardo alcance un destino de mil quinientas pesetas anuales. No sabemos cómo ­respondió Unamuno a ese insólito escopetazo paterno, pero la dolencia del joven pretendiente está presente en su carta del 9 de diciembre: «No sé si el exceso de lectura será la causa de este doloroso e insoportable estado de mi alma […]. Necesito una mano fuerte que me guíe». La respuesta unamuniana no se hace esperar. Al enfermo de ­literatismo le aconseja vitalidad y voluntad, porque «yo fui también un onanista mental, hoy estoy fuerte, engendro hijos bastante robustos y tengo la mente limpia de esas lepras». Pero la cadencia de las cartas ralea desde entonces. Y mientras Unamuno le llama a la cruzada contra la «ramplonería ambiente y la avalancha de memez y ñoñería que se nos viene encima» (12 de abril de 1905), Candamo parece haber aprendido su lección. Tiene razón don Miguel y, de hecho, también él ha perdido mucho tiempo con valores tan resecos como Pereda, Echegaray, Pradilla o Moreno Carbonero. Gracias a eso sabe ahora valorar «las fuertes enseñanzas de hombres como usted, como Giner, como Costa, de espíritu, y de corazón, y de ideal. ¡Cómo recuerdo al admirado Clarín!» (21 de junio de 1905).

Pero, a Unamuno, Alas le había defraudado muy tempranamente, cuando no quiso reconocer el valor de sus Tres ensayos de 1900, y tenía sus reservas acerca de Costa y Giner de los Ríos. El tiempo de aquella relación fascinante entre maestro y discípulo había acabado, aunque en Candamo quedaran un recuerdo y una lealtad perdurables. El epistolario –no creo que haya mucho más del aquí editado– salta de 1906 a 1908, de ahí a 1916 y de allí a 1920 y 1922, fechas de las últimas misivas, siempre afectuosas, pero ya muy lejos del fervor compartido de las de 1900. Esa breve novelita epistolar del último año del siglo XIX vale, sin embargo, mucho. Haberla revelado merece la gratitud de los estudiosos y un voto de confianza a ese proyecto editorial que piensa ofrecernos «historia social, política y literaria», «ediciones críticas», «epistolarios inéditos» y «memorias» de toda la literatura española entre 1898 y 1936. 

 

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