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Una historia muy triste

EL CLUB DE LA MEMORIA

Eva Díaz Pérez

Destino, Barcelona

302 pp.

19,50 euros

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Las líneas que siguen a continuación son el resultado de un doble proceso de lectura, simultáneo en el tiempo, si bien situado cada uno de ellos en diferente escala mental, ya que nada más recorrer las primeras páginas de El Club de la Memoria –novela con la que Eva Díaz Pérez (Sevilla, 1971) ha resultado finalista del Premio Nadal 2008– advertí la conveniencia o necesidad de adoptar tan peculiar modo de leer (que no practicaba desde hacía tiempo y tenía casi olvidado).

De un primer ejercicio, muy simple, y posible gracias a la absoluta suspensión de aquella parte de mí misma que algo tiene de experiencia lectora, resultaría, grosso modo, un balance de este tipo: El Club de la Memoria es una novela ágil y entretenida y que se deja leer muy bien, ya que combina la necesaria dosis de intriga y suspense que mantiene vivo el interés del lector con la exposición y explicación pormenorizada del marco y la circunstancia histórica en que suceden las peripecias, repleto de datos y referencias a hechos y figuras relevantes de una parte de nuestro pasado cuya recuperación es imprescindible no demorar más. Porque, en efecto, estamos ante una pieza políticamente correcta según la actual correlación de fuerzas y, casi con toda probabilidad, oportunamente comercial o comercialmente oportuna. Y de ella podría decirse lo que reza en la contraportada: «Una restauradora de viejos documentales que trabaja en la Filmoteca Nacional encuentra una fotografía que despierta su interés y que va a trastocar su existencia. En ella aparece un grupo de componentes de las Misiones Pedagógicas, un proyecto idealista de tiempos de la República que se proponía difundir la cultura por los pueblos de España. Han transcurrido siete décadas, pero los rostros sonrientes del grupo de artistas y maestros, que se hace llamar El Club de la Memoria, ya no van a abandonar a la joven, de forma que sus miedos y sus sueños se van entrelazando con las peripecias de aquellos otros jóvenes tan lejanos cuyas vidas fueron atravesadas por la guerra y el exilio».

De modo que en la novela se alternan capítulos puestos en labios de la investigadora –en primera persona y con un orden lineal– con otros en los que se suceden esos variados testimonios de aquella juvenil experiencia –incluyendo el preludio (con todos los rasgos de época que imaginarse pueda) y el epílogo de la misma (el tan lamentado exilio)–, ya no ordenados cronológicamente sino según el dictado del azar, es decir, los frutos o resultados de la investigación.

En sí mismo, el tema (y cuanto lleva aparejado) me interesa mucho pese a que, salvados unos pocos títulos firmados por autores de probada solvencia, en los últimos tiempos he procurado quedarme al margen de la avalancha de títulos que, con algún que otro pretexto o motivo, pretenden recuperar nuestra memoria histórica. No en vano llevo más de treinta años leyendo sobre nuestra Guerra Civil (ensayos históricos, memorias o autobiografías, y novelas firmadas por cuatro o cinco generaciones distintas de escritores españoles), ya que no es en absoluto cierta la cacareada tesis según la cual no hubo memoria histórica en la narrativa española de la democracia, que la Guerra Civil y/o sus secuelas dejó de interesar como conflicto temático e incluso como mero telón de fondo a nuestros novelistas, y bla, bla, bla. Tesis que, sin embargo –y era de esperar– encontramos defendida en la página 34 de esta novela: «En realidad, era como lo que le estaba ocurriendo a este país, un país condenado a cuarenta años de silencio y ocultamiento y a una transición en la que se había preferido olvidar. Ya era hora de recordar, de abrir los cajones de la memoria, de airear tanto armario de aire rancio».

Pero examinémosla desde premisas estrictamente literarias. Para empezar, un engaño: el tema de las Misiones Pedagógicas es sólo un débil pretexto para pasearnos por los últimos años de la Segunda República, la Guerra Civil, el exilio y el retorno, todo ello tratado a vuelapluma y recalando en los motivos más fáciles y manidos, ya que de aquella aventura poco más se dice (porque aquí apenas se cuenta o se relata) que los datos que pudieran extraerse, por ejemplo, de la reciente exposición dedicada al tema, en el que ahondaron mucho más Dolores Medio en Diario de una maestra (1961) y Josefina Aldecoa en Historia de una maestra (1990), por cierto. Al margen de ello, si las memorias de Adolfo Prieto responden a la voluntad de cumplir con un pacto entre aquellos jóvenes –como se nos asegura en la página 67–, su escritura debería tener un punto de complicidad, algún juego o pacto con los auténticos destinatarios o interlocutores (los coprotagonistas y compañeros de aquella aventura), en vez de resultar tan llana y explícita, para así facilitarle la tarea al lector. Un lector al que se quiere conmover desplegando un empalagoso tono sentimental y manejando un par de leitmotivs muy manidos y que, cuando reaparecen por tercera o cuarta vez tienen la cualidad de enervarnos: «Es ese sueño de un sueño al que me agarro para no perderme, ese sueño que apenas recordamos al despertar, un sueño viejo, pero que nos ha acompañado fielmente toda la vida» (p. 15). Ahora bien, el melodramatismo plañidero no está reñido con la soflama, la perorata y el maniqueísmo, que por lo general van alternándose pero que pueden darse juntos, al unísono: «Qué emoción saber que el pueblo podría leer joyas que permanecían guardadas por el celo egoís­ta de aquellos personajes [la nobleza y el clero]» (p. 37). Tampoco están reñidos con los desaciertos y desenfoques, por no decir errores –sería prolijo mostrarlos, pero aquí nunca se habló de «la España profunda», como si estuviésemos en Kansas o Nebraska; sí de la España negra, o goyesca, o esperpéntica; y señalo esto por no meterme en asuntos históricos relacionados con la generación del 27 o la evacuación del Prado, historia que no fue Alberti quien mejor la contó. En cuanto al estilo, muy a menudo flaquea. Admito que desde que leí lo que un personaje de La voluntad (creo recordar que era Yuste) dice sobre el empleo del símil soy muy intolerante en este asunto, y así, encontrarme tres «como» en dos lí­neas de la página 12 me resulta indigesto. Pero descuidos y flaquezas de este tipo abundan.

Y si pasamos a la parte de la novela que traza la peripecia de la joven investigadora (fabricada con la jaleada pauta del «relato real»), nos encontramos con que ésta le explica una y otra vez al lector lo que ya ha leído (en las memorias o cartas de los personajes), le adoctrina, le avisa de las emociones y enigmas que le esperan, intenta convencerlo de lo «excitante» que es su investigación, llegando a mezclar sus propios recuerdos con los de Adolfo (¡ay, que ya Cernuda nos previno contra según qué familiaridades!), lo que al parecer la autoriza a, después de recorrer el Madrid de aquél, contarnos la llegada de ella a Madrid cinco años antes y luego, cuando va a Toledo, la evocación se extiende hasta Juanelo (pero claro, ya Jesús Ferrero nos había metido de verdad allí, en su novela homónima). Ahora bien, lo que peor se lleva es cuando la investigadora pretende mantener nuestro interés con finales de capítulo «climáticos» y los peo­res recursos folletinescos: «¿Qué otras sorpresas me depararía el misterioso legado de Adolfo Prieto?» (p. 23); «Pero, ¿dónde estaban Adolfo y Val del Omar? ¿Eran realmente ellos o era sólo mi obsesión? ¿A quién saludaban?» (p. 45). Y siguen las preguntas que vuelven más adelante: «Pero, ¿se salvó realmente?».

A Eduardo Mendoza le escuché una vez decir que cuando uno de sus personajes era muy alto, el narrador no se lo contaba al lector: le hacía darse una buena trompada con el dintel de una puerta. Por eso, me resulta difícil creerme que la investigadora «tiene la respiración entrecortada» y que nota «cómo el corazón amenazaba con estallarme de emoción» (pp. 22-23) cuando descubre unas bobinas sin etiquetar. No, no me lo creo sin que al menos una de ellas se le caiga al suelo (para entendernos).

Sí, es en verdad una historia muy triste. 

 

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Ficha técnica

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