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Abolicionismo

ABOLITION: A HISTORY OF SLAVERY AND ANTISLAVERY

Seymour Drescher

Cambridge University Press, Nueva York

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La naturaleza multicultural y universal de la esclavitud ha fomentado la reciente globalización de su historiografía. Seymour Drescher brinda un magistral estudio de las derrotas y los triunfos del abolicionismo. El movimiento para erradicar la esclavitud comenzó de forma vacilante en la época medieval, encontró plena expresión en el noroeste de Europa y en el norte de Estados Unidos en el siglo XIX y ha perdurado hasta hoy. La premisa de los cristianos y musulmanes medievales era que ni siquiera la fe había de esclavizar a sus propios creyentes, a pesar de que esta directriz se desobedeciera con frecuencia en ambas facciones. En la península Ibérica, Las Siete Partidas, del siglo XIII, sancionaban la esclavitud, y los españoles y portugueses iniciaron imperios de esclavos en ultramar dos siglos antes que sus vecinos noroccidentales.

Antes aún que los ibéricos, los musulmanes fueron pioneros en el tráfico comercial de esclavos al obligar a los infieles (chiies incluidos) a la servidumbre y justificar esta práctica con la doctrina de la jihad. En la costa magrebí, cuya economía dependió de la esclavitud y de la piratería durante siglos, los musulmanes blancos vendían de forma habitual a los musulmanes negros a los cristianos. En el África subsahariana, los esclavos –no la tierra, como en gran parte de Europa– eran la única forma legítima de propiedad privada para obtener ingresos. El hecho de que los esclavos fueran la forma principal de capital en África explica la asombrosa velocidad con que el continente empezó a exportar personas a las Américas. Por contraste, la Europa noroccidental aceptó gradualmente a sus campesinos en la comunidad cristiana de hombres libres. Hacia 1500, dependía menos de la mano de obra de los esclavos que África, Eurasia o el Mediterráneo. Entre 1440 y 1540, en el norte de África hubo más europeos esclavizados que africanos en el conjunto de Europa, las islas atlánticas y las Américas. Las justificaciones racionales de la esclavitud siguieron siendo fundamentalmente religiosas hasta el ascenso del racismo «científico» a finales del siglo XIX.

A pesar de que el comercio de esclavos entre África y el mundo islámico superó con mucho a su homólogo transatlántico en número y en longevidad, los europeos realizaron su mayor contribución a la expansión de la esclavitud al transportar a doce millones de africanos al Nuevo Mundo entre 1500 y 1850. Para llevar a cabo esta masiva migración forzosa, que supuso el ochenta por ciento de los emigrantes atlánticos, los europeos necesitaron y recibieron la colaboración de élites africanas a las que los europeos ofrecían dinero y materias primas. Tanto los vendedores africanos como los compradores europeos se beneficiaron de los sistemas de esclavitud existentes, consolidados desde hacía mucho tiempo a lo largo de la costa africana. En el Nuevo Mundo, los africanos reemplazaron a los americanos nativos que morían con tasas de mortalidad récord cuando los europeos les obligaban a trabajar. El espectro de la aniquilación total provocada por las enfermedades y los malos tratos fue más eficaz a la hora de conseguir las restricciones a la esclavitud por parte de la corona española que los ruegos de Bartolomé de las Casas y otros humanitarios. Los esclavos del este de Asia procedentes del imperio de Felipe II eran incapaces de competir en costes de transporte con los trabajadores africanos. Otras fuentes de mano de obra –campesinos, musulmanes y judíos– planteaban obstáculos insalvables: los reyes europeos no querían competir con sus nobles y con las élites urbanas a la hora de buscar mano de obra, esclavizar a los musulmanes hubiera supuesto medidas de represalia contra los cristianos y aunque –al contrario que los musulmanes– los judíos carecían de Estado, los monarcas ibéricos querían que sus colonias fueran religiosamente puras y enviaron a los judíos restantes a galeras, no a las Américas.

A finales del siglo XVII, la mano de obra africana convirtió las colonias europeas en América en algunas de las economías per cápita más productivas del mundo. A lo largo de este largo volumen de densa prosa, Drescher subraya la viabilidad económica de la esclavitud y –en contra de los seguidores abolicionistas de los economistas clásicos– su capacidad para competir y superar a la mano de obra libre en productividad y eficiencia. En el siglo XVIII, las Indias Occidentales británicas siguieron siendo la mayor fuente individual de importaciones extraeuropeas para Gran Bretaña, y el azúcar constituyó la materia prima más valiosa de ultramar importada por Gran Bretaña. Incluso después de la independencia estadounidense, Gran Bretaña se mostró decidida a mantener su imperio de esclavos. La producción esclavista de café y algodón se expandió incluso con mayor rapidez que la del azúcar en las primeras décadas del siglo XIX y un Brasil y una Cuba no libres superaron fácilmente a las Indias Occidentales británicas tras la emancipación de los esclavos en estas últimas.

Los argumentos morales y religiosos integraron la base intelectual más convincente del abolicionismo. Los cuáqueros y los puritanos protagonizaron los primeros ataques políticos eficaces a la esclavitud en Norteamérica. Las revueltas de esclavos –ya fueran en los barcos que los transportaban desde África o en las plantaciones del Nuevo Mundo– y las huidas hacia la libertad a las comunidades de cimarrones fueron menos importantes de cara a la liberación de esclavos que las maniobras políticas de los primeros abolicionistas. En 1780, Pensilvania se convirtió en el primer Estado del mundo en legislar la abolición de la esclavitud racial tras prolongados debates públicos. El incipiente abolicionismo en Estados Unidos también se benefició de un deseo popular de limitar la afluencia de negros –ya se tratara de esclavos o libres– a comunidades formadas por descendientes de europeos. «El sueño de un Nuevo Mundo “blanqueado” no era exclusivo de los norteamericanos, pero Estados Unidos sí que se caracterizó por producir un prolongado movimiento colectivo favorable a la inversión del flujo de africanos hacia el Nuevo Mundo» (p. 140). La Sociedad de Colonización Estadounidense, fundada en 1817, se dedicó a enviar negros de vuelta a África; sin embargo, los afroamericanos rechazaban de forma masiva la oferta del viaje gratuito y preferían permanecer en Estados Unidos.

La Revolución Francesa interrumpió el creciente tráfico de esclavos hacia las colonias de Francia en el Caribe, que estaban exportando nueve veces más café que sus homólogas británicas. La población esclava de Santo Domingo (posteriormente Haití) de quinientas mil personas era la mayor del Caribe, superando al total de todas las colonias británicas. Las treinta mil personas de color libres de la colonia francesa fueron el grupo más acaudalado de estas características en la colonia más rica y más productiva de las Américas. En 1794, la Convención Revolucionaria abolió la esclavitud. Es posible que la abolición fuera el legado más positivo del jacobinismo, que sacrificó al principio de la Ilustración la importante contribución de las colonias de esclavos a las precarias finanzas del Estado. Sin embargo, esta primera abolición por parte de un gran imperio vino también motivada por la Realpolitik: el temor a que las colonias caribeñas de Francia cayeran en manos británicas. El general esclavo, Toussaint Louverture, declaró su lealtad a la república francesa y derrotó a las tropas españolas y británicas en Santo Domingo. Con objeto de mantener una economía viable, Toussaint impuso la mano de obra forzosa y se propuso revivir la importación de esclavos africanos para reponer el suministro de mano de obra, que se había resentido tras una década de enfrentamientos bélicos. Planteó incluso el regreso de los hacendados blancos para administrar grandes plantaciones, ganándose con ello la hostilidad de sus antiguos partidarios, ex esclavos que preferían trabajar sus propios y pequeños minifundios. Aun después de una lucha larga, brutal y exitosa contra el restablecimiento de la esclavitud por parte de Napoleón en 1802, no fue hasta la década de 1830 cuando Haití –oficialmente independiente desde 1804– abandonó la política de la mano de obra impuesta por la fuerza.

Drescher defiende que la rebelión de esclavos violenta inspirada en el modelo de la revolución haitiana contribuyó de manera menos significativa a la abolición que la movilización política en los imperios y países esclavistas. Aunque amedrentó a los propietarios de esclavos por todas las Américas, el modelo de revuelta haitiano no triunfó nunca en Cuba o Jamaica, las mayores colonias de esclavos del Caribe, cuyas exportaciones de azúcar aumentaron espectacularmente durante las rebeliones haitianas. La práctica totalidad de los grandes imperios, especialmente el español y el portugués, movilizaron cifras récord de esclavos procedentes de África durante los años de máxima resistencia de los esclavos (1792-1804). Lo que desencadenó el abolicionismo en la América española no fue la rebelión haitiana, sino la crisis de legitimidad provocada por la deposición del monarca español en 1808 impuesta por Napoleón. A las Cortes de Cádiz les preocupó mucho menos la suerte del medio millón de esclavos de sus colonias que sus diez millones de habitantes libres. Estos últimos, incluidos los indios, recibieron derechos políticos; no fue así en el caso de los primeros, incluidos sus descendientes libres. Aunque Simón Bolívar se mostró ambivalente en torno al abolicionismo, en el período subsiguiente a la independencia de la América española, la lucha entre liberales y conservadores obligó a ambos a tratar de obtener el apoyo de los esclavos y a ofrecer la eliminación de la esclavitud. Sin embargo, en toda la zona gobernada por España en 1810 se importaron muchos más esclavos procedentes de África entre 1810 y 1825 de los que fueron liberados por las nuevas repúblicas. Brasil era incluso más dependiente de la esclavitud que ninguna colonia de la América española y su adicción pasó a ser incluso mayor tras la independencia en 1822. Con sus finanzas dependientes del comercio de esclavos y de la mano de obra de las plantaciones, los imperios ibéricos se resistieron al abolicionismo mucho más que sus homólogos británicos y franceses en vías de industrialización. España careció de un movimiento abolicionista relevante hasta el final del siglo XIX y se ganó la dudosa distinción de ser la primera y la última potencia europea que importó esclavos africanos en las Américas en el curso de tres siglos y medio1. Políticos autoritarios, élites capitalistas y la mayor parte de la sociedad –incluida la Iglesia católica– demostraron tener una actitud muy tolerante hacia la esclavitud.

El movimiento abolicionista más potente, el británico, no fue un resultado del declive económico de la esclavitud. Por el contrario, los territorios bajo control británico produjeron más de la mitad del azúcar que llegó a Europa en 1807, un incremento sustancial desde menos de un tercio en 1775. Tampoco fue el antiesclavismo un sustituto de la lucha de clases. El abolicionismo fue, por el contrario, una consecuencia de los esfuerzos de un sector sustancial de la sociedad civil cuyas numerosas asociaciones voluntarias se beneficiaron de un sistema de comunicaciones abierto y del derecho de elevar peticiones al Parlamento. Muchos británicos se preguntaron cómo era posible que la nación más libre, próspera y más moral del mundo pudiera perpetrar el sistema de mano de obra más funesto, brutal e inmoral del mundo. Esta repulsión moral motivó que muchos disconformes –unitarios, congregacionistas, baptistas y metodistas– siguieran el ejemplo de los cuadros cuáqueros del movimiento. Los obreros de Manchester se movilizaron en apoyo de la libertad y contra las injusticias tanto para los africanos como para las tripulaciones explotadas de los barcos negreros. La restauración de la esclavitud por parte de Napoleón en 1802 alineó a los abolicionistas británicos con los patriotas antifranceses tradicionales. Ambos veían a los rebeldes haitianos como aliados frente al enemigo liberticida francés. En 1807, los británicos antinapoleónicos abolieron el comercio de esclavos y en 1814 el abolicionismo dio lugar a la primera organización de derechos humanos. La única disposición extraeuropea que surgió del Congreso de Viena fue una condena internacional del comercio de esclavos. Para reforzar la prohibición, Gran Bretaña promovió la formación de los primeros tribunales supranacionales. Las enérgicas campañas llevadas a cabo por inconformistas, mujeres y negros dio lugar a la abolición británica de la esclavitud en 1833. En muchos sentidos, la emancipación fue el primer gran triunfo de las organizaciones no gubernamentales.

Sin embargo, entre 1826 y 1850, el volumen del comercio de esclavos transatlántico disminuyó en sólo un cinco por ciento. Hacia 1850 había cinco millones y medio de esclavos trabajando en las Américas, más que en cualquier otro período en la historia del Nuevo Mundo, y Asia y África tenían tres veces ese número. Los primeros abolicionistas se centraron casi siempre en el esclavismo transatlántico y aparcaron la esclavitud no occidental en un olvido relativo. La emancipación de esclavos en África y Asia supuso la imposición de un marco progresivo europeo a las sociedades no occidentales, especialmente al mundo islámico, donde no surgió ningún movimiento abolicionista significativo. De hecho, la presión occidental para abolir la esclavitud provocó rebeliones en Arabia y Túnez en las décadas de 1840 y 1850.

El sur de Estados Unidos constituyó otro ejemplo en el que el sistema de esclavos se vio atacado en el cenit de su productividad económica. En ingresos per cápita, el sur de mediados del siglo XIX iba únicamente a la zaga de Gran Bretaña y el norte de Estados Unidos. De acuerdo con los estándares globales, los sectores industriales y comerciales del sur eran florecientes. Sin embargo, el éxito del movimiento británico sirvió de inspiración a los abolicionistas estadounidenses del norte –incluidas muchas mujeres–, que formaron literalmente cientos de organizaciones locales contrarias a la esclavitud en la década de 1840. Las motivaciones de otros antiesclavistas estadounidenses escondían menos sentimientos humanitarios: el temor a que una mano de obra negra barata hiciera bajar los salarios y un profundo sentimiento de desconfianza hacia un sur dinámico que estaba intentando extender la esclavitud a los nuevos territorios estadounidenses del oeste. Las tensiones entre el norte y el sur explotaron en un conflicto extremadamente violento entre ambas facciones en 1860, pero, al igual que en las guerras de independencia hispanoamericanas, la guerra civil estadounidense no se convirtió en una batalla contra la esclavitud hasta 1862, cuando el presidente Abraham Lincoln necesitó hacer frente a la resistencia bélica del sur mediante el empleo de negros libres y esclavos como soldados y trabajadores asalariados para las tropas del norte.

En muchos sentidos el abolicionismo se enfrentó a sus mayores desafíos en África y Asia. A mediados del siglo XIX, India acogía probablemente a más personas con un estatus servil que cualquier otra unidad política. En el imperio otomano, el comercio de esclavos alcanzó su punto más alto durante el tercer cuarto del siglo XIX. En África, el comercio y las redadas de esclavos alcanzaron su cenit a finales del siglo XIX. Sólo la presión exógena del abolicionismo occidental, enraizado en las sociedades civiles europeas, limitó y erradicó finalmente la esclavitud en gran parte de la África y la Asia musulmanas (y no musulmanas). El antiesclavismo se convirtió de forma retroactiva en una base lógica moral para el colonialismo y el imperialismo europeos, a pesar de que las potencias europeas se mostraran en la práctica reacias a perturbar las economías locales que dependían de los trabajos forzosos.

En el siglo XX, el nazismo y el comunismo revivieron la esclavitud (o los trabajos forzosos) y, a modo de respuesta, el abolicionismo. Las colonias del gulag ofrecían las mismas ventajas carcelarias que tuvieron las islas caribeñas aisladas. Las migraciones internas forzosas en la Unión Soviética igualaron en número a los trabajadores que se vieron obligados a emprender la migración transatlántica. Durante la Segunda Guerra Mundial, el gulag fue mucho menos trascendental para la economía de guerra soviética que el sistema de trabajos forzosos racializado de la Alemania nazi. Este último movilizó a trece millones y medio de extranjeros, doce de ellos involuntariamente, incluido un número incalculable de niños. Los judíos y los gitanos –pueblos sin Estado– eran menos que esclavos. Los nazis aniquilaron en sólo cinco años a más trabajadores de los que se perdieron en las travesías transatlánticas durante cuatro siglos. Sólo un esfuerzo militar masivo llevado a cabo por una coalición de los países más poderosos –no un movimiento de la sociedad civil alemana, que se mostró completamente indiferente al sufrimiento de judíos y otras personas– pudo acabar con el sistema de esclavos nazi.

Este valiosísimo libro es desgraciadamente pródigo en errores de escritura, de puntuación y en erratas. Las repeticiones consumen espacio. Y, lo que es más significativo, las constantes afirmaciones del autor en torno a la viabilidad económica –si es que no la superioridad– de la mano de obra esclavizada me parecen algo cortas de miras. Las sociedades esclavistas denigran la mano de obra y se muestran reacias a educar a sus trabajadores. Limitan severamente, por tanto, su propio desarrollo económico. No es ninguna casualidad (como dirían tanto los marxistas como los smithianos) que las sociedades más ricas del mundo fueran las que primero abolieron formas de trabajo no libres y las que promovieron a renglón seguido el abolicionismo en todo el mundo.
 

Traducción de Luis Gago

Este artículo ha sido escrito por Michael Seidman especialmente para Revista de Libros

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