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Leer en el Siglo de Oro

Comunicación, conocimiento y memoria en la España de los siglos XVI y XVII

FERNANDO BOUZA

Publicaciones del seminario de Estudios medievales y renacentistas, Biblioteca Española del siglo XV, Salamanca, 152 págs.

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Fernando Bouza, o el lector incansable, vuelve a demostrar en este libro lo que ya había demostrado en obras anteriores: su excepcional nivel de conocimientos sobre la producción impresa de los siglos XVI y XVII y los archivos públicos y privados 1 . Pero en este ensayo, cuyo origen radica en un seminario impartido en la Universidad de Johns Hopkins en Baltimore (EE.UU.), Fernando Bouza se ha planteado un objetivo especialmente ambicioso: «Hacer un esbozo de la historia de la comunicación en los Siglos de Oro españoles que reuniera bajo un mismo objetivo, que no fue otro que la voluntad de conocer y crear memoria, las voces, las imágenes y los textos escritos». Su libro, denso y elegante, responde perfectamente a este difícil desafío. Su primera originalidad reside en la vinculación que establece entre las hábitos de lectura y los usos de la escritura manuscrita, unas temáticas que los historiadores, tanto españoles como los de otros países, han mantenido artificialmente separadas. Los historiadores de la lectura han privilegiado el estudio de los niveles de alfabetización, deducidos de los porcentajes de firmas en los documentos notariales o eclesiásticos; de la desigual presencia de los libros entre los diversos medios sociales, tal como la registraban los inventarios de bibliotecas privadas; o, finalmente, de las diferencias en cuanto a la importancia cuantitativa o la composición temática de estas bibliotecas. Pero la atención dada a estos temas apenas se ligó al estudio de las prácticas de la escritura. Hace poco tiempo, Armando Petrucci notaba que el estudio de los productos de la escritura entre los siglos XVI y XVIII era una verdadera terra incognita pese a los esfuerzos de los historiadores que, como él mismo, identificaron la pluralidad de los usos (políticos, administrativos, religiosos, privados, etc.) asignados a lo escrito, cualquiera que fuera su forma: epigráfica, pintada, manuscrita o impresa. La primera intención del libro de Fernando Bouza es precisamente reconstituir en su totalidad la «cultura gráfica» de la España áurea sin trazar fronteras artificiales entre las diversas prácticas que la constituían.

Fernando Bouza reconoce sin duda alguna que leer y escribir en la época moderna pertenecían a dos modelos distintos de aculturación. Aprender a leer respondía fundamentalmente a la voluntad de una Iglesia que deseaba que los fieles interiorizasen los dogmas religiosos gracias a la lectura de catecismos, guías espirituales u obras piadosas. El aprendizaje de la escritura dependía del deseo de las comunidades o individuos, que veían en la escritura un instrumento que permitía una gestión más eficaz de la economía doméstica y la promesa de ascenso social. Cada aprendizaje tenía sus técnicas específicas (deletrear o copiar), sus tiempos propios (se aprendía a escribir después de adquirir competencia de lectura) y sus fines particulares (someter el lector a la autoridad de los textos o bien permitir al escribiente sustraerse a los controles y las censuras).

Esta división gobernaba la ideología que hacía que se considerase suficiente, tanto para los medios populares como para las mujeres, el aprendizaje exclusivo de la lectura. El canónigo Pedro Sánchez reproducía esta idea en su Árbol de la consideración y varia doctrina (publicado en 1584) al describir a la mujer ideal: «Rece ella muy devotamente en unas cuentas y si supiese leer, lea en libros de devoción y de buena doctrina, que el escribir quédese para los hombres». Sin embargo, los humildes y las mujeres que se apropiaron con labor y pena de la escritura franquearon los límites de los modelos impuestos. Los «papeles» mencionados en los inventarios notariales o conservados en los archivos dan testimonio de una práctica de la escritura en los medios populares mucho más difundida de lo que se había pensado. Registros de cuentas, libros de familia y diarios personales indican que tanto las necesidades de la economía artesanal o mercantil como las aspiraciones de los individuos fundaron el deseo de escribir entre aquellos y aquellas que, en teoría, debían quedarse en la ignorancia de su práctica.

Además, aun para quienes no sabían escribir o ni siquiera leer, no era imposible la entrada en el mundo de la cultura escrita. Fernando Bouza hace inventario de los diversos soportes que aseguraban este «elevado grado de familiaridad con la escritura que tenían los no letrados»: la presencia sobre las paredes y las fachadas de los carteles, edictos, anuncios o graffiti; la importancia de la lectura en voz alta que permitía transmitir lo escrito a los iletrados (pensemos en los segadores del Quijote escuchando la lectura de las novelas de caballerías); o la creación de nuevos mercados y nuevos públicos para los textos impresos. Los pliegos sueltos, vendidos por los buhoneros (ciegos o no), difundían en las capas más humildes de la sociedad romances, coplas, relaciones de sucesos y comedias. Con todos estos datos presentes no debe sorprendernos el diagnóstico que hace Fernando Bouza sobre la transformación de la cultura alta moderna en una «civilización de impronta escrita», una civilización en la cual el gobierno de los súbditos y espacios se basaba en las escrituras, el saber letrado se constituía a partir de las lecturas de los libros, y la cultura del pueblo estaba en estrecho contacto con la circulación de textos impresos baratos y compartidos.

Pero resumir así este libro sería traicionarlo. Fernando Bouza es un historiador que rechaza las simplificaciones y que sabe percibir la complejidad de las cosas. En primer lugar, Fernando Bouza muestra que las conquistas de la producción impresa no significaron de ninguna manera la desaparición de los usos múltiples de los manuscritos. Éstos circulaban como signo de distinción en el caso de las instrucciones que los nobles componían para sus hijos y cuya forma manuscrita permitía la incorporación constante de correcciones y adiciones. Eran una modalidad muy importante de la reproducción de los textos (tal como lo indican las numerosas copias manuscritas de textos impresos) y una forma frecuente de publicación de algunos géneros: los libelos o sátiras políticas, las obras poéticas reunidas en misceláneas, o los textos heterodoxos.

Estos manuscritos se constituían sobre todo como los almacenes donde se conservaba la memoria escrita de las lecturas de los lectores letrados que hacían escolios manuscritos junto al texto impreso, confeccionaban cuadernos o cartapacios de citas, y elaboraban pequeños resúmenes del contenido de los libros leídos. Todas estas prácticas se refieren a una misma técnica intelectual: la de los tópicos o lugares comunes. El lector letrado de los siglos XVI y XVII era un lector que confrontaba, comparaba y cotejaba los textos, que los leía para extraer citas y ejemplos, y que indicaba en los márgenes los pasajes que retenían su atención. Es así que Lope de Vega indicaba a su hijo en el prólogo de la comedia El verdadero amante: «Si no os inclináredes a las letras humanas, de que tengáis pocos libros, y esos selectos, y que le saquéis las sentencias, sin dejar pasar cosas que leáis notable sin línea o margen». Los cuadernos de lugares comunes recibían las «sentencias» así «marginadas», distribuidas entre temas y tópicos y disponibles para asegurar la «copia verborum ac rerum», es decir, las citas y ejemplos necesarios para la composición de cualquier discurso en el Renacimiento.

Si la imprenta no hizo desaparecer los manuscritos, tampoco la cultura escrita acabó con el papel de la oralidad o de las imágenes. En un análisis muy original, Fernando Bouza subraya que en los siglos XVI y XVII los tres modos de la comunicación (las palabras habladas, las imágenes pintadas o grabadas, la escritura manuscrita o tipográfica) estaban considerados como formas igualmente válidas del conocimiento y podían designar «la cosa mesma y también el mesmo concepto», como escribió el portugués Diego Henriques de Vilhegas en 1692 en un libro titulado Leer sin libro. Semejante equivalencia no ignoraba, sin embargo, el carácter propio de cada una estas modalidades de expresión: así la fuerza «performativa» de la palabra que maldice, conjura o convence, la capacidad de la imagen de hacer presente lo ausente (por ejemplo, el rey a través de su retrato), o las posibilidades de reproducción y conservación sólo otorgadas por lo escrito. De ahí las transformaciones de un «mismo» discurso de una forma a otra (circuló así entre rumores, pinturas e impresos la creencia según la cual había sobrevivido el rey Sebastián I de Avis), o el uso simultáneo de los tres recursos en un mismo objeto (los emblemas) o una misma práctica (la predicación).

Contra una concepción demasiado lineal y sencilla de la historia, Fernando Bouza propone otra visión que hace hincapié en las herencias e hibridaciones culturales: «Lo escrito siguió manteniendo una viva e intensa relación con esas otras dos formas de comunicación, conocimiento y memoria [las imágenes y las voces], quizá porque también en él había algo de la esencia creativa que hemos visto aparecer en una voz que increpa o bendice y en las poderosas imágenes cuya visión era propiciatoria». En el mundo que nos describe Bouza, los medios de expresión intercambian o agregan sus poderes, los textos y las imágenes circulan entre las élites y los iletrados, el «vulgo» se vuelve lector mientras que los cortesanos prefieren las palabras habladas. Este libro, que corrige muchas ideas y visiones tradicionales, tiene el formato de los pliegos sueltos del Siglo de Oro. Merece, por muchas razones, el amplio público lector que aquéllos encontraron.

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Ficha técnica

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