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Una genealogía de la desilusión

A Singular Woman: The Untold Story of Barack Obama’s Mother

Janny Scott

Nueva York, Riverhead, 2011

The Other Barack: The Bold and Reckless Life of President Obama’s Father

Sally Jacobs

Nueva York, Public Affairs, 2011

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Para aquellos que esperábamos que la elección de Barack Obama supusiera un alejamiento de las políticas de derechas, el fracaso de liderazgo del presidente ha sido clamoroso. Muy pocas veces unas expectativas desaforadas, y aun las escépticas o cautelosas, se han visto desinfladas con tanta rapidez. Desde el mismo momento en que anunció su equipo y los nombramientos de su gobierno (Rahm Emanuel, Timothy Geithner, Lawrence Summers, Hillary Clinton, Robert Gates et altera), quedó claro que Obama tenía la intención de manejarse con las mismas reglas de Washington que habían generado los desastres resultantes de las decisiones de George W. Bush, y que él había heredado. Obama se había retirado, como de costumbre, a los dominios de la política. Nunca miró hacia atrás. No hacía falta ser un utópico sentimental para sentirse desilusionado.

En los asuntos domésticos, el respeto deferente de Obama hacia el consenso de Washington le hizo abandonar la audaz actitud que había articulado durante su primera campaña electoral en su «discurso sobre la raza» en Filadelfia, cuando atacó la manipulación de las hostilidades raciales para dividir a los trabajadores negros y blancos. Nadie que aspirara a un alto cargo en Estados Unidos había hecho algo semejante desde la década de 1890. Pero, una vez en el poder, Obama abandonó enseguida toda pretensión de promover la democracia social. Después de conseguir la aprobación de un paquete de medidas de estímulo, rápida (e ilógicamente) abrazó el evangelio de la austeridad predicado por los despotricadores del Tea Party y los expertos «centristas». Lo cierto es que el presidente desempeñó un papel decisivo a la hora de legitimar este credo corrosivo que, a pesar de su tendencia a exacerbar la recesión, se ha convertido ahora en ortodoxia a ambos lados del Atlántico. En su primer discurso sobre el Estado de la Unión, dado en enero de 2010, cuando su partido aún tenía el control de ambas cámaras del Congreso, Obama anunció una congelación de tres años en los gastos discrecionales (exceptuados los de defensa), una medida que él mismo había calificado de un «ejemplo de injusto compartimiento de cargas» y de «utilizar un hacha cuando lo que se necesita es un bisturí» cuando fue propuesta por John McCain durante la campaña de 2008.

Pocas veces unas expectativas desaforadas se han visto desinfladas con tanta rapidez

En el mismo discurso, Obama hizo suya la falsa analogía entre presupuestos federales y presupuestos de los hogares, pasando por alto (para empezar) el control de la fiscalidad y la oferta de dinero. «Las familias están apretándose el cinturón y tomando decisiones difíciles por todo el país», dijo. «El gobierno federal debería hacer lo mismo». Su desconcertante timidez culminó en su lánguida respuesta a los «halcones del déficit» durante la crisis del techo de la deuda del verano de 2011. Recientemente, la postura de Obama ha empezado a mostrarse más firme como respuesta al movimiento Occupy. Por fin ha empezado a hacer una crítica populista de la desigualdad sistémica, pero queda por ver cuán prolongada o eficaz será esta nueva postura.

La deferencia de Obama hacia el poder establecido ha resultado incluso más sorprendente en los temas relativos a la seguridad nacional. Este era el ámbito, sin embargo, en el que más había prometido. Tras haberse opuesto a la guerra de Irak «no sólo en su ejecución sino en su concepción», parecía abrigar un saludable escepticismo hacia el intervencionismo. Y aseguró a los libertarios civiles que él invertiría la deriva de la administración Bush hacia la tiranía del ejecutivo. Renunciaría a la tortura y al «traslado extraordinario» de prisioneros a los «puntos negros» de la CIA en que se practicaba la tortura. Cerraría Guantánamo, y acabaría con la detención indefinida y la vigilancia sin una orden judicial. Esto es lo que se nos hizo creer.

Pero, en la práctica, el presidente Obama se ha mostrado mucho más comprometido con la continuidad en la política de seguridad nacional de lo que prometió el candidato Obama. A pesar de intermitentes y retóricas demostraciones de su aversión hacia la tortura, la administración Obama ha continuado con los traslados de prisioneros a otros países, con las detenciones indefinidas y con la vigilancia sin una orden judicial, al tiempo que ampliaba la doctrina de los secretos de Estado esgrimida para ocultar esas prácticas de la vista de los ciudadanos. La base de Guantánamo sigue operativa, fuera del alcance de las leyes civiles. Aunque la frase «guerra al terror» ha caído oficialmente en desuso, la carta blanca que proporcionaba para las intervenciones militares en el extranjero permanece intacta. Las suposiciones providencialistas siguen prestando a las aventuras imperialistas estadounidenses un aura de santidad. El discurso de aceptación de Obama del premio Nobel se explayó en todos los consabidos tropos, incluido un ingrediente familiar: los Estados Unidos en las fronteras de la libertad, combatiendo durante sesenta años una guerra contra la tiranía que culminó en la batalla por Afganistán. Aparte de los ecos de Reinhold Niebuhr –el ceño fruncido, la renuencia fingida a utilizar la fuerza–, las palabras podrían haber sido pronunciadas por George W. Bush.

Entre sus apologetas, la capitulación ante la convención por parte de Obama tiene dos explicaciones principales. Una pone el énfasis en la hostilidad reglamentada de sus oponentes, avivada por el resentimiento cargado de racismo ante la presencia de un negro en la Casa Blanca. Nadie puede culpar a Obama por su renuencia a provocar violencia racista, a pesar de que, independientemente de cuál sea la cautela con que tome sus decisiones, no pueda satisfacer nunca a sus detractores de la derecha. La otra explicación es que Obama no fue jamás, en primer lugar, tan radical: su manera de acercarse a la política, moldeada por su experiencia como un organizador comunitario en Chicago, ha sido siempre conciliatoria. Cree realmente en las banalidades del bipartidismo. Pero esto no consigue explicar su retirada a toda prisa de las posturas audazmente articuladas que adoptó en su campaña, lo cual apunta a algo más complejo que un político dando marcha atrás en aquellas promesas que sabía que no podría cumplir.

Enfocar la imagen nos exige plantear preguntas sobre los orígenes del temperamento del presidente. ¿Cómo desarrolló Obama su paradójica combinación de fiera ambición y persistente timidez? Parte de la explicación radica en sus accidentados orígenes familiares. Dos libros recientes, sendas biografías de su padre y de su madre, pueden ayudar a proporcionar una genealogía de la desilusión, al tiempo que ofrecen una explicación más completa de cómo Obama acabó por desilusionar tan profundamente tanto a sus partidarios como, quizás, a sí mismo.

The Other Barack, de Sally Jacobs, cuenta la triste historia del padre del presidente. A pesar de su prosa ocasionalmente pedestre, la biografía es pródiga en detalles y carece de sentimentalismos en sus juicios. Barack Obama sénior emerge como una pequeña figura trágica. Era listo y ambicioso, y se mostró deseoso de formar parte de la primera generación de kenianos que gobernaron su país después de concluido el dominio británico. Adolecía también de una arrogancia desmesurada, de una seguridad dogmática y de una afición autodestructiva por el Johnnie Walker etiqueta negra. A pesar de su extraordinario talento, que lo condujo desde la zona rural de Luoland, al oeste de Kenia, hasta el programa de posgrado en Economía en Harvard, acabó su vida a los cuarenta y ocho años como un burócrata de nivel medio en Nairobi, un borracho empedernido, casado recientemente y padre de nuevo, aunque distanciado de todas sus mujeres e hijos anteriores. Mientras conducía de vuelta a casa desde un bar tras una larga noche de «dobles dobles», se estrelló contra el tocón de un eucalipto y murió en el acto.

Obama abandonó enseguida toda pretensión de promover la democracia social y abrazó el evangelio de la austeridad

Las patologías de Barack sénior contaban con su propia genealogía. Su padre, Onyango Obama, era un empleado doméstico en Nairobi, donde se obsesionó con las maneras inglesas. Un patriarca severo, aterrorizaba a sus mujeres e hijos, e intimidaba a la mayoría de los habitantes del pueblo con su hogar hiperorganizado. A pesar de su desprecio por el atraso de los kenianos rurales, se burlaba de los aires de supuesta superioridad británicos. El cristianismo, estaba convencido, alentaba la sumisión al yugo imperial: «Sólo un idiota mostraría piedad hacia un enemigo». Tras convertirse al islam, a los veintipocos años pasó a ser Hussein Onyango. Frustrado por la incapacidad de su primera mujer para tener hijos, raptó a una segunda, Akumu Njoga, que se convirtió en Habiba después de su propia conversión. Baraka («bendición» en árabe) nació en 1936.

Baraka fue tratado con cariño y adorado incluso por su padre, que ignoraba a las hermanas del muchacho. Pasó a llamarse Barack a los seis años, cuando se convirtió al cristianismo. (Parece ser que a su padre, un musulmán no especialmente practicante, no le afectó lo más mínimo la conversión.) Barack fue a un colegio de misioneros fundado por los adventistas del séptimo día. Tenía que recorrer cinco kilómetros a pie pero, al contrario que sus compañeros de clase, llevando zapatos. Su padre le dijo: «Quiero que llegues más lejos de donde yo estoy». Cuando volvía a casa todos los días, el niño tenía que recitar sumas a su padre mientras permanecía de pie junto a la mesa de la cena. Si era ligeramente menos que perfecto, se le prohibía sentarse y comer, o lo encerraban con llave en su habitación durante toda la noche. La familia poseía un gramófono, pero su uso estaba regido por reglas estrictas. «Barack siempre quería bailar –recordaba su amigo Akello –, pero Onyango sólo le dejaba un rato. Un par de canciones. Un disco. Y luego se acabó». El placer había de ser cuidadosamente racionado.

Cuando Habiba lo rechazaba, Onyango frecuentaba a otras mujeres, incluida la que se convirtió en «Mamá Sarah», que ejerció en la práctica de abuela del presidente. También se dedicaba a pegar a Habiba. Una noche, después de casi haberla matado, ella huyó a Kolonde junto a su familia. Barack y su hermana se quedaron desconsolados. Recorrieron a pie ciento sesenta kilómetros para intentar que volviera. Ella se negó. El padre de los niños fue a recogerlos, citando el proverbio que habría de utilizar para describir la vida errante de su hijo: «Para el pájaro, el mundo nunca está demasiado lejos».

En el colegio, Barack desarrolló el insistente estilo argumentativo del que haría uso durante toda su vida: «No sabes de lo que estás hablando. Estoy diciéndote lo que yo sé». Era un estudiante desobediente, pero aprobó sin ningún problema el exigente examen de ingreso para matricularse en Maseno, un colegio anglicano de elite fundado en 1906 para los hijos de los jefes luo, que se convirtió en el lugar en que habría de formarse la primera oleada de nacionalistas kenianos. Barack infringía todo el tiempo las reglas: salía a hurtadillas del campus para beber con los gamberros del pueblo u hollaba el sacrosanto césped del colegio. Finalmente fue expulsado. No se le permitió continuar para obtener el Cambridge School Certificate, el billete que podía permitirle proseguir su educación. Cuando Onyango se enteró de esto, le pegó con saña hasta hacerle sangre.

Onyango Obama escribió a Stanley Dunham diciéndole que «no quería que la sangre de los Obama se viera mancillada por una mujer blanca» 

En medio de la rebelión los Mau Mau y la aparición de nacionalistas como Jomo Kenyatta, Barack se trasladó a Nairobi. Aceptó un trabajo de oficinista en un bufete indio y entró en contacto con el movimiento sindicalista, incluido el carismático Tom Mboya, que habría de convertirse en el principal lugarteniente de Kenyatta. Mboya, al igual que Barack, era arrogante y seguro de sí mismo, un buen y joven partido al que le gustaba ponerse esmoquin y bailar con mujeres jóvenes y elegantes. Barack era un excelente bailarín, dice Jacobs, «con su esbelta figura lanzándose elegantemente a bailar una rumba o haciendo girar a su compañera a toda velocidad en la danza mach, mientras su omnipresente cigarrillo Sportsman sobresalía sesgada y desenfadadamente de sus anchos labios». Conoció a su primera mujer, Grace Kezia Nyandega, en la pista de baile. Se casaron en 1957 según la ley consuetudinaria de los luo, por consentimiento de la comunidad.

Barack estaba harto de su trabajo y pensaba que no se encontraba a su altura. Matemáticamente perspicaz, ansiaba ser economista. Entre los activistas de Nairobi se encontraba Elizabeth Mooney, una profesora de alfabetización para adultos de Texas, de cuarenta y tres años, que ofreció a Barack un trabajo como su secretario. Él cultivaba un aspecto académico, con gafas con montura de carey y pipa. Mooney pensaba que era excepcionalmente prometedor: su efervescencia, su seguridad en sí mismo y su «voz penetrante, ahora madurada, que podía poner firmes a varias personas dormidas en el interior de una habitación desde el pasillo de fuera». Le dio consejos durante el proceso de echar solicitudes para varias universidades estadounidenses. Cuando Barack fue admitido en la Universidad de Hawái, su triunfo fue celebrado en los pueblos luo de su infancia. Iba a ser un Gran Hombre. Pero su mujer, Kezia, no estaba tan contenta, e incluso Onyango se mostró «curiosamente desconsolado». El pájaro volvía a emprender el vuelo. De todos modos, necesitaba dinero. Consiguió algo del Instituto Afroamericano y de la Fundación de Estudiantes Afroamericanos, pero la mayor parte lo aportó Mooney.

En Hawái, Barack intentó reinventarse por todos los medios. Nunca hizo mención de su mujer y de sus hijos, que había dejado en Luoland, a menos que ello sirviera a sus intereses. Llevaba maletín, camisas de cuellos abotonados, zapatos negros de cordones, a veces incluso una corbata. La facultad era un asunto serio. Invitado a debatir sobre una propuesta de East-West Center con el presidente de la universidad en un cóctel muy elegante, vislumbró el mundo que quería habitar. Para relajarse, salía con los intelectuales en ciernes, que constituían un proyecto de contracultura. Un integrante de este grupo, Neil Abercrombie (más tarde congresista estadounidense y gobernador de Hawái), recordaba cómo Barack había disertado sobre el colonialismo y sus secuelas, pero también que no tenía ninguna paciencia con aquellos a los que consideraba inferiores, que era casi todo el mundo; hablaba sin prestarles ninguna atención, valiéndose de su pipa para enfatizar enérgicamente lo que decía.

No todo eran sesudas discusiones. Los rebeldes, tan pendientes de su propio ombligo, comían pizza; escuchaban a Sonny Terry y Brownie McGhee cantar el blues; hablaban de Kafka, Dos Passos y los maestros zen. Había mucho de poses petulantes e inmaduras, pero también el sentimiento extendido, por vago que fuera, de que una enorme transformación social se encontraba flotando por el aire. La retórica grandilocuente de John F. Kennedy alimentaba el sueño estadounidense recurrente de la regeneración del mundo. Como un africano negro situado en la vanguardia del ansia independentista de su país, Barack estaba decidido a estar en el centro de cualesquiera cambios que se produjeran.

The Other Barack cuenta la triste historia del padre del presidente. La biografía es pródiga en detalles y carece de sentimentalismos

El East-West Center fomentaba las ambiciones globales y atraía a los jóvenes prometedores. Uno de ellos fue una muchacha de Seattle llamada Ann Dunham, que se convertiría en la esposa de Barack y en la madre del presidente. Su padre, Stanley, era inquieto e ineficaz, un vendedor de muebles lleno de grandes planes y chistes malos; su madre, Madelyn, era ambiciosa y competente, una vicepresidenta de banco cuyo color preferido, según su hija, era el beige. La pareja empezó en Wichita (Kansas), donde nació Stanley Ann en 1942. (El nombre era un homenaje a su padre, pero también a Bette Davis, la actriz favorita de Madelyn, que interpretaba a un personaje llamado Stanley en una película estrenada aquel año, Is This Our Life). Siempre al acecho de la próxima gran oportunidad, su padre tuvo a la familia de un lado para otro, dando tumbos por el oeste del país durante años hasta que finalmente se detuvieron durante un tiempo en Mercer Island (Washington), cerca de Seattle.

Stanley Ann era independiente y obstinada. Su comprensiva biógrafa, Janny Scott, la retrata soñando con huir del hastío provinciano mientras leía con toda atención una pila de revistas National Geographic. Odiaba la cultura de los deportes de su instituto y se refugió en el grupo protobohemio de chicos que iban de listos y bebían espresso, veían las películas de Satyajit Ray y escuchaban los discos de Carlos Montoya y Dexter Gordon. Se hizo amiga de homosexuales que no habían salido del armario y de otros inadaptados, compartiendo sus pretensiones de intelectuales y su sensación de marginalidad. Poco después de que terminara el bachillerato, su padre olió otra oportunidad de negocio y trasladó a la familia a Honolulu, donde ella se quitó el Stanley de su nombre y se matriculó en la Universidad de Hawái en septiembre de 1960.

Para una chica a la que le gustaban las películas extranjeras, la clase de ruso era el lugar perfecto para desafiar las convenciones morales de la Guerra Fría. También era un buen lugar para echar el ojo a un desconocido, negro y apuesto. Ella y Barack quedaron para verse después de clase en un banco fuera de la biblioteca universitaria. Él se retrasó una hora y ella se quedó dormida. Cuando llegó, escribe Scott, «el hombre de Kenia despertó a la muchacha de Kansas, literal y figuradamente». Esta escena mítica, que contó su hijo en Los sueños de mi padreBarack Obama, Los sueños de mi padre: una historia de raza y herencia, trad. de Fernando Miranda y Evaristo Páez, Granada, Almed, 2008., encarnaba supuestamente la manera de ver la vida de Ann Dunham, tal y como la describió una amiga: «No ser más que ella misma en el mundo […] abrirte simplemente al mundo cuando estás durmiendo». Su despertador era un pez gordo en el East-West Center, famoso por su intrépido intelecto y su reputación de gran bebedor. Perdía con frecuencia el conocimiento en las fiestas y los invitados, al irse, se veían obligados a esquivarlo. Pero, en un principio, Ann no sabía nada de esto. Quedó prendada de su belleza, su inteligencia y su «voz seductora, casi hipnótica». Era, afirmó uno de sus compañeros de clase, «la voz más dulce y profunda» que había oído nunca, «con una articulación ligeramente africana y puede que un dejo de Oxford». Iba a ser un Gran Hombre en la nueva Kenia, no «esa clase de hombres que suelen llevar un preservativo en la cartera», como observó más tarde una de las amigas de universidad de Ann. ¿Qué iba a hacer una chica estadounidense libre de espíritu?

Su noviazgo fue rápido, intenso y desigual. Como observó Abercrombie, Barack «estaba mucho más enamorado de su intelecto que de una mujer». A comienzos de noviembre, en la época en que Kennedy estaba imponiéndose por la mínima a Richard Nixon, Ann se quedó embarazada. Le faltaban aún unas pocas semanas para cumplir dieciocho años. Se casaron en secreto el 2 de febrero de 1961 en Maui, pero no está claro cuánto tiempo vivieron realmente juntos. Scott señala que los amigos de Ann sospecharon muy pronto que «ella se había metido en un buen lío con este tipo». Si la comida que ella le servía le desagradaba, él tiraba su plato contra la pared. La vida con un patriarca africano empezó a parecer menos atractiva. Aun antes de que naciera Barack júnior, el 4 de agosto de 1961, Ann ya se había trasladado a vivir de nuevo con sus padres. Estos se habían sentido «algo intimidados» por su marido en las pocas ocasiones en que lo habían visto e hicieron cuanto estuvo en su mano para apartar cualquier desazón que pudieran sentir sobre el matrimonio y la separación. Onyango Obama, en cambio, escribió a Stanley Dunham diciéndole que «no quería que la sangre de los Obama se viera mancillada por una mujer blanca» y rechazó a la nueva familia de su hijo.

Las patologías de Barack sénior tenían su propia genealogía. Su padre, Onyango Obama, era un patriarca severo y aterrorizaba a sus mujeres e hijos

Podía haberse evitado la preocupación. Como deja claro Jacobs, a Barack sénior le inquietaba más la idea de triunfar en Kenia que la de mantener unida a su familia estadounidense. En 1961 envió instancias para ser admitido en diversos programas de posgrado de Económicas en Estados Unidos, ocultando a su mujer y a su hijo blancos, y mencionando sólo a Kezia y a sus hijos en África. Le hicieron una generosa y completa oferta para estudiar en la New School de Nueva York, mientras que en Harvard sólo le cubrirían la matrícula. No había ninguna duda de cuál sería su elección. La penuria en Harvard le ofrecía una excusa perfecta para separarse de su nueva esposa y su hijo, así como un asiento de primera clase en el tren expreso hacia la prominencia internacional. Como Dunham contó más tarde a su hijo: «Barack era un cabrón tan testarudo que tenía que ir a Harvard. “¿Cómo puedo negarme a recibir la mejor educación?”, me dijo […]. Eso es todo en lo que podía pensar, en demostrar que era el mejor». Al reflexionar sobre las semejanzas entre padre e hijo, Jacobs los imagina coincidiendo en la calle en Cambridge, dos desclasados ambiciosos, con cada uno de ellos «reconociendo en el otro gestos propios». Para ambos, escribe, «su pedigrí de Harvard acabaría por convertirse en un aspecto central de su identidad, si bien de modos fuertemente contrastantes». Para el hijo fue el trampolín hacia la celebridad multicultural; para el padre, el fracaso que más tarde intentó camuflar como un éxito.

A comienzos de los años sesenta, Harvard estaba dominado por la mística de Kennedy y los mantras de la «economía del desarrollo». Ese era el nuevo ámbito de los intereses de Barack, en un momento en el que el departamento de Economía, al igual que la disciplina en general, estaba desplazándose de la macroeconomía, con su énfasis en el contexto institucional e histórico, a la econometría, con su dependencia de los modelos matemáticos abstractos. Barack era un matemático de primera y demostró ser igual de bueno que cualquiera de sus formidables compañeros de clase, entre los que se encontraban Lester Thurow y Samuel Bowles. Se mantenía apartado del grupo mayoritario de blancos y andaba siempre con los estudiantes africanos. «Nos hablaba con mucha determinación de educación y de lo que necesitábamos hacer», dijo uno de ellos. «Sonaba exactamente igual que lo hace ahora el presidente Obama». Pero también pasaba mucho tiempo bebiendo y persiguiendo mujeres. Dunham se enteró de sus aventuras y a comienzos de 1964 interpuso una demanda de divorcio. El problema, para ella, eran no tanto las chicas como el dinero que se gastaba en ellas en vez de en su hijo. Los planes de Barack se vieron desbaratados poco después. El director de la Oficina Internacional de Harvard se enteró por el Servicio de Inmigración y Nacionalización de que Obama tenía dos mujeres y se negó a seguir prestándole ningún apoyo en Cambridge. Le dijeron que se fuera a Kenia a escribir su tesis. El Servicio de Inmigración y Nacionalización desestimó su solicitud para poder prolongar su estancia. Su vertiginosa ambición había encallado.

De vuelta en Kenia, su experiencia en Harvard pasó a formar parte de su imagen de Gran Hombre. Se refería con frecuencia a su educación en Harvard e insistía en que lo llamaran «Doctor» a pesar de carecer de la titulación. Era una época extraordinaria para los jóvenes profesionales negros en un país africano que acababa de proclamar su independencia. Como gestor en prácticas para Shell/BP, Barack destacaba por sus trajes hechos a medida, sus corbatas de seda y sus zapatos relucientes, al tiempo que recorría Nairobi haciendo un estruendo tremendo a bordo de un Ford Fairlane azul con rayas de carreras. Debajo de las bravuconadas se escondía un deseo desesperado de reconocimiento.

Esto se puso de manifiesto cuando apareció Ruth Baker. Era una licenciada del Simmons College que se había enamorado de él en Cambridge, y a la que había prometido matrimonio si viajaba con él a Kenia. Cuando se presentó allí, él pidió a su amigo Samuel Ayodo, el ministro de recursos naturales, que «dijera a Ruth que mi padre es un rey y mi familia es muy, muy importante». Barack estaba absolutamente deseoso de impresionar a Ruth y de impresionar a todo el mundo con su esposa blanca. No tenía ninguna intención de vivir «como un africano», dijo a sus amigos, con más de una mujer a la vez en casa. Kezia no formaría parte del lote.

Barack destacaba por sus trajes hechos a medida, sus corbatas de seda y sus zapatos relucientes. Debajo de las bravuconadas se escondía un deseo desesperado de reconocimiento

Ruth se enteró enseguida de que los hombres africanos se quedaban bebiendo y de jarana todas las noches. Pero su marido empezaba antes, cuando aún era de día, y se mostraba más infatigable que la mayoría de sus colegas. Barack volvía a casa tarde, a trompicones, gritando a su esposa por estar dormida, pegándola por no haberle preparado nada de comer, escandalizando a los vecinos y aterrorizando a los niños, dos habidos con Ruth y un hijo y una hija con Kezia. (Aceptó a los hijos de Kezia en su familia, pero se negó a que su madre los visitara).

El declive de Barack se ajustaba a un patrón. Solía conseguir un trabajo decente gracias a sus conocimientos econométricos –con el Banco Central de Kenia, luego con la Sociedad para el Desarrollo Turístico de Kenia–, pero pronto empezaba a quejarse: «El dinero no era nunca suficiente», escribe Jacobs, «tenía un trabajo por debajo de sus posibilidades» o los que estaban por encima de él eran unos ineptos. Cuando estaba borracho, que era la mayor parte del tiempo, solía menospreciar las capacidades de sus superiores y afirmaba tener un estatus superior al que poseía realmente.

Algunas de sus dificultades podían atribuirse a circunstancias que escapaban a su control. El gobierno de Kenyatta estaba dominado por kikuyus; Barack era un luo. Nunca fue capaz de erradicar su tendencia a la brusquedad. Sus críticas de los planes de desarrollo de Kenyatta fueron a menudo muy atinadas. Anticipó las catástrofes creadas por el capital carente de regulación y propuso en su lugar la fusión del mercado libre y el comunalismo en las cooperativas agrarias. Pero las críticas acertadas no eran el camino para llegar al poder. Barack se dio cuenta de que no podía hacerse el tonto para tratar de ganarse el favor de los europeos en el Banco Central de Kenia. Duró nueve meses. Después de que Mboya, también un luo, fuera asesinado, Barack acusó públicamente a los kikuyus, denunciando la «traición al pueblo keniano» por parte de Kenyatta. No era este el tipo de conducta que iba a animar a la Sociedad para el Desarrollo Turístico de Kenia a hacer la vista gorda con sus excesos con el alcohol. Fue despedido, se puso a beber de forma desmedida y estrelló su coche contra un árbol, rompiéndose la pierna en varios puntos. Ruth pasó a ser el único sostén para la familia.

Barack, que había dejado de ser un Gran Hombre, pero que seguía intentando guardar las apariencias de que continuaba siéndolo, voló a Hawái en 1971 para reunirse con su hijo. El padre parecía frágil y andaba cojeando, pero aún podía seguir pontificando con su envolvente y autoritaria voz de barítono, tratando de afirmar de forma intermitente su autoridad sobre un hijo al que no veía desde que era un bebé. Y, durante un par de semanas, lo consiguió. En Los sueños de mi padre, Barack júnior recordaba el poder de la voz de su padre para obligar a prestarle atención y respeto, para devolver a toda la familia aquella atmósfera esperanzada de comienzos de los años sesenta. Pero una noche en la que el muchacho encendió la televisión para ver Cómo el Grinch robó la Navidad, su padre le dijo que la apagara y se pusiera a hacer los deberes: «Barry, no trabajas tan duro como deberías. Vete ahora mismo antes de que me enfade contigo». Barry se retiró a su habitación, contando los días que faltaban hasta que se fuera su padre. Barack sénior se quedó el tiempo suficiente como para hacer una aparición triunfal en el colegio de Barry en su condición de representante exótico y elocuente de la Nueva África. Conservó esa estatura mítica en la imaginación de su hijo hasta que Barry, en su juventud, supo de labios de su hermanastra Auma de los numerosos defectos y del patético desenlace del padre de ambos. Después de la visita a Honolulu, el viejo Obama regresó a Nairobi para seguir bebiendo desaforadamente hasta matarse. Una noche de noviembre de 1982, muy tarde, acabó el trabajo. El libro de su hijo, Los sueños de mi padre es, en parte, el intento de hacer las paces con el ídolo caído.

La madre de Obama recibe poca atención en este libro, a pesar de haber sido el progenitor que realmente lo crió. A Singular Woman, de Janny Scott, completa las lagunas y reconstruye la vida peripatética de Ann Dunham tras la separación del padre de su hijo. Scott intenta por todos los medios redimir a Dunham del aura hippy y atolondrada que la rodea en Los sueños de mi padre. Era «fuerte, despierta y mundana», insiste Scott, a pesar de que llevara sandalias de goma y vestidos batik holgados. La redención acaba produciéndose, si bien de forma limitada. Al final, Scott acepta el juicio de Obama. «Era una persona muy fuerte a su manera», son las palabras de él. «Dura, capaz de recuperarse de los reveses, persistente». Al fin y al cabo, terminó su tesis de antropología a pesar de una década y media de interrupciones y retrasos. «Pero pese a estas virtudes –concluye su hijo–, no era una persona bien organizada». El juicio es fulminante, pero decepcionante. Desorganización, observa Scott, podría significar cualquier cosa, «desde una casa desordenada hasta una vida desordenada». Obama contesta: «Todo lo anterior». La vida de Dunham no fue ni tan destructiva ni tan autodestructiva como la de su primer marido. Pero fue, en muchos sentidos, igual de desordenada. Y el caos de ambos contribuyó a moldear el estilo cuidadosamente resuelto de su hijo.

En Los sueños de mi padre, Barack júnior recordaba el poder de la voz de su padre para obligar a prestarle atención y respeto

Dunham era una madre sola con recursos que se sentía atraída por los hombres exóticos de piel oscura. Tras regresar al East-West Center en 1963 para estudiar antropología, conoció a Lolo Soetoro, un licenciado javanés paciente y de trato fácil, lo contrario de Barack sénior. Se casaron en marzo de 1964. Poco más de un año después, tras un golpe derechista que llevó al régimen de Suharto al poder, se exigió a los indonesios que estaban estudiando en el extranjero que regresaran para hacer el servicio militar. Lolo así lo hizo y luego pidió que se le unieran su mujer y su hijastro. Llegaron en 1967, después de que Ann se licenciara. Barry tenía seis años.

La pareja fue virando gradualmente hacia mundos sociales distintos. El padrastro de Barry ocupó un puesto directivo de nivel intermedio en Union Oil; su madre, que se negó a representar el papel ornamental de la mujer del empresario, se puso a trabajar como profesora de inglés y «comunicaciones comerciales» en una escuela de dirección de empresas para organizaciones no gubernamentales, fundada por el Servicio de Información de Estados Unidos, una creación característica de la era Kennedy cuya finalidad era crear una elite indonesia prooccidental. En mundos aparte, en Cambridge y en Yakarta, ambos padres estaban participando en una atmósfera común de liberalismo confiado característica de los tiempos de la Guerra Fría.

Para Barry, aquellos años fueron de cualquier cosa menos de confianza. Hacerse mayor en Indonesia no era una empresa nada fácil para un muchacho de piel negra. La hostilidad racial se sumaba a los ideales convencionales de belleza física. Un día, cuando tenía nueve años, salió a pasar con su madre y una amiga. Él salió corriendo por delante. Scott escribe:

Un tropel de niños indonesios empezaron a tirar piedras en su dirección, escondiéndose detrás de un muro y gritando insultos raciales. Él pareció no inmutarse, moviéndose de un lado a otro como si estuviera jugando a no dejarse dar por una pelota lanzada «por jugadores invisibles», recordaba [Elizabeth] Bryant [la amiga de Ann]. Aparentemente, Ann no reaccionó de un modo ostensible. Dando por supuesto que ella no debía de haber comprendido las palabras, Bryant se ofreció a intervenir. «No, no pasa nada», recordaba que le había dicho Ann. «Está acostumbrado».

«Creo que, por este motivo, él es tan halus [paciente, tranquilo, amable]», le dijo Bryant a Scott. «Si no sabes escuchar bien en Indonesia, es mejor que te vayas». Los colegios indonesios inculcaban una cultura del autocontrol; para sobrevivir había que cultivar la capacidad de resistir que te hostigaran y se burlaran de ti. Como dice otro de los informantes de Scott, «si te enfureces y reaccionas, pierdes. Si aprendes a reírte y a aceptarlo sin ningún tipo de reacción, ganas». En Indonesia, Obama aprendió a tomarse las cosas con calma.

El libro de su hijo, Los sueños de mi padre es, en parte, el intento de hacer las paces con el ídolo caído

También aprendió a ser ambicioso. Su madre trabajaba horas extra en la escuela y, escribe Scott, «apenas parecía dormir. Solía quedarse levantada, escribiendo a máquina y corrigiendo los deberes de Barry, y luego se levantaba antes del amanecer». Compañeros de trabajo y su criado Saman dicen que Ann pegaba a Barry y que incluso le atizaba con el cinturón militar de su padre; el presidente lo niega. Fueran cuales fueran los métodos de Ann, fomentó que el muchacho abrigara metas grandiosas. «¿Qué quieres ser cuando seas mayor?», le preguntó Lolo una tarde. «Oh, primer ministro», dijo Barry. Rebosante de orgullo por su brillante hijo, Ann se valió de las conexiones de sus padres para conseguir una beca a fin de que Barry estudiara en la Academia Punahou de Hawái.

La separación fue difícil para un muchacho de diez años, aunque se iba a vivir con sus abuelos en un lugar que le resultaba familiar. Pero su madre y su hermanita Maya pronto se unieron a él. Lolo se quedó en Indonesia, mientras que Ann regresó a la facultad de Antropología en el East-West Center. Realizar un doctorado al tiempo que educaba a hijos de dos razas y de dos padres diferentes era «infrecuente, peligroso y difícil», escribe Scott, a pesar de que pudiera depender de sus padres para que le prestaran apoyo económico. Su mentora fue Alice Dewey (la nieta de John), que había formado parte del mismo equipo de Harvard que había trabajado en Indonesia en los años cincuenta y entre cuyos integrantes se encontraba también Clifford Geertz. Para su proyecto de tesis, Dunham investigó las industrias artesanales como una alternativa de subsistencia para las familias campesinas en Java. En 1975, Ann se fue a Indonesia a realizar trabajo de campo, llevándose consigo a Maya. Barry prefirió quedarse en Hawái con sus abuelos para terminar sus estudios en el instituto. No hubo abandono, insiste Scott; fue lo que quiso el muchacho y «la decisión más dura» que tomó nunca su madre.

Al igual que otros antropólogos, Ann se sintió atraída por el Centro de Estudios de la Población de la Universidad Gadjah Mada de Yogyakarta, en la que fue a impartir conferencias Ernst Friedrich Schumacher y donde seguía disfrutándose del placer de enseñar a un número reducido de alumnos. Lolo, enfermo del hígado, vivía separado de Ann: su relación «había dejado de ser un matrimonio que funcionara como tal», escribe Scott, aunque su divorcio no se consumaría hasta 1980. Dunham, que se alimentaba de noodles fritos y durián, la pestilente fruta local, se sumergió en la investigación del campesinado javanés. Descubrió que la industrialización de la agricultura había generado un paro rural generalizado, especialmente entre las mujeres, y que el «atraso» indonesio se debía no tanto a valores culturales como al acceso al capital, o a la ausencia de él. Al igual que su exmarido en Kenia, ella estaba aprendiendo a cuestionar los dogmas del desarrollo.

Scott intenta redimir a Dunham del aura hippy y atolondrada que la rodea en Los sueños de mi padre. Era «fuerte, despierta y mundana», insiste

Cuando regresó a Hawái para el último año de Barry en el instituto, Ann se mostró apesadumbrada por su aparente falta de rumbo. Cuando se burló de él como un tontaina despreocupado, el muchacho devolvió el disparo: «Bueno, ¿por qué no? Puede que sea eso lo que quiera hacer en la vida. Mira al abuelo [el padre de ella] […] ¿Es eso lo que te preocupa? ¿Que acabe como el abuelo?». El muchacho se había vuelto impaciente y le molestaba la sensación de que él fuera un mero «experimento» de su madre: su empeño, como Obama contó más tarde a Scott, de crear un hijo que fuera «una especie de cruce entre Einstein, Gandhi y Belafonte». La rebelión fue una aventura pasajera. En el otoño de 1979, Barry encaraba su primer año universitario en el Occidental College de Los Ángeles.

Ann volvió tras aceptar un puesto trabajo con la Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos en Java central. No era tanto una antropóloga como una organizadora comunitaria, que apoyaba a las industrias artesanales y gestionaba el tipo de préstamos a pequeña escala que más tarde se conocerían con el nombre de «microcréditos». Esto fue el comienzo de una serie de trabajos, posteriormente con la Fundación Ford y con el Banco Popular de Indonesia, que la situaron en medio de la transición del liberalismo desarrollista financiado por el gobierno al neoliberalismo regido por las normas del mercado. A lo largo de su crónica, Scott subraya la competencia principal de Dunham: «Se marcaba objetivos, cumplía los plazos, trabajaba en equipo, no modificaba las reglas». Como afirma un compañero de trabajo: «Esta idea de que ella era esta trotamundos hippy que no se enteraba de nada de cuanto la rodeaba y se dedicaba a vivir una aventura no encaja con la Ann que yo conozco […]. En cierto sentido, era tan Tipo A como cualquier otra persona del equipo». No se andaba con chiquitas cuando se sentía insultada. «No me llames cariño», le dijo a un contratista que había empezado a tratarla con un exceso de confianza. «Muy bien, colega», dijo él. Se comportase como se comportase en relación con sus hijos, Ann Dunham no tenía nada de «blandengue y un poco ingenua».

Al igual que ella, Barry alimentó una actitud liberal escéptica hacia el imperialismo disfrazado de desarrollo. Después de cambiarse a la Universidad Columbia y licenciarse en 1983, escribió a su madre desde Nueva York diciéndole que estaba «trabajando para el enemigo»: Business International Corporation, una consultora que proporcionaba información sobre países extranjeros a inversores potenciales. Pocos meses después se trasladaría a Chicago para realizar un trabajo como organizador comunitario.

Ann seguía afianzando su vida paso a paso en Indonesia, con programas pioneros de microfinanciación y completando por fin una tesis titulada «Herrería campesina en Indonesia: supervivencia y crecimiento en medio de la adversidad». Con más de un millar de páginas, el estudio confirmaba lo que ella había estado aprendiendo durante años en zonas rurales apartadas de Java: la prosperidad de los pueblos se veía constreñida no por una ausencia de espíritu emprendedor, sino por una ausencia de capital, no por cultura sino por economía política. En torno a la misma época, comienzos de los años noventa, Barry se licenció en la Facultad de Derecho de Harvard. «Así que va a ser un multimillonario», dijo uno de los amigos de Ann. «No –dijo Ann–, va a volver a Chicago para trabajar por el bien común sin ningún tipo de remuneración». «Muy bien, o sea que quiere ser presidente», dijo el amigo. «Para su sorpresa –escribe Scott–, Ann empezó a llorar». Cuando su hijo se mudó a Chicago y llevó a cabo lo que ella vio como una «elección profesional» de identificarse como negro, Dunham sintió que estaba distanciándose de ella.

Con un doctorado a los cincuenta años, Dunham prosiguió una carrera dentro de la microfinanciación que le condujo a un trabajo pobremente remunerado en Nueva York en el Banco Mundial de las Mujeres. Pasó a ser la «abuela del pueblo» para los colegas más jóvenes: «Podía ser una de esas mujeres gordas con mucho pelo y un aire bohemio, pero estaba intentando hacer lo correcto por los motivos correctos», admitió su jefa. La vida en Nueva York era fría, dura y cara. Pronto se volvió a Yakarta para llevar a cabo un trabajo mejor pagado con el Ministerio para el Papel de las Mujeres indonesio, pero no duró mucho. Los dolores de estómago que habían estado atormentándola durante meses continuaron incluso después de una apendicectomía. Posteriormente regresó a Estados Unidos, donde le diagnosticaron un cáncer y donde recibió tratamientos prolongados e ineficaces. Murió en noviembre de 1995.

Ann fomentó que el muchacho abrigara metas grandiosas. «¿Qué quieres ser cuando seas mayor?», le preguntó Lolo una tarde. «Oh, primer ministro», dijo Barry

Por entonces Barry era Barack Obama y ya había emprendido una carrera cuyos pasos estaban todos cuidadosamente planificados. Su principal colaboradora y confidente era Michelle Robinson Obama, una afroamericana con raíces en el Chicago obrero, también licenciada en la Facultad de Derecho de Harvard y abogada en el bufete Sidley Austin de Chicago. Él obtuvo allí un puesto de trabajo en 1989; le asignaron a ella como su mentora. Se casaron en 1992. Cuando él optó a un puesto en el Senado en 1996, suavizó su escepticismo hacia la política electoral preguntando: «¿Qué pasaría si un político considerara su trabajo como el de un organizador […] en parte profesor y en parte abogado defensor, alguien que no infravalora a sus votantes sino que los educa en torno a las verdaderas opciones que tienen ante sí?». Michelle tenía menos confianza que Barack en que podría conseguirse un «cambio sistémico» por medio de la política, pero acabó cediendo a la visión de su organizador.

El relato de los Obama que hace Jodi Kantor muestra cuán poco hechos estaban a los agobiantes rituales sociales del Washington oficial a su llegada a la Casa Blanca, con cuánto celo, y cuán en vano, intentaron preservar su privacidad y libertad, y cuán decepcionante ha resultado ser la presidencia, no sólo para la Primera Dama, sino también para el propio presidenteJodi Kantor, The Obamas: A Mission, A Marriage, Nueva York, Little, Brown and Company, 2012.. Eran personas venidas de fuera, por su origen racial, por su afán de permanecer en contacto con amigos negros de Chicago y por sus esfuerzos para mantener una vida propia con sus dos hijas. Su deseo de preservar las cenas familiares y de pasar las tardes en casa dio lugar al rechazo de numerosas invitaciones, lo cual reforzó su aislamiento.

El estilo personal del presidente produjo en parte el mismo efecto. «Yo no soy Bill Clinton», dijo a poco de hacer pública su candidatura. «No necesito esto [la adulación de las multitudes] […]. No necesito nada». El conciliador, el organizador comunitario, era también un isolatoTérmino acuñado por Herman Melville en Moby Dick para referirse al aislamiento intrínseco de todos los seres humanos. (N. del t.) que se retiraba al Salón de Tratados a última hora de la noche para tomar sus decisiones más difíciles. En el fondo era un tecnócrata, no un político. Como dijo un miembro de su equipo, Obama «cree que la política es una ciencia (en gran medida, economía), que el objetivo es maximizar los mayores beneficios para el mayor número de personas, y que hay decisiones “correctas” e “incorrectas”». En privado se burlaba de la pompa y el poder, y sentía una atracción natural por los desamparados, pero ha estado siempre convencido de que él era el hombre más serio que había en la habitación. Sin embargo, cuando salían a la luz los errores de sus consejeros, se mostraba indulgente. «Tenía la costumbre muy arraigada: era hijo de un padre arrogante y ensimismado que lo abandonó, y de una madre que lo quería pero que, sin embargo, envió a su hijo a vivir al otro lado del océano lejos de ella», escribe Kantor. «Aplicar unos estándares estrictos a aquellas personas que lo rodeaban lo habría dejado sin nadie y aprendió a confiar enormemente en sí mismo para compensar los fracasos y las ausencias de sus padres». Estas observaciones evocan la imagen del joven Barry Obama, independiente y solo en Indonesia, jugando a que no le dieran con la pelota unos adversarios invisibles.

Scott subraya la competencia principal de Dunham: «Se marcaba objetivos, cumplía los plazos, trabajaba en equipo, no modificaba las reglas»

La combinación de aislamiento y conciliación crearon la apariencia –que pasó a ser la realidad– de debilidad. Michelle echaba chispas. Aunque él no tenía su cerebro a remojo en alcohol, el hijo parecía también condenado a un trágico destino: un hombre excepcionalmente inteligente e íntegro echado a perder al menos en parte por su propio temperamento contradictorio.

Sólo había una manera de escapar de las frustraciones de la política en la colina del Capitolio: la política exterior, especialmente la que tenía un sesgo militar. Obama se decantó ávidamente por el engrandecimiento del poder ejecutivo que había criticado con tanta contundencia en Bush. Cuando mejor se manifestó esto fue el día que anunció el asesinato de Osama Bin Laden: «Su expresión era fría, dura y satisfecha: había eliminado al principal enemigo del país, había logrado lo que no pudo conseguir George W. Bush y había mostrado por fin al país los asuntos absolutamente serios de los que había estado ocupándose», escribe Kantor. No hay duda de ello: «Había algo de disciplinado y satisfactorio en el trabajo secreto en aras de la seguridad nacional. No había un Congreso caótico con el que tener que lidiar, no había que andar con halagos y con tiras y aflojas con los legisladores y, ciertamente, no había que enfrentarse a la resistencia del Tea Party». Puede que la preferencia de Obama por las fuerzas de operaciones especiales de Estados Unidos por encima de los políticos republicanos resulte comprensible, si estamos hablando de quién se sienta a tu lado en el taburete del bar, pero para un presidente las implicaciones son alarmantes.

Estamos de nuevo de vuelta en el mundo del comandante en jefe de mirada implacable. La política reciente refleja la revitalización del consenso intervencionista de Washington. La demonización de Irán se acelera al tiempo que el presidente envía tropas estadounidenses a Australia y la secretaria de Estado a Myanmar. Las puertas abiertas para la implicación de Estados Unidos en Asia, que se abrieron de par en par en plena cara de Japón hace un siglo, se reabren ahora en la de China. Cabe imaginar muy bien cuál sería la reacción estadounidense si China realizara un movimiento similar en Venezuela o Colombia. La manera en que Obama ha decidido escapar de la desilusión podría acabar por ponernos a todos en peligro.

Jackson Lears es catedrático de Historia en la Universidad Rutgers y director de la revista Raritan. Es autor, entre otros libros, de Something for Nothing: Luck in America (Nueva York, Viking Penguin, 2003) y Rebirth of a Nation, the Making of Modern America, 1877-1920 (Nueva York, HarperCollins, 2009).

Traducción de Luis Gago
© The London Review of Books
         www.lrb.co.uk

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