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IAIN BANKS. UNA CANCIÓN DE PIEDRA

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Dieciséis novelas lleva publicadas el escritor escocés Iain Banks, desde aquella primera La fábrica de las avispas de 1984, de las que yo sólo he leído una, también comentada en estas páginas, Cómplice, que parece haber sido la de su definitiva confirmación. Era aquélla una novela, si omitimos algunas tonalidades turbadoras, esencialmente distinta de ésta, tanto que, a no haber visto su nombre en la cubierta, uno no adivinaría que se trata del mismo autor. Claro que había en Cómplice, novela de asunto y clima policíacos, un juego de ordenador llamado Despot, al que era adicto el protagonista, que consistía en introducir elementos distorsionadores en una sociedad dada para contemplar, al modo de un Dios omnipotente, su reacción y su devenir, trágico las más de las veces. Y la novela que ahora comentamos podría ser perfectamente el relato de uno de aquellos juegos. Saturada de conflictos, la sociedad se ha roto en guerras incontroladas, en facciones agresivas y destructoras que llenan los caminos de refugiados y de muertos. Así empieza la novela.

Son reconocibles algunas constantes básicas: el miedo, la angustia, el instinto de supervivencia, pero no el tipo de sociedad que las provoca y que, sea cual sea, se halla en descomposición. El caos impera. Hay un castillo y unos aristócratas que lo poseen y que huyen de él, unos campesinos y unas fuerzas combatientes arbitrarias y crueles, dispersas y fragmentadas que combaten entre sí y contra todos. Elementos, como se ve, propios de juego de ordenador y más si éste se llama Despot.

Lo primero que llama la atención, sin embargo, es que la novela está contada en tiempo presente y en primera persona, algo tan singular que ahora mismo no me viene a la memoria ninguna otra, aunque empiece con una reflexión sobre el invierno que parece implicar una situación evocativa. Pero no, lo narrado se nos ofrece en tiempo presente, lo que ocurre le está ocurriendo al narrador mientras lo narra, aunque, no sé si por la dificultad de ese tiempo verbal o por descuido puesto que se trata de un hecho aislado, muy pronto se utiliza el tiempo pasado, bien es verdad que en una sola línea, para presentar al tercero de los personajes en discordia: la teniente. «Fue allí donde vimos por primera vez a la teniente», se dice en la página 13, en vez de por mor de la congruencia: «Es aquí donde vemos por primera vez a la teniente».

La teniente, de la que nunca conoceremos el nombre, es descrita con rasgos físicos que provocarían el mal sueño de un anglosajón timorato puesto que podría ser una de las compañeras del Che Guevara en la Sierra Maestra: de rostro vulgar, moreno, casi aceitunado, con ojos grises bajo cejas negras y un pelo de color ratón pardo. Los hombres de su banda responden asimismo a alias de combate bastante tremendos y que nada dicen de su origen: Suicida, Fantasma, Piñonfijo, Rodillera, Míster Cortes –(de cortar) que acaso debiera de haber sido traducido como Señor Cortes–, Karma, etc., alias que se contraponen al nombre de los servidores del castillo, el mayordomo del mismo, el viejo Arthur, por ejemplo, o Rolans, uno de los servidores, etc.

Pero, aparte de tales caracterizaciones externas, poco hay que nos hable del ser más íntimo de los personajes. La teniente es mala sobre todo porque manda una tropa de desalmados, cuyos objetivos son tan imprevisibles como inciertos. De Morgan, la señora del castillo y esposa compañera de Abel, nuestro narrador, sabemos lo que éste nos cuenta de ella en sus momentos de rememoración casi febril cuando, atrapado en un pozo, está a punto de morir: su amor es un amor de infancia que se prolonga en el tiempo, es un amor de sexualidad precoz, es además un amor incestuoso, Abel y Morgan parece que son hermanos o hermanastros y su relación se construye sobre esa singularidad como una desafiante y orgullosa bandera alzada en lo más alto de su castillo para escándalo y amilanamiento de vecinos y allegados.

Datos todos susceptibles de ser introducidos en un programa de ordenador para que nos los devuelva luego en forma de comportamientos en lucha, pero que nos dirá muy poco sobre la verdad última de estas personas. Creo que fue Juan Ramón quien aseguró que lo único importante de El Quijote era la genial pareja de sus protagonistas, siendo indiferente la índole de las aventuras o las peripecias sufridas, pues podían ser éstas o muy otras sin que la verdad esencial de tan fantásticos caracteres se alterase.

En Una canción de piedra las cosas suceden de otro modo. Morgan, Abel y la teniente son muy poca cosa como para que sigamos su peripecia con una curiosidad distinta de la que ponemos en una de esas batallas llamadas de «marcianitos». Acaso para rebozar de gran literatura tan liviana armazón hay líneas que tienen reminiscencias calderonianas: «¿Qué mayor importancia ostenta mi ser que un ocasional montón de hojas, ese conjunto de células, colectivamente muertas o moribundas? ¿Cuánto más significa cualquiera de nosotros?», o, todavía más, espesura gongorina: «El amanecer de ensangrentados dedos incendia con fervorosa luz océanos de aire y curva sobre la tierra otro falso comienzo».

Posee Banks un regusto muy marcado por lo ominoso que aquí se cumple, bien que de manera fría y distante, sin que logre desasosegar al lector hasta los límites insoportables supuestamente pretendidos, dado el tremendismo de los hechos narrados, no tanto por la frialdad con la que ve su propia historia la voz narradora, como por la distancia con la que seguimos lo que se nos cuenta. Bien es verdad que la curiosidad nos lleva fácilmente hasta el final, una curiosidad además muy pegada a lo literario, encaminada a desvelar el misterio de cómo puede llegar a contarnos su propia muerte quien nos cuenta lo que le ocurre a medida que le ocurre, o sea sin lapso de tiempo entre suceso y narración. Y es ahí donde el lector evoca necesariamente a los misiles tan de moda por desgracia ahora en los informativos de nuestras televisiones, esos misiles inteligentes que avanzan enviándonos la imagen de su viaje hacia el objetivo hasta que desaparecen una vez alcanzado éste. Casualidad o no, el dueño de esa voz que en la novela camina hacia la muerte termina atado a la boca de un cañón que se dispara.

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Ficha técnica

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