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Un siglo corto y una década "prodigiosa"

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Echen un vistazo a su alrededor. Parece que nos estamos volviendo todos locos. El planeta entero se ha puesto unánimemente a elaborar listas como si estuviera poseído del furor de hacer balance, como si sus baqueteados (algunos más que otros, claro) ocupantes de este fin de siglo temiéramos no recordar ya nunca más lo que fue importante, y nos viéramos obligados a consignarlo por escrito antes de desaparecer. O quizás lo hacemos porque necesitamos afirmarlo solemnemente por temor a que los que nos siguen en el perpetuo fluir de la historia condenen nuestra elección como irrisoria. Ninguna generación acierta con sus listas: estamos demasiado preocupados con justificarnos ante la posteridad. Eso en el mejor de los casos. En el peor, las listas son el resultado de un pegajoso ejercicio de nostalgia en el que lo bueno, si pasado, dos veces bueno.

De manera que, por una u otra razón, lo que los marxistas llamaban pomposamente aparatos ideológicos se dedican a publicar urbi et orbi el mayor número de listas posible. Los medios de comunicación, especialmente los escritos, han dedicado grandes bloques de su espacio disponible a que toda clase de celebridades y expertos (oh, Dios mío) nos informe de su lista de lo que sea. En un nivel más demótico se hacen sin parar encuestas, se sondea a los ciudadanos para que todos expresen sus preferencias. Los mejores libros, las películas inolvidables, los líderes más carismáticos, los actores y actrices que crearon estilo, la mejor música, los inventos decisivos, los artistas más visionarios, los labios más sexy, las más rentables compañías. Existen también nóminas: repertorios que dejan constancia de lo obsoleto, de lo sobrevalorado, de lo prescindible en cada uno de los campos mencionados y en todos los que a usted se le puedan ocurrir.

Terminamos siglo y milenio con balances apresurados, aturdidos con la percepción –consciente o inconscientemente expresada–, de que en los últimos cien años todo ha ocurrido demasiado rápido. Y «todo» han sido muchas cosas. Ojeen, aunque sólo sea para obtener un buen guión del conjunto, la Historia del siglo XX, de Eric Hobsbawm, a la que sus editores españoles, dicho sea de paso, han hecho el flaco favor de cambiar el título original –Age of Extremes– y el expresivo subtítulo: The Short Twentieth Century, 19141991. En el prólogo, el intelectual británico afirma algo que tiene relación con la manía de las listas. Permítanme la cita: «La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX . En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven». Es ese presente ensimismado el que las listas se encargan de enfatizar, de subrayar a bombo y platillo mediático. Y conste que yo también he participado en alguna: son tan estúpidas como divertidas. Muy de hoy.

Hobsbawm divide este siglo «corto» y vertiginoso en tres períodos: la «era de las catástrofes», que se extiende desde la primera guerra mundial hasta finales de la segunda, la «edad de oro», desde 1945 hasta la crisis del petróleo, y «el derrumbamiento», desde 1974 hasta el desplome del sistema soviético.

La mayoría de los lectores de esta revista nació o se hizo adulta en esa «edad de oro»: después de la mayor carnicería universal y de que se conociera la Shoah. Es decir, después de que la Humanidad experimentara lo que, hasta entonces, era el grado máximo de su capacidad para producir horror (luego hemos sabido más cosas). Fue la época de la guerra fría, de la tensión ante la amenaza nuclear, de las luchas de liberación de los pueblos colonizados. Y, sin embargo, visto con perspectiva, ese período fue para muchos la auténtica «edad de oro» del siglo. Primero, porque lo que todavía se llama «Occidente» presenció (aunque también en diferentes grados y dependiendo de circunstancias nacionales) la incorporación definitiva de buena parte de las clases trabajadoras a la sociedad de consumo de masas. Y, en segundo lugar, aunque muy vinculado con lo anterior, porque en esas mismas sociedades desarrolladas se produjeron cambios trascendentales en las relaciones humanas y en todos los valores sobre las que se sustentaban. Algunos se han referido a esos cambios –empleando la expresión en sentido antropológico– como «revolución cultural».

Y, dentro de esa «edad de oro» del siglo, fueron los años sesenta los que funcionaron como filtro y catalizador de tendencias, como partera de lo que nuestras sociedades laicas y democráticas ofrecen en este final de siglo. Esa es al menos una de las tesis centrales de The Sixties, el monumental estudio que el historiador Arthur Marwick ha consagrado al período y por el que, a pesar de su óptica marcadamente anglosajona (con brillantes incursiones en los casos de Italia y Francia), deberían mostrar interés los editores españoles. A lo largo de más de 800 páginas Marwick establece concienzudamente –manejando una copiosísima bibliografía y fuentes de primera mano: archivos, entrevistas, hemerotecas– el catálogo de esas transformaciones y una documentada crónica de sus más expresivas manifestaciones.

Uno de los cambios sin vuelta atrás se ha producido en uno de los ámbitos hasta ahora más reservados de las relaciones humanas: el sexo. La lucha de las mujeres y de las minorías sexuales por su liberación creó las bases del nuevo trato que se ha impuesto en las relaciones entre hombres y mujeres. Pero, como ha ocurrido siempre, lo nuevo no se adopta sin conflictos.

El cine, la literatura y el arte de las dos últimas décadas han explorado los trastornos que los varones de las sociedades avanzadas padecen ante la pérdida de su poder tradicional y la inadaptación a los nuevos papeles. Incluso algún comentarista ha calificado esa proliferación temática como significativa del Zeitgeist del final de siglo. Y, relacionado con ello, llama la atención que una conspicua feminista como la norteamericana Susan Faludi se refiera a los hombres en su último libro, Stiffed, como el nuevo género oprimido. Lean esto: «Mientras más pienso en lo que los hombres han perdido –un papel útil en la vida pública, un modo de ganarse la vida de forma decente y fiable, consideración en el hogar, tratamiento respetuoso en la cultura– más me parece que el hombre de finales del siglo XX está cayendo en una situación extrañamente parecida a la de la mujer de mediados de siglo».

Bueno, tampoco hay que exagerar. Y, además, el remedio que la Faludi propone –una nueva autodefinición para hombres y mujeres no en términos de masculinidad o feminidad, sino de ambos a la vez– no deja de ser un camino sembrado de dificultades y a muy largo plazo. Y a veces trágico: no olvidemos, por ejemplo, a las casi cuarenta mujeres asesinadas entre nosotros en lo que va de año por hombres que se sentían sus amos.

Fueron muchas –buenas y menos buenas– las cosas que se fraguaron a lo largo de aquella «década prodigiosa» en la que crecimos muchos de nosotros. Tranquilos: no me voy a poner baboso y a recordar lo jóvenes y audaces y manipulables que fuimos. Y mucho menos en este momento, cuando lo único digno es desearles a ustedes, en fin, una feliz salida de milenio. Siempre que la tecnología lo permita.

REFERENCIAS

Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX. 1914-1991. Crítica. Barcelona, 1995. 614 págs.
Arthur Marwick, The Sixties. Oxford University Press. Oxford, 1999. 904 págs.
Susan Faludi, Stiffed. The Betrayal of the American Man. Nueva York, William Morrow. 662 págs.

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