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Un mundo propio

VITRINA PINTORESCA. LA ESPAÑA DE LA SEGUNDA REPÚBLICA

Pío Baroja

Ediciones 98, Madrid

350 pp.

19,95 €

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A don Pío Baroja le gustaban las vitrinas, ese mueble burgués, de salón decimonónico, armario de poco tamaño, tapas de cristales y buena madera, en el que se exponían objetos de arte o recuerdos de la familia. La descripción de la sala de la abuela, al comienzo de Las inquietudes de Shanti Andía, está llena de objetos dignos de ser conservados en una vitrina, empezando por los dos chinitos de porcelana que movían la cabeza dentro de un fanal, y el museo romántico de Lázaro Galdiano también produce la impresión de ser una vitrina inmensa. Las vitrinas tienen el inevitable aroma romántico de los objetos y recuerdos exóticos que se conservan en su interior. Podemos meter en una vitrina porcelanas, vajillas finas, cubertería labrada, tazas de té orientales, una copa de oro, caracolas, daguerrotipos pálidos y hasta una brújula y un anteojo si la familia es de marinos, como en el caso de Shanti Andía. Lo que, por lo demás, materializa la idea que don Pío tenía de la novela: un saco en el que cabe todo, un cajón de sastre. En consecuencia, vitrina es un excelente título para una recopilación de artículos. Vitrina pintoresca, publicado en 1936, recoge artículos de muy diferente asunto, como corresponde a los objetos que se guardan en una vitrina. Aquel año, que acabaría siendo de mucho movimiento, Baroja publica otra recopilación de ensayos y conferencias también con muy buen título, Rapsodias, aunque su contenido es algo más solemne: los artículos recogidos se titulan «El relativismo en la política y en la moral», «El espíritu de las masas», «La lucha de razas» o «El individualismo y su utopía», pero, a la larga, Baroja es Baroja, y a pesar del enunciado, acaba exponiendo su opinión llanamente. Por ejemplo: «No sé claramente lo que es ser nihilista. Supongo que será principalmente ser escéptico».

Los títulos de Vitrina pintoresca son más ligeros, como «Los charlatanes ambulantes» o «Las casas de duendes», aunque no faltan los titulados «El disimulo y la hipocresía», «La hipocresía de las mujeres» y «La vigilia, la Cuaresma y el sentimiento religioso». En unos y otros encontramos parecida amenidad, exposición desenfadada y la peculiar tendencia de don Pío a manifestar opiniones muy personales en las que la arbitrariedad y el sentido común van unidos o están, al menos, próximos. En realidad, y esto no es nada nuevo para los barojianos, don Pío era un escéptico, aunque no tuviera nada de nihilista, pese a que él a veces se suponía anarquista e incluso partidario del progreso, lo que no deja de ser una manera de contemplarse un poco distorsionada, ya que fundamentalmente era un gran reaccionario con mucho olfato para captar todos los matices ridículos del progresismo y de la pedantería de su época. Debido a la época en la que fueron escritos estos artículos, Baroja carga contra la República, contra el republicanismo de trastienda de zapatería (hace la curiosa observación de que todos los zapateros eran republicanos), contra la pedantería ateneísta y contra la mala fe socialista. También dirige sus rejones de castigo contra algunas obras de sus «bestias negras»: los gitanos, los judíos, los jesuitas y los masones. Mas esta parte sobre cuestiones «de actualidad» (de «actualidad republicana») no agota el contenido del libro, y más bien la actualidad se refleja en comentarios adicionales, porque los artículos tratan sobre el fusilamiento de Diego de León, los ríos de España o los horrores de las antiguas ferias. Sus asuntos son los habituales en Baroja: la historia del siglo xix, descripciones de paisajes y pueblos, los tipos pintorescos, las viejas calles, las ocupaciones excéntricas (como la de verdugo), el antiguo mundo rural vasco (las brujas del monte Larrun), el Carnaval, los animales que puede encontrarse el viajero en el camino, etc. En rigor, los artículos no son sobre tal o cual asunto, sino que de un punto de partida (por ejemplo, una visita a Tarifa), Baroja desenrolla la madeja y aparece un teatral Guzmán el Bueno asomándose a una almena de la muralla y enviando su puñal al campo enemigo: «Moro, si no tienes arma para matar a mi hijo, ahí va mi acero». En la misma Tarifa le pregunta a un transeúnte si las mujeres van con la cara tapada. «No, no señor. Antes parece que sí iban con manto a la iglesia, pero ahora no lo creo. Yo no lo sé, porque voy poco por la iglesia». Y comenta Baroja: «Estamos hablando con un anticlerical».

La forma de relatar es la misma que la de las novelas; también la descripción de los personajes. Así, el militar inglés John Downie, que participó en la guerra de la Independencia: «Era muy alto y seco, con bigote largo y caído y con un parche negro y un vendaje que le cubría la parte izquierda del rostro. Era otro Caballero de la Triste Figura». O bien, refiriéndose al español Guzmán, terrorista terrible que participó en la Revolución Francesa próximo a Marat, pormenoriza sus pretensiones aristocráticas, y que se reunía en el café de Corazza con otros de su cuerda, anotando: «El grupo del café de Corazza debía de ser un grupo de vividores». También dedica espacio a otra aristocrática, la amazona Josefina Comerford, que se tiró al monte contra los liberales en la partida de un monje energúmeno llamado el «Trapense», a la que utilizó como personaje secundario en una de sus novelas.

Al comienzo del libro, en un breve prólogo, Baroja barrunta que los artículos que siguen «tienen una cierta unidad». No solo entre ellos, sino con el resto de la obra barojiana: aquí está el novelista episódico de las memorias de Aviraneta y el hombre de opiniones desenfadas e independientes de Juventud, egolatría y de tantos otros libros no narrativos, aunque narrativos, al fin y al cabo. Porque, fundamentalmente, Baroja es un gran narrador, el mayor de la literatura española, después de Cervantes. No faltan sus ideas sobre literatura: «Para mí, en la literatura, no hay más que la unidad humana, con su identificación, su nombre, apellido, temperamento y demás circunstancias. La literatura colectivista y vagarosa, sin una base clara, creo que deriva hacia la retórica altisonante», o sobre escritores: los libros de Galdós le parecen «trabajo de taller» y los de Blasco Ibáñez tienen «aire industrial y vulgar». Y lo que no niegan estos artículos es que son ine-quívocamente barojianos.

Sus diagnósticos son muy precisos, y el artículo sobre los extremistas es aplicable a ciertos elementos políticos actuales, y tiene toda la razón cuando afirma que «el extremista trabajador de la ciudad, obrero de la fábrica o del taller, es, generalmente, menos atravesado y despechado que el de la burguesía».

Como en un artículo de periódico, según Baroja, cabe todo, no faltan dictámenes sobre cuestiones que se han convertido en auténticos excesos, por ejemplo, la pedantería urbanística que solo encubre (hoy) especulación inmobiliaria: «El cemento armado es la musa honesta y útil, y quizás en manos de un arquitecto genial sería admirable; pero cuando se desmanda y se siente atrevida, como una cocinera lanzada a cupletista, hace tales horrores que habría que sujetarla y llevarla a la cárcel». O bien prevé la resurrección de pintoresquismos indumentarios y folclóricos desaparecidos (los capisayos de los vascos, los zaragüelles de los valencianos, los pantalones con rayas verdes de los maragatos, las monteras de los gallegos, las gorras de piel de los paletos de los alrededores de Madrid), a lo que se pregunta y contesta: «¿Qué es mejor, dejar que este carácter pintoresco desaparezca o sostenerlo artificialmente? A mí me parece mejor dejar que desaparezca. Otra cosa sería convertir a los pueblos en escenarios de teatro, con sus comparsas, lo que en algunas partes se está intentando hacer y que sería un poco denigrante por lo falso». Menos mal que a don Pío no le tocó vivir el espectáculo del pintoresquismo autonómico (según mandato constitucional), porque podía sucederle como a aquel filósofo del que cuenta Diógenes Laercio que murió de risa cuando vio a un asno comiendo higos.

Es contrario a los convencionalismos, a lo artificioso, a la pedantería, y se ríe de ello. Teme que se llegue a una situación en la que los periódicos no publiquen lo que hace la gente, sino que la gente haga lo que publican los periódicos. Ahora está sucediendo lo mismo con eso que le dicen Internet. Hasta en los autobuses de línea se puede conectar uno a Internet: claro, que quien necesita Internet para un trayecto de veinte minutos, viaja en avión privado.
 

Vitrina pintoresca es un reflejo muy completo de la coherencia del mundo barojiano. Un mundo lleno de encanto y de opiniones contundentes (como tituló Nabokov, otro reaccionario de mucha categoría, a uno de sus libros), de ingenio y de agudeza. Baroja en su salsa.

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Ficha técnica

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